No hay silencio que no termine (80 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Me poseyó una inmensa serenidad. Todo estaba en orden. Miré de nuevo por la ventanilla detrás de mi asiento. En un jardín de verdor, el pueblito de San José del Guaviare crecía a mis pies. «He aquí el oasis, la tierra prometida», pensé. ¿Sería posible?

La puerta se abrió. Mis compañeros saltaron del helicóptero brincando por encima de los cuerpos de los dos hombres vencidos.

Tirado, en ropa interior, Enrique parecía inconsciente. Sentí una compasión profunda. No había nada con qué taparlo. Sentiría frío. La mujer que había actuado como enfermera en el operativo me tomó del brazo: «Se acabó», me dijo con dulzura. Me levanté y la abracé con fuerza. Me empujó suavemente hasta la puerta y salté con mi morral al asfalto.

Al final de la pista, el avión presidencial nos esperaba para llevarnos a Bogotá. Un individuo en uniforme me abrió los brazos. Era el general Mario Montoya, el responsable de la Operación Jaque. La exuberancia de su alegría era contagiosa. Mis compañeros bailaban en torno a él haciendo girar sus pañuelos en el aire.

Ya en el avión me puso al corriente de los detalles de la operación y de los preparativos para garantizar su éxito. Los helicópteros fueron pintados de blanco en plena selva, en un campamento secreto donde a lo largo de un mes el equipo se entrenó, ensayando con la más estricta disciplina el plan de la operación. Lograron interceptar las comunicaciones de César y Enrique con su jefe, el Mono Jojoy. Este creía que hablaba con sus subordinados, cuando en realidad lo hacía con el ejército colombiano. También César y Enrique pensaron que recibían órdenes de Jojoy, aunque quienes les dieron las instrucciones fueron los hombres de Montoya. Primero les ordenaron acercar los grupos, y luego reunimos en uno solo. Al ver que las órdenes se ejecutaban, llevaron su audacia a exigir que nos metieran en el helicóptero de la falsa comisión internacional. Calcaron el procedimiento seguido en las liberaciones unilaterales de comienzos del año y todo funcionó, ya que la operación parecía inscribirse en la misma lógica de las acciones precedentes. La muerte de Marulanda y la de Raúl Reyes daban credibilidad a una entrevista con el nuevo jefe, Alfonso Cano, lo que por otra parte explicaba el entusiasmo de César y Enrique frente a la idea de viajar en el helicóptero. Como en un gigantesco rompecabezas, todas las piezas habían encajado con precisión en el lugar y en el momento adecuados.

Escuché al general. Me habló de mis hijos y me dio noticias de Mamá y de mi hermana.

—¿Mi familia ya ha sido enterada? —le pregunté.

—A la una de la tarde en punto hicimos el anuncio al mundo entero.

Luego, sin pensarlo, le pedí permiso de ir al baño. Se calló, mirándome con ternura. «Ya no tiene que pedir permiso», me susurró. Se levantó cortésmente, rogándome que le permitiera mostrarme el camino.

Me cambié de ropa y rehíce la trenza que recogía mi pelo, maravillada de tener un espejo de verdad frente a mí, una puerta que cerraba de verdad, y la idea de que nunca jamás tendría que pedir permiso a quien fuera para ir al baño, me hizo reír.

Pronto aterrizaríamos. Busqué entre mis compañeros y encontré a Marc en la parte delantera del aparato, sumido en su mutismo. Le hice una seña y fuimos a sentarnos en un rincón donde los puestos estaban desocupados. «Marc, quería decirte… Quiero que sepas que las cartas que no te devolví las había quemado». «No tiene ninguna importancia», me dijo, muy pasito, para hacerme callar. Nuestras manos se juntaron y cerró los ojos murmurando: «Somos libres». Cuando abrió de nuevo los ojos, me sorprendí a mí misma diciéndole: «Prométeme que cuando estés en tu vida, no me olvidarás». Me miró como si acabara de tomar señas para ubicarse en el cielo y me dijo, asintiendo con la cabeza: «Sabré dónde encontrarte».

El avión había hecho su arribo y el general Montoya recibió al ministro de Defensa, quien estaba aún a la entrada de la aeronave. Hacía muchos años que no veía a Juan Manuel Santos. Me abrazó afectuosamente y me dijo: «Colombia está de fiesta y Francia también. El presidente Sarkozy envía un avión. Sus hijos llegan mañana». Luego, sin darme tiempo a reaccionar, me tomó de la mano y me arrastró fuera del avión. Sobre el asfalto de la pista, un centenar de soldados nos gritaron vivas. Bajé la escalerilla en un sueño, dejándome abrazar por esos hombres y mujeres de uniforme como si necesitara de sus gestos, de sus voces y de sus olores para creerlo.

El ministro me pasó un teléfono celular: «Es su mamá», me dijo con orgullo. «Cuando uno lo cree, las palabras se vuelven realidad», pensé. ¡Había imaginado esa escena tantas veces! ¡Cuánto la había deseado y cuánto la había esperado!

—Aló, ¿Mamá?

—¿Astrid, eres tú?

—No, Mamá; soy yo, Ingrid.

La felicidad de Mamá fue tal como la había imaginado. Su voz estaba llena de luz y sus palabras eran una prolongación directa de las que le había escuchado al amanecer de ese mismo día en la radio. Nunca nos habíamos separado. Había vivido esos seis años y medio de cautiverio agarrada a la vida por el hilo de su voz.

Dejamos Tolemaida, una base militar a pocos minutos de la capital donde hicimos escala. En el trayecto a Bogotá, cerré los ojos en un ejercicio de meditación que me permitió repasar todo cuanto había vivido desde mi captura, como en una proyección a gran velocidad. Vi a toda mi familia como la había imaginado en todos esos años de separación. Tenía un miedo inexpresable, como si pudiera pasar que no los reconociera o que me rozaran sin verme. Papá, estaba casi más vivo que ellos para mí, o mejor dicho todos estaban tan lejos de mí como él. Tendría que resignarme a enterrarlo definitivamente, y ello me dolía aún más.

Me haría falta la mano de mi hermana para elaborar mi duelo, lo sabía: ¡cómo darlo por muerto ahora que yo regresaba a la vida! Me esperaba una empresa titánica. Tendría que encontrarme de nuevo, entre mis seres queridos, sabiéndome otra, casi una extraña ya para ellos. Mi mayor reto sería el no perder la conexión con mis hijos. Retomar el contacto con ellos, restaurar la confianza, nuestra complicidad, y volver a comenzar de cero acudiendo a nuestro pasado para restablecer los códigos de nuestro amor. Mi hijo era un niño cuando me capturaron. ¿Qué recuerdos podría conservar de la madre de su infancia? ¿Había lugar para mí en su vida de hombre? Y Melanie, ¿quién era Melanie? ¿Quién era esa joven mujer decidida y reflexiva que me exigía resistir? ¿Se sentiría defraudada por la mujer en que me había convertido? ¿Podría ella, podría yo, restablecer la intimidad que nos unía tan profundamente antes de mi desaparición? Papá tenía razón: lo más importante en la vida es la familia.

Este mundo nuevo, que ya no me interpelaba, no tenía sentido para mí sino en ellos y por ellos. En los años de agonía que acababa de dejar atrás, habían sido sin desmayo mi sol, mi luna y mis estrellas. Todos los días pude huir de aquel infierno verde llevada por el recuerdo ardiente de sus besos de niños, y para que no me secuestraran la memoria de nuestra felicidad pasada la oculté en las estrellas, cerca de la constelación del Cisne que le regalé a mi niña en broma el día en que nació. Despojada de todo, había prendido mi energía a la felicidad de oír la voz de mi hijo convertida en voz de hombre y, al igual que Penélope, había hecho y deshecho mi labor a la espera de ese gran día.

Unas horas más y los vería a todos. Mamá, mis hijos, mi hermana. ¿Les dolería verme tan gastada por el cautiverio? Respiré con los ojos cerrados. Sabía que nos habíamos transfigurado. Lo había notado al mirar a Willy, a Armando, a Arteaga. Lucían diferentes, como resplandeciendo desde adentro. Yo debía de verme igual. Mantuve los ojos cerrados por largo rato. Cuando los abrí de nuevo, sabía perfectamente lo que haría y diría al descender del avión. En mí no había impaciencia, ni miedo; tampoco exaltación. Todo cuanto había pensado en los interminables ciclos de campamentos y de marchas, temporada tras temporada, estaba maduro en mi corazón para ser expuesto.

La puerta se abrió. Sobre la pista estaba Mamá, intimidada por tanta felicidad, llevando sobre su rostro, como si hubiera querido ocultármelas, las marcas de sus años de sufrimiento. Me gustó su nueva fragilidad porque me resultaba familiar. Bajé lentamente los escalones del avión para tener tiempo de admirarla y de amarla mejor. Nos abrazamos con la energía de la victoria. Una victoria que sólo ella y yo comprendíamos, porque era la victoria sobre la desesperanza, el olvido, la resignación; una victoria tan solo sobre nosotras mismas.

Mis compañeros bajaron también del avión. Armando me tomó de la mano y me arrastró. Caminamos agarrándonos de los hombros, felices como niños avanzando entre nubes. Entonces sentí en un sobresalto que todo era nuevo, todo era denso y liviano a la vez y, en la luz que irradiaba, todo había desaparecido, todo había sido barrido, vaciado, limpiado. Acababa de nacer. No había en mí nada más sino el amor.

Caí de rodillas frente al mundo y di gracias al cielo de antemano por todo cuanto debía venir.

NOTA AL LECTOR

Cuando me senté a escribir este libro no sabía si lo haría en español o en francés. De hecho, cuando el tema surgió en las discusiones previas con mi editor, pensé que habría ciertos momentos en que me sentiría más cómoda expresándome en francés, aun cuando la mayoría de los relatos vendrían espontáneamente en español.

Pero desde la primera frase que escribí, el francés se me impuso. Pensé en un principio que esto se debía a que los años de colegio habían sido todos en francés y que probablemente tenía más instrumentos de expresión en ese idioma.

Hoy entiendo que la verdadera razón fue otra. Escribir este libro me obligó a sumergirme profunda e intensamente en mí misma y en mi pasado, trayendo desde ese fondo abismal, un caudal de emociones desbocadas.

El francés me dio la distancia necesaria y, por ende, el control, para poder comunicar lo que estaba sintiendo y lo que había vivido.

El título del libro vino naturalmente. Los versos de Pablo Neruda que me recitaba mi padre me habían acompañado, junto con su voz, constantemente durante el cautiverio. Cuando más cercana estuve de la muerte, fueron ellos, los que restablecieron el diálogo interior sin el cual hubiese perdido la conciencia de seguir viviendo.

No hay silencio que no termine es uno de los últimos versos del poema de Neruda titulado «Para todos».

AGRADECIMIENTO

A Susana Lea

Quien sostuvo incansablemente mi pluma y mi espíritu.

INGRID BETANCOURT nació en Bogotá, Colombia, en 1961. Su padre, Gabriel Betancourt, fundador de Icetex, fue ministro de Educación y subdirector de la Unesco. Su madre, Yolanda Pulecio, creó el Albergue Infantil de Bogotá, fue senadora y embajadora. Ingrid vivió en Francia, donde estudió Ciencias Políticas en el Instituto de Estudios Políticos de París. En 1989 regresó a Colombia para dedicarse a la política. Asesora de los ministros de Hacienda y de Comercio Exterior entre los años 1990 y 1994, fue elegida representante a la Cámara en 1994, creó el partido Oxígeno Verde en 1997 y fue elegida senadora en 1998 con una votación récord en su país. En 2002, siendo candidata presidencial de Colombia, fue secuestrada por la guerrilla de las FARC. Después de seis años y medio de cautiverio, en 2008 el ejército colombiano la rescató junto a otros catorce secuestrados durante la reconocida Operación Jaque. Tras su regreso a la libertad, Ingrid recibió la Legión de Honor francesa, fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2008, obtuvo el World Women’s Award 2009 y fue nominada al premio Nobel de la Paz. Ingrid Betancourt tiene dos hijos, Melanie y Lorenzo Delloye, entre quienes reparte su nueva vida.

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