Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Ocurrió tan de repente que solo tuve tiempo de mirar a Lucho, esperando obtener una explicación.
—Ellos pidieron que te separaran del grupo. No quería contártelo. Nunca me imaginé que lo lograrían.
No entendía nada de lo que me estaba ocurriendo, en especial teniendo en cuenta que todos mis compañeros se levantaron, uno a uno, para abrazarme conmovidos cuando me estaba yendo.
Marzo de 2004
Durante un instante, al sentir que esa puerta de acero se cerraba tras de mí, tuve un destello de esperanza: «Y si fuera…». Llevaba mi petate al hombro, siguiendo al guerrillero por un camino de barro que le daba la vuelta al campamento. Ya me veía montada en una lancha, remontando un río. Sin embargo, antes de llegar a la orilla, el guardia giró a la izquierda, cruzó un puente pequeño construido sobre la zanja y me hizo entrar en un gallinero.
Detrás de la malla, en una esquina, de una choza de techo de plástico salió una mujer. Ella se sobresaltó tanto como yo con el encuentro. Era Clara. «Ahí quedan entre amigas», nos dijo el guardia con sorna. Nos miramos sin saber qué decir. A las dos nos molestaba tener que vernos de nuevo, o tal vez no, en el fondo. Ella se había instalado en su choza, con apenas una cama y una mesa pequeña. El lugar era muy reducido. Yo no sabía qué pretendían hacer ellos conmigo y, sobre todo, no quería molestar a Clara en su espacio.
Me invitó a poner mis cosas en un rincón. La cortesía que surgió espontáneamente nos hizo sentir a gusto. Volvía a ver a la Clara de antes de la selva. Me sorprendió mucho que todavía estuviera en el campamento, pues me imaginaba que se la habían llevado lejos, a un lugar donde tuviera acceso a cuidados de salud. Estaba a un mes de dar a luz.
—Voy a tener al bebé en esta cama —me dijo examinando el lugar por enésima vez—. Una muchacha viene todos los días a darme masajes en el vientre. Creo que el bebé viene en mala posición.
Era, a todas luces, un parto riesgoso. No valía la pena hablar sobre eso. Lo mejor era crear un clima de confianza, para no añadirle más angustia a la lista de elementos perturbadores.
—Recibí la ropa que le hiciste al bebé. Me encanta. Voy a guardarla siempre. ¡Gracias!
Mientras hablaba, sacaba de una bolsa la ropita que yo le había cosido. Había una bolsa de dormir, una camisa de cuello redondo, unos mitones diminutos, unas medias y, por último, lo que más me hacía sentir orgullosa: un canguro para cargar al bebé y tener las manos libres.
La tela de cuadros de color azul cielo que utilicé pertenecía a uno de mis compañeros. Lucho me había ayudado a adquirirla regalándome el medio de trueque para hacer la adquisición. Esa tela era un verdadero lujo en plena selva. La corté lo mejor posible, para no desperdiciarla, y obtuve con Orlando el hilo y la aguja necesarios para la labor. Le mostré la ropa a Gloria antes de mandarla. Ella me había dado muy buenos consejos para conseguir los botoncitos y las cremalleras e hice una especie de ribete decorado con hilo blanco. Le hice llegar el paquete a mi compañera a través de Arnoldo. Yo me imaginaba que ella estaría lejos, en un hospital de campaña, y que mi encomienda tendría que viajar en lancha.
Pasamos el resto del día hablando, sin darnos cuenta del tiempo. Fue la ocasión para reflexionar sobre su maternidad y prepararla para lo que habría de venir. Le dije que era importante conversarle a su hijo para que fueran tejiendo una relación por medio de las palabras, antes del nacimiento. Quería darle a conocer a Clara algunas de las teorías de Francoise Dolto, que habían sido fundamentales para mí. Le referí, según lo que recordaba, los casos clínicos que más me habían llamado la atención al leer los libros de Dolto y que mejor ilustraban, a mi modo de ver, la importancia de esta relación de palabra entre la madre y el niño. También le sugerí a mi compañera oír música para hacerle estimulación temprana al bebé. Y le hablé de la importancia de estar contenta.
Al día siguiente, vi que se sentó a leer en voz alta, a la sombra de una gran ceiba, al tiempo que acariciaba su vientre prominente, y tuve la sensación de haber logrado algo bueno. Al igual que el día anterior, instalé mi hamaca entre el palo de la esquina de la choza y un árbol que había afuera. Tenía la mitad del cuerpo por fuera, pero desde hacía días no llovía y podía pasar una buena noche. Clara se me acercó y, de una manera un poco formal, me dijo:
—He reflexionado mucho; me gustaría que fueras la madrina de mi hijo. Si a mí me pasa cualquier cosa, quiero que tú te encargues.
Sus palabras me tomaron por sorpresa. Habían pasado muchas cosas entre nosotras. Este no era un compromiso que pudiera tomarse a la ligera.
—Déjame pensarlo. Es una decisión que quisiera madurar, porque es importante.
Pensé en eso toda la noche. Aceptar equivalía a asumir un vínculo con ella y con este niño para toda la vida. No aceptar equivalía a evadirme. ¿Podía yo asumir ese papel? ¿Tenía el amor suficiente para darle a este niño que estaba por nacer? ¿Podría adoptarlo plenamente si la situación llegaba a exigirlo?
Al alba, me asaltó un pensamiento: yo era la única que conocía la identidad del padre de este bebé. ¿Constituía eso una obligación moral?
—¿Tomaste la decisión? —me preguntó Clara. Hubo un silencio. Respiré profundo antes de responder:
—Sí, ya tomé la decisión. Acepto. Ella me abrazó.
Le dieron una sopa de pescado al desayuno. Se reía contándome que todos los días su recepcionista se iba a pescar por orden expresa del comandante. De hecho, el gallinero era el medio que había encontrado Sombra para mejorar la situación de mi compañera, sin ser acusado de favoritismo. Sin embargo, Clara no tenía acceso a la indispensable atención médica. Yo esperaba que llamaran al enfermero que estaba en el otro grupo de prisioneros.
Oí un ruido detrás de mí. Era Sombra que pasaba furtivamente detrás de los arbustos, con un fusil de caza terciado. Le hice una señal con la mano.
—¡Chito! —respondió, mirando con miedo a su alrededor—. No diga que me vio.
Se alejó sin darme la oportunidad de hablarle. Unos minutos más tarde, Shirley, una joven guerrillera que hacía de enfermera, pasó también por ahí, con la misma expresión pendenciera. Se acercó y me preguntó:
—¿Ha visto a Sombra? —y al ver que yo me había dado cuenta de todo, agregó riéndose—: Tengo cita con él, pero si la Boyaca nos ve, nos mata.
Shirley se alejó radiante.
Me quedé ahí, viendo cómo se escabullía como una fiera en la vegetación, y me preguntaba cómo podían vivir tan tranquilos al tiempo que manejaban los hilos del drama de nuestras vidas.
Estaba perdida en mis divagaciones cuando oí que me llamaban. Me volteé sobresaltada: era la voz de Lucho. Lo vi llegar con una gran sonrisa, con el rostro iluminado, cargando un equipo lleno de cosas y un guardia malencarado detrás de él.
—Hubo una pelea después de que tú te fuiste, ¡y me extraditaron a mí también!
Vino a sentarse con Clara y conmigo, y nos hizo una narración detallada de los últimos acontecimientos de la cárcel.
—Yo no quiero volver a esa cárcel —dijo Clara.
—Yo tampoco —respondimos en coro.
Soltamos la carcajada y luego Lucho concluyó con una reflexión:
—Estamos como al principio, solo nosotros tres. Mejor así.
Mientras conversábamos, un grupo de guerrilleros se dedicó a montar una choza idéntica a la de Clara. En menos de dos horas, todos teníamos una cama y un techo donde pasar la noche. La bella Shirley vino al final de la tarde. Sombra la había mandado a inspeccionar el lugar. Acababa de ser nombrada recepcionista del gallinero. Era la única guerrillera autorizada a entrar ahí. Miró nuestro cambuche e hizo una mueca:
—Esto está muy triste. Esperen y verán —dijo, y dio media vuelta.
Diez minutos más tarde apareció con una mesa redonda y dos sillitas de madera. Hizo otro viaje y trajo unos estantes. La abracé de felicidad. Había transformado nuestra choza en una casa de muñecas.
Nos sentamos en las sillas, apoyando los codos en la mesa, como si fuéramos viejas amigas. Shirley me contó su vida en diez minutos y me habló de sus amores con Sombra durante horas.
—¡Cómo puede estar con ese viejo barrigón y feo! No me diga que usted también es una «ranguera».
Ranguera era el término peyorativo que utilizaban los guerrilleros para designar a la mujer que se acostaba con un comandante para disfrutar de las ventajas de su rango.
Shirley soltó la carcajada.
—¡Ranguera la Boyaca! Ella es la que se queda con el pedazo bueno de la torta. Yo no tengo derecho a nada. Pero yo al viejo lo quiero. A veces lo veo tan perdido que me parece tierno. Me gusta estar con él.
—Espere… ¿está enamorada de él?
—Yo creo que sí.
—¿Y su socio? ¿Todavía están juntos ustedes dos?
—Sí, claro. Pero él no sabe nada.
—Su socio es bien plantado. ¿Por qué le pone los cachos?
—Porque es muy celoso.
—Bueno, ¡ahí sí que está exagerando!
—¿Quiere que le diga una cosa? Yo fui la que le salvó la vida al viejo Sombra. Fue en un bombardeo. Lo encontré con la cabeza metida en el barro, tirado en el suelo. Estaba todo borracho. La gente corría al lado de él y nadie le ayudaba. Yo me lo cargué a las espaldas y lo llevé. Donde me demore un minuto más le cae la bomba encima. Luego nos volvimos muy amigos. Él me quiere harto, ¿ve? Es tierno conmigo, y me hace reír.
Buena parte de la noche la pasamos juntas. Me contó que había ido al colegio: había terminado toda la primaria, lo cual la hacía sentir muy orgullosa, y estuvo a punto de culminar el bachillerato. Pero se enamoró de un muchacho que la convenció de incorporarse a las Farc. Era una excepción. En general, el nivel escolar de los guerrilleros era bajo. Pocos sabían leer y escribir. Cuando yo le preguntaba por las razones que la habían llevado a su compromiso revolucionario, ella cambiaba hábilmente de tema. Se volvía distante y desconfiada. ¿Por qué una muchacha como Shirley había terminado en las Farc? Había en ella una necesidad de aventuras, una intensidad de vida que yo no veía en sus compañeros. Los otros habían entrado a las filas de la subversión porque tenían hambre.
Al día siguiente, Shirley se apareció temprano con un televisor en los brazos. Lo puso en la mesa, conectó el reproductor de DVD y nos puso a ver Como agua para chocolate, la película basada en la novela de Laura Esquivel.
—Yo sé que es el aniversario de la muerte de su papá —me dijo—. Esto es para que piense en otra cosa.
Me hizo pensar en Mamá, que me había suplicado, algunos meses antes de que me secuestraran, que la acompañara a ver esta película. No lo hice: no tenía tiempo. Ahora lo tenía de sobra. Pero estaba lejos de Mamá y jamás volvería a ver a Papá. Al ver esta película, me hice a mí misma dos promesas: si salía de esto, aprendería a cocinar para las personas que quería. Y les dedicaría tiempo, todo mi tiempo.
Lucho estaba dichoso de estar en el gallinero. La ausencia de tensiones le había devuelto todas sus facultades. Se armó de una pala para hacer unos chontes tan grandes que servirían para un mes. Le salieron grandes ampollas en las manos.
—¡No quiero ni pensar en volver a la cárcel! —dijo.
—¡Cállate! ¡No verbalices tus miedos!
Para hacer eco a mis temores, Shirley vino a verme:
—Sus compañeros de cárcel se quejaron porque uno de los guardias les dijo que aquí tienen mejores condiciones que ellos. Quieren que ustedes vuelvan.
Quedé atónita.
Esa noche, me pareció que había acabado de cerrar los ojos cuando sentí que alguien me saltaba encima. Era Shirley, tensa, sacudiéndome con fuerza.
—¡Tenemos los helicópteros encima! Tenemos que irnos ya. ¡Agarre sus cosas y vámonos! —Hice lo que me indicaba. Me puse las botas y agarré al instante mi tula. Shirley me la quitó inmediatamente de las manos—: Sígame de cerca. Yo le llevo sus cosas y así nos rinde más caminar.
Avanzábamos en la oscuridad, con los helicópteros prácticamente rozándonos la cabeza. ¿Cómo había podido seguir dormida sin oírlos? Iban y venían a lo largo del río, haciendo un ruido infernal. Llegamos cerca del economato, un hangar con techo de zinc, cercado totalmente por una malla de acero, con sacos de provisiones apilados hasta el techo. Lucho y Clara ya estaban ahí, con una expresión de angustia y molestia en el rostro.
Nos obligaron a seguir una fila de guerrilleros que se adentraban en la selva.
—¿Tú crees que vamos a caminar toda la noche?
—¡Con ellos, todo es posible! —aseguró Lucho.
Shirley andaba delante de nosotros, en silencio. Durante un momento me cruzó por la mente la idea de proponerle que se escapara con nosotros. Eso era imposible: había una mujer embarazada. Deseché de inmediato mi pensamiento.
Debíamos tener paciencia. Después de una hora de caminar, nos detuvimos. Nos hicieron esperar, sentados en nuestros petates, hasta el amanecer. Con la llegada del día desaparecieron los helicópteros y nos llevaron de nuevo al gallinero.
Después de la primera colada de la mañana, apareció un grupo de guerrilleros. En quince minutos desmantelaron nuestras caletas. Nos miramos aterrados. Sabíamos lo que eso significaba para nosotros.
Clara me cogió del brazo:
—Quiero pedirte un favor. No les digas que estoy aquí. No cuentes que nos vimos. Prefiero que crean que me llevaron al hospital ¿me entiendes?
—No te preocupes. No les voy contar nada. Lucho tampoco.
La abracé antes de irnos, con el corazón encogido.
Marzo de 2004
Todo ocurrió muy rápido. Cuando nos alejábamos del gallinero vi a Shirley de pasada: quería que yo estuviera tranquila, quería decirme que todo iba a salir bien.
La puerta de acero chirrió al abrirse y tuve la sensación de estar ante las puertas del infierno. Me armé de coraje y entré. La satisfacción mórbida en la cara de uno de mis compañeros me golpeó como una bofetada:
—No duraron mucho tiempo por allá —lanzó con tono pérfido.
—Le debimos hacer falta —respondió Lucho secamente—. ¿No era usted el que insistía que volviéramos rápido?
—Es que nosotros también tenemos nuestras influencias —ripostó el hombre, de manera burlona.
Su risa se volvió amarga al ver que los guardias limpiaban el espacio junto a los baños. Instalaron un techo de plástico. Shirley había mandado la mesita redonda, las dos sillas y el estante. Estaban construyendo una caleta como la del gallinero en el patio de la cárcel.