Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Ese contacto cotidiano hizo que Asprilla quisiera abrirse un poco con Marc. Le contó que Enrique iba a separarnos en dos grupos y que formaríamos parte del mismo que Lucho. Esa noticia me llenó de esperanzas.
Pedí hablar con Lucho y con Marc. Asprilla me había aconsejado esperar con paciencia; no quería que Enrique se negara y decidiera prolongar mi aislamiento. Llegó un cargamento de cadenas. Las nuevas eran mucho más gruesas y pesadas que las de Pinchao. Fui la primera en estrenar el enorme candado al cuello y el otro, también descomunal, con que aseguraron mi cadena al árbol. Fui testigo de la angustia de mis compañeros norteamericanos cuando comprendieron que por primera vez también a ellos los encadenarían. Me enfermó ver esa enorme cadena en torno al cuello de Marc.
La carta de ese día era agitada. Me explicaba cómo hacer saltar la cerradura del candado oxidándola con sal, o cómo abrir el pestillo interno usando una pinza o un cortaúñas. Me explicó que debíamos permanecer cerca el uno del otro para poder huir en caso de operativo militar. Allí estábamos, desnudos frente al miedo a la muerte, pero ya no queríamos afrontarla sin el otro.
Cuando llegó el amanecer y hubo que alistarnos para dejar el campamento, empaqué de prisa mis objetos personales, impaciente por estar de nuevo cerca de Marc y de Lucho. Era un día esplendoroso, atípico de la temporada lluviosa. Estuve lista antes que los demás. Pero no había ningún afán. Sentada sobre mi tronco podrido, atada por el cuello, vi desfilar las horas lentamente, mientras que los sonidos provenientes del campamento de la guerrilla anunciaban su total desmantelamiento, lento y organizado. Un ruido de chatarra hueca golpeando sordo contra la orilla nos informó de la llegada del bongo. «No será una marcha», concluí, aliviada.
Promediaba la tarde cuando Lili, la compañera de Enrique, hizo su aparición. Me desconcertó su amabilidad. A la espera de la reunificación con mi grupo, bajé la guardia.
Se puso a hablar de una cosa y de otra, haciendo comentarios agradables sobre Lucho. Luego habló de los demás prisioneros y me preguntó por Marc. Algo en el tono de su voz encendió mis alarmas, pero no lograba identificar el peligro. Pensé antes de responderle que, en efecto, nos habíamos vuelto amigos. No esperó ni un segundo y se marchó sin siquiera despedirse. Cerré los ojos con la horrible sensación de haber caído en una trampa.
Entonces vi al viejo Erminson. Se acercó a mí con la frialdad de un verdugo y ensayó las llaves de un pesado manojo que sostenía con afectación en la otra mano, hasta encontrar la que abría mi candado. Sacó la llave del llavero y la esgrimió en señal de victoria, gritando a Asprilla y a Enrique que todo estaba listo.
Los guardias nos ordenaron echarnos los morrales a la espalda. Luego separaron a mis compañeros en dos grupos. El de Lucho y Marc fue llamado antes a embarcar, sin mí. «¡No, no puede ser verdad! ¡Señor, haz que no sea verdad!», rogué con todas mis fuerzas. Lucho se detuvo a abrazarme, lo que desató la furia de los guardias. Marc venía de último. Me tomó la mano y la apretó con fuerza. Lo vi alejarse con su equipo repleto de objetos inútiles y pensé que nuestra vida no valía nada.
Cuando el segundo grupo se puso en marcha, recibí la orden de seguirlo. Máximo estaba junto al bongo y me tomó del brazo para ayudarme a subir. Los busqué con los ojos. Estaban sentados al fondo de la cala; sus cabezas a duras penas sobrepasaban el nivel, de la rampa por la que yo me desplazaba. Enrique había hecho construir un muro de separación amontonando nuestros equipos, y me correspondió sentarme del otro lado, con el segundo grupo. Esperaba oír en cualquier momento la voz de Monster o de Asprilla indicándome que me sentara con los míos. Solamente oí la de Enrique, fría y cruel, dirigirse a mí como a un perro: «¡Chite! ¡Hágase al fondo, al otro lado; apúrese!».
Zamaidy estaba de guardia, el fusil en el brazo, mirándome bajar al hueco donde mis demás compañeros se disputaban ya los mejores lugares. Guardó un silencio obstinado en medio de los gritos y el alboroto de la tropa que embarcaba. La noche cayó al instante y el bongo se sacudió como un monstruo despertándose. El motor escupió al aire un humo azuloso y nauseabundo y el ronroneo de la maquina se impuso. Estábamos de nuevo en la pista lisa de las aguas del gran río. Una luna inmensa se elevaba en el cielo como el ojo de un cíclope.
Ya no tenía la menor duda. El destino se ensañaba conmigo, llevándose como una avalancha todo cuanto me era querido. No me quedaba mucho tiempo, íbamos a ser definitivamente separados. Marc se acercó al muro de morrales que nos dividía. También yo me acerqué y pasé una mano por encima con la esperanza de encontrar la suya. Zamaidy me miró: «Tienen algunas horas», me dijo, haciéndonos pantalla con el cuerpo. Sería la primera y última vez que nos tomábamos de la mano. Los demás dormían ya y el ruido del motor cubrió nuestras palabras.
«Cuéntame cómo es la casa de tus sueños», le pedí. «Mi casa es una vieja casa, de esas que hay en Nueva Inglaterra. Tiene dos grandes chimeneas en cada extremo y una escalera de madera que rechina cuando uno la sube. Está rodeada de árboles y de jardines. En mi jardín hay dos vacas. Una se llama «Ciclo», y la otra «Túnica» ». Sonreí. Jugaba con las sílabas de la primera palabra en español que yo había aportado a su vocabulario.
—Pero esa casa no será mi hogar mientras no la comparta con la persona que amo.
—Nunca había visto una noche tan hermosa y tan triste —dije.
—Pueden separarnos pero no nos pueden impedir pensar el uno en el otro —me respondió—. Un día seremos libres y tendremos otra noche como esta bajo esta misma fantástica luna. Será una noche hermosa y ya no será triste.
El bongo atracó pesadamente. El aire se había puesto pesado de golpe. Les dieron orden de desembarcar. Lucho se acercó: «No te preocupes, yo voy a cuidarlo y él me cuidará a mí —dijo, mirando a Marc—. ¡Pero prométeme que vas a aguantar!».
Nos abrazamos. Yo estaba desgarrada. Marc me tomó el rostro entre sus manos: «Hasta pronto», me dijo, posando un beso sobre mi mejilla.
31 de Agosto de 2007
Quedé sin fuerzas, petrificada en la nada, ausente del estrépito que me rodeaba. Los guerrilleros subían y bajaban equipos y bultos con provisiones. Esperé, de pie, a que el bongo se alejara. Necesitaba que la distancia adquiriera forma ante mis ojos. Pero la actividad cedió lugar a una calma más desesperante aun y comprendí, demasiado tarde, que nuestro grupo pasaría la noche en la cala. Con seguridad llovería. Miré los rostros cerrados de mis compañeros. Cada cual disponía sus cosas para marcar su territorio. El hombre que me había agredido se agitó en su rincón. «Enrique escogió bien», pensé. Del otro lado, en diagonal, quedaba una franja de espacio libre. William me miraba. Intentó sonreír y me hizo una seña. Me acurruqué en el espacio vacío que me mostró, encogiéndome.
«Tengo que dormir. Tengo que dormir», me repetí, hora tras hora, hasta el amanecer. «No podría sobrevivir a otra noche como ésta».
—¡Doctora! —llamó alguien cerca de mí.
¿Doctora? ¿Quién me llamaba así? Nadie desde hacía años, pues Enrique lo había prohibido. Yo era «Ingrid», la vieja, la cucha, la garza. Pero no Doctora.
—¡Doctora, pst!
—¡Doctora, vaya y dígale; está aquí, vaya a buscarlo! Él puede ponerla en el otro grupo.
Efectivamente, Enrique se había plantado en la proa. Atravesé la rampa a pesar mío. Ya me había visto. Todo su cuerpo se tensó, como una araña que siente a su presa forcejear en su tela. «Señor, voy a arrodillarme frente a este monstruo», pensé horrorizada. Él sabía. Fingió hablar con una guerrillera, duro y cortante, humillando a la muchacha. Me hizo esperar adrede, negándose a mirarme por varios minutos, tan largos que el bongo entero se quedó quieto, como si todos retuvieran el aliento para no perderse una sola palabra de lo que iba a ser dicho.
—¿Enrique?
No quiso darse vuelta.
—¿Enrique?
—¿Qué quiere?
—Tengo una petición que hacerle.
—No hay nada que pueda hacer por usted.
—Sí puede. Le pido que me cambie de grupo.
—Imposible.
—Para usted todo es posible. Usted manda aquí, usted es quien decide.
—No puedo.
—Aquí usted es un dios. Tiene todo el poder.
Enrique se infló y su mirada planeó sobre el mundo de los humanos. Desde allá arriba, satisfecho con su genialidad, dejó caer las palabras:
—El Secretariado es quien decide. Recibí una lista precisa, su nombre está en el grupo del comandante Chiqui.
Se refería a un hombrecito regordete de piel porcina y barba erizada.
—Le pido humildemente que tenga un poco de compasión hacia nosotros.
Respiraba a sus anchas convencido de ser el dueño del mundo.
—Se lo suplico, Enrique —repetía yo—. Es mi familia, la que se formó en esta selva, en este cautiverio, en este infierno. Recuerde las vueltas que da la vida. Trátenos como quisiera que lo trataran si alguna vez llega a estar preso.
—Nunca voy a estar preso —replicó con dureza—. Me mataría antes que dejarme coger. Y nunca me rebajaría a pedirle nada al enemigo.
—Yo sí lo hago. Mi dignidad no depende de ello. No me avergüenza suplicarle, aunque me cueste mucho. Pero fíjese, la fuerza del amor siempre es superior.
Enrique me miró con maldad, entornando los ojos, escudriñando en mí los abismos de su propia perfidia. De pronto fue consciente de que lo escuchaban y, como quien tira unos guantes sobre un mueble cualquiera, declaró con desprecio:
—Llevaré su solicitud ante los comandantes. Es todo lo que puedo hacer por usted.
Me dio la espalda y acarició la cabeza de la guerrillera que cubría la guardia. Saltó a tierra con el ruido seco de una guillotina cortando una nuca.
El bongo arrancó y el ruido del motor sacudió el cascarón vacío de mi cuerpo. Los caños se hicieron más y más angostos. Oswald y Pipiólo, armados de una motosierra, acometían los árboles inmensos que, creciendo horizontalmente, nos bloqueaban el camino. Todo estaba al revés.
Dos horas después el Chiqui, de pie sobre la proa, hizo señas para atracar.
Consolación, una indígena de larga trenza negra, acababa de rozarme el hombro con la mano. Me estremecí al abrir los ojos. La seguí, sintiendo el peso del morral sobre el espinazo. Frente a mí se empinaba una cuesta que comencé a escalar como las mulas, con los ojos clavados en el suelo. Me estrellé contra un compañero parado adelante de mí, antes de entender que allí mismo tenía que descargar.
Me desplomé contra un árbol joven, detrás de los demás, y me hundí en un limbo. Alguien me sacudió. Acababa de llegar la comida. La idea de comer me repugnó. Sentí que sería difícil moverme.
Empezaron a levantar el nuevo campamento. No había un árbol al que me pudieran encadenar. Tuvieron que clavar un poste grueso. «Ahora es el poste el que está encadenado a mí», pensé. Pipiólo, feliz, llegó con el manojo de llaves. Me habló con la cara pegada a la mía, escupiendo. Su olor era repugnante, hice una mueca. Pipiólo se vengó. Abrió mi candado y lo corrió varios eslabones, apretándome más la cadena en torno al cuello. Me costaba tragar.
«Quiere que le ruegue», pensé, esquivando su mirada. Se marchó. «No pedir nada, no desear nada». Los días no eran más que una sucesión de comidas. Me empeñaba en levantarme y estirar la olla, sobre todo para evitar los comentarios. Pero verla llena de arroz y pastas blanditas, aguadas, me producía unas náuseas crónicas que me daban por oleadas, siempre con el olor a comida pero también con el ruido del cambio de guardias o el del candado demasiado apretado al volverse a cerrar luego de una visita a los chontos.
Alguien me regaló un cuaderno escolar sin estrenar, con una ilustración pirateada de Blancanieves. Seguía escribiéndole a Marc pero ya no me divertía. Era incluso un tormento pues nunca había respuesta. Releía sus cartas, del paquete que jamás salía de mi bolsillo, para oír su voz. Esos eran los únicos momentos que aguardaba con alivio y trataba de postergarlos al máximo, hasta antes del atardecer, pues después sólo había un vacío infinito de horas negras.
«Hiberno», pensé, explicándome a mí misma mi inapetencia.
Los pantalones comenzaron a nadarme. Antes tenía que coserlos en la cintura. Ahora usaba los cinturones que había tejido para mis hijos. «Si no, se van a pudrir», me dije.
Una mañana me alarmó la cara de horror de un compañero que hacía la cola para presentar la olla. Me di la vuelta, esperando ver un monstruo detrás de mí. Pero era a mí a quien miraba fijamente.
Solamente tenía un pedazo de espejo roto, que ya ni utilizaba. Sólo podía verme a pedazos: un ojo, la nariz, un cuarto de mejilla, el cuello. Estaba verde, con unas ojeras moradas como anteojos y la piel marchita.
Con un palito hice un hueco al pie del poste para enterrar en él los mechones de pelo que todos los días recogía. Mi peinilla quedaba infaliblemente llena de greñas polvorientas que ocultaba para que el viento no las echara sobre mis vecinos. «Se quejarán. Dirán que soy sucia». No lo era. Con toda mi fuerza de voluntad me ponía los shorts húmedos y apestosos que llamábamos «vestido de baño» y que permanecían en estado de descomposición porque nunca llegaban a secarse del todo. Una baba transparente los recubría siempre. Además había que bajar la cuesta, y sobre todo volver a subirla, para ir al bañadero, cargar el timbo para traer agua y la ropa que incansablemente lavaba.
«Me volví gato», comprobé con estupor, recordando la acertada frase de mi abuela al contarme que nadie le había advertido sobre las transformaciones de la pubertad y que, asustada por los cambios de su cuerpo, había llegado a la conclusión de que la habían embrujado y se estaba convirtiendo en felino.
Mi propia mutación era menos espectacular. Había dado en odiar el contacto con el agua. Me metía en ella en el último momento, crispada, y salía temblorosa, morada, con el pelo adolorido como si una mano invisible se complaciera en jalármelo. Con las botas llenas de agua, las piernas y los brazos erizados, volvía a subir entre jadeos, esperando caer tiesa al siguiente paso.
Pasé meses refugiada en mi hamaca.
El campamento de Chiqui estuvo terminado en la primera semana de agosto de 2007. «Melanie va a cumplir veintidós». Esa frase encerraba todo el horror del mundo. Fui a los chontos y vomité sangre.
Bebía poco y no comía nada. Me aliviaba continuamente de un agua verde y babosa que me desgarraba el cuerpo, vomitaba sangre más por cansancio que por violencia y la piel se me cubrió de pústulas que me arrancaba al rascarlas.