Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Cuando empezó nuestro encierro, vi consternada cómo se organizaba este andamiaje de relaciones complejas. Los que habían tenido la presencia de espíritu para desempeñar sin ninguna vergüenza el papel de cortesanos, habían adquirido una especie de autoridad sobre nosotros, pues solo a través de ellos era posible obtener ciertas consideraciones que, en un momento dado, podrían parecemos indispensables.
Esta situación produjo muy pronto una grave e intensa división entre todos nosotros. Al principio parecía una simple molestia, pues al sentirse observados y juzgados por los otros, aquellos que habían optado por el servilismo hacían lo mejor posible para atender las necesidades de los demás. Todo el mundo encontraba su acomodo y, en el fondo, ninguno de nosotros podía estar seguro de que no terminaría actuando de la misma manera en algún momento.
La necesidad que sentíamos Lucho y yo de protegernos de nosotros mismos y de tratar de mantener la unión del grupo nos llevó a convocar a nuestros compañeros para escribir una carta de protesta dirigida a los miembros del Secretariado. Había muy pocas probabilidades de que nuestra misiva llegara finalmente a manos de Marulanda. Pero esperábamos abrir, de este modo, un canal para estar en contacto directo con los jefes, aunque solo fuera con Sombra. Era necesario sacar del circuito al recepcionista. Además, yo quería que hubiera una declaración escrita, un testimonio de nuestra protesta respecto al tratamiento al que nos tenían sometidos. No tenían ningún derecho a encerrarnos en un campo de concentración, mucho menos en nombre de su doctrina revolucionaria. Yo no quería que las Farc tuvieran la conciencia tranquila. Y temía que nosotros termináramos por acostumbrarnos también.
Hablamos largamente con Lucho sobre eso. Él también pensaba que alguno de nosotros sería liberado en poco tiempo y que era necesario escribirle una carta secreta a Uribe pidiéndole autorizar una operación militar para nuestra liberación. El creía que yo sería la primera en salir, gracias a las gestiones del gobierno francés.
Nos reunimos en conciliábulo al interior del alojamiento. Llovía a cántaros: nuestras voces no se alcanzaría a oír gracias al ruido de la lluvia cayendo en el techo de zinc. Los que tenían mayor contacto con el recepcionista temían que nuestra carta para el Secretariado fuera motivo de represalias. Sin embargo, sintiendo que podrían ser acusados de cobardía o de contemporizar con el enemigo, presentaban solo objeciones de forma y no de fondo.
El mensaje secreto para Uribe generó menos problemas. En principio, todo el mundo estaba dispuesto a firmarlo, tal vez considerando que no tenía ninguna posibilidad de llegar hasta su destinatario. Gloria fue la única que se abstuvo. Ella había sido secuestrada con sus dos hijos mayores y luego había sido brutalmente separada de ellos. No quería que su autorización para una operación militar de rescate pudiera poner en peligro la vida de sus hijos, que todavía estaban en manos de las Farc. Todos comprendimos sus motivaciones.
La redacción de la carta para el Secretariado nos tomó toda la tarde. Lucho, buen negociador, hacía de vínculo entre unos y otros, para agregar esto o quitar aquello, de tal manera que todos quedaran satisfechos. La lluvia paró y vi a uno de nuestros compañeros hablando a través de la malla con el «recepcionista». Me pareció ver en eso una actitud de delación, pero decidí no manifestar ninguna emoción que pudiera perjudicar la armonía del grupo.
Luego vi a esta misma persona hablar largamente con Clara. Cerca del atardecer, cuando todos estábamos listos para firmar la carta dirigida a los comandantes, Clara anunció que ella se negaba, porque no quería tener problemas con Sombra. No insistí. Los que no estaban totalmente convencidos de seguir adelante con nuestra acción de protesta afirmaron, aprovechando esta puerta de salida, que todos debíamos estar unidos y que si eso no ocurría ellos también se abstendrían.
La carta para el Secretariado fracasó. La carta para Uribe fue firmada en secreto por la mitad de nuestra joven colectividad, sin que lo supieran aquellos que se negaban. Los que habíamos ido hasta el final corríamos el riesgo de que la carta cayera en manos de las Farc y que fuéramos castigados. La división del grupo era ya un hecho. Me confiaron la misión de guardar la carta, cosa que hice durante muchos años, incluso después de que nos separaran y nos dispersaran en campamentos diferentes. Nadie la encontró jamás, a pesar de las incontables requisas. Yo la había doblado, envuelta en plástico, y la había cosido en la parte interior del refuerzo del codo de mi chaqueta. A veces la leía, siempre con un dolor en el corazón: en aquella época aún teníamos alientos para soñar.
Todavía mortificados por nuestro revés y por las fisuras que se presentaban en el grupo, nos despertamos con un sobresalto en la cárcel. Oímos ruido de motores. Acababan de llegar varias lanchas rápidas. Todos los guardias se habían puesto su uniforme de gala. Rogelio tenía un chaleco lleno de municiones y una boina de paracaidista adornada con el escudo de las Farc, que le cubría una oreja. ¡Se sentía tan orgulloso de sí mismo! No fue difícil sacarle la información. El Mono Jojoy venía a dar una vuelta.
Todos nos pusimos rápidamente de acuerdo sobre lo que deberíamos decirle cuando viniera a saludarnos, pensando que sería la oportunidad para expresarle la indignación consignada en nuestra famosa carta inacabada. Instalamos las hamacas en el patio, según la disposición que habíamos convenido, pues habíamos distribuido entre nosotros el espacio milimétricamente el día anterior, y empezamos a esperar al Mono Jojoy.
El espacio era quizá la única ventaja que los prisioneros de la barraca «militar» tenían sobre nosotros y que les envidiábamos. El día de nuestra llegada a la cárcel, los vi por primera vez. Acababa de intercambiar mis primeras palabras con Gloria. Me volteé, intrigada por un tintineo metálico y unos gritos agresivos que venían de atrás. Por un instante pensé que tal vez los guerrilleros estaban persiguiendo unos cerdos que se hubieran escapado, como los había visto hacer antes.
De los matorrales salieron unos cuarenta hombres vestidos con harapos, con el pelo largo, la cara barbada. Una gran cadena alrededor del cuello los amarraba a unos con otros. A su lado, caminando en fila india, los vigilaban unos guerrilleros armados. Los prisioneros llevaban a la espalda pesados morrales, además de enormes ollas viejas, colchonetas rotas enrolladas sobre la nuca, gallinas amarradas por la patas columpiándoseles de la cintura, pedazos de cartón, frascos de aceite vacíos suspendidos de correas, y unos radios remendados por todas partes que les colgaban del cuello como un yugo adicional. Parecían presidiarios llegando de Gorgona.
Yo no podía dar crédito a mis ojos. Varios guerrilleros giraban a su alrededor, gritándoles órdenes estúpidas para obligarlos a seguir caminando. Me era imposible dejar de mirar esa procesión aterradora, agarrada a los barrotes de la puerta metálica de la cárcel, asfixiada, con los ojos desorbitados, muda. Reconocí a Alan. Se volteó al verme y me sonrió con tristeza:
—Hola, Ingrid…
Los soldados se voltearon, uno a uno: —¡Es Ingrid! Es la doctora.
La marcha se detuvo. Algunos me saludaban de lejos con un gesto amistoso, otros levantaban el puño en señal de resistencia, otros me hacían preguntas atropelladas, a las que yo no podía responder. Los más osados se acercaban a la puerta para darme la mano a través de los barrotes. Yo los tocaba, con la esperanza de que el contacto con mis manos pudiera transmitirles ternura y serles reconfortante. Estos barbudos de la selva, perseguidos, torturados, tenían el coraje para sonreír, olvidarse de sí mismos, comportarse con una dignidad y un valor que merecían toda mi admiración. Su única respuesta digna era el desprendimiento de sí mismos.
Los guardias los insultaban y los amenazaban para que no nos hablaran más. Sin perder tiempo, los encerraron en la barraca construida junto a la nuestra. No los podíamos ver, pero sí los alcanzábamos a oír. De hecho, hubo conversaciones entre los dos grupos. Hablábamos en voz baja, pegando la boca a las ranuras que se formaban entre las tablas que daban al pasillo de la ronda de los guerrilleros. La comunicación entre las dos barracas estaba prohibida.
De este modo, supimos que Sombra había tenido la generosidad de concederles un espacio para hacer deporte, privilegio que nosotros no teníamos. En la inmensidad de esta selva, donde todo escaseaba, salvo el espacio, la guerrilla resolvió confinarnos en un lugar exiguo e insalubre que solo servía para propiciar la promiscuidad y la confrontación. Las escasas horas de convivencia que llevábamos ya habían puesto en evidencia las tensiones que nacían de la necesidad que tenía cada uno de defender su espacio.
Como en las comunidades primitivas, el espacio se convertía para nosotros en la propiedad esencial, cuyo valor fundamental consistía en reconfortar el amor propio herido. Aquel que tenía más espacio se sentía más importante.
Instalados en nuestras hamacas como en un puesto de observación, seguimos con la mirada al Mono Jojoy, que hacía su recorrido de propietario. Se mantenía a una buena distancia de las rejas; le dio la vuelta al cercado, de tal manera que nuestras voces no alcanzaran a llegarle, y evitó hacer contacto visual con nosotros. Si estuviera revisando su ganado se habría comportado exactamente de la misma manera. Luego desapareció.
Media hora después, por el ala norte de la cárcel, apareció un grupo de desconocidos. Tres hombres, dos rubios altos y un joven de pelo castaño oscuro, en shorts, con un morral ligero, vigilados por seis guerrilleros armados hasta los dientes, pasaron junto a las rejas. Avanzaban por el camino de tablas que la guerrilla acababa de terminar y que rodeaba toda la cárcel, siguiendo el alambrado de púas. Los tres hombres caminaban mirando al frente y continuaron así hasta llegar a la barraca de los militares.
—Hey, gringos! How are you? Do you speak English?
Los militares estaban encantados de poner en práctica sus nociones de inglés. Todos nos miramos desconcertados. ¡Claro! Estos eran los tres estadounidenses que habían sido secuestrados un año atrás y que también hacían parte del grupo para el intercambio.
Uno de nuestros compañeros, de los que estaban en los secretos con Rogelio, dijo con tono de conocedor:
—Sí, son los gringos. Van a ponerlos aquí con nosotros.
—¿Aquí?
—No sé. Donde los militares o con nosotros. Yo creo que va a ser con nosotros.
—¿Pero cómo? ¡Acá ya no hay espacio!
Mi compañero me miró con mala cara. Luego, como si hubiera encontrado con qué hacerme daño, embistió con una voz lenta:
—Son prisioneros como nosotros. A ti te recibimos bien cuando llegaste. Tienes que hacer lo mismo con los otros.
Me sentí regañada. Por supuesto que debíamos acogerlos de la mejor manera posible.
8 de Noviembre de 2003
La puerta metálica se abrió y los tres estadounidenses entraron, con la mandíbula crispada y la mirada inquieta. Nos dimos la mano, nos presentamos e hicimos lugar para que los recién llegados se pudieran sentar. El compañero que me había sermoneado los cogió por su cuenta y les mostró las instalaciones. Todo el mundo empezó a especular sobre lo que haría la guerrilla. La respuesta nos llegó una hora después.
Brian, uno de los guerrilleros más fornidos del grupo, apareció con la dichosa motosierra al hombro. Lo seguían otros dos hombres, que llevaban unas tablas de madera y unas vigas burdamente talladas. Nos pidieron que retiráramos todas nuestras cosas del alojamiento y que nos saliéramos. En pocos minutos, le cortaron la base a uno de los camarotes y lo pusieron a un lado, junto a la malla de acero bajo el hueco que hacía las veces de ventana. En el espacio que quedaba, para sorpresa nuestra, lograron empotrar un nuevo camarote, entre los otros dos, con el espacio apenas suficiente para acceder por un costado, todos mirábamos la maniobra sin decir una sola palabra. La cárcel quedó de nuevo cubierta con un aserrín rojizo que se metía por las narices. Brian se volteó y me miró a mí, bañado en sudor:
—Bueno, ¿cuál es la ventana que quieren que les abra?
Yo estaba sorprendida. Creí que a Sombra se le había olvidado nuestra petición.
—Me parece que toca abrirla aquí —respondí, tratando de recobrar la compostura.
Dibujé con el dedo un gran rectángulo imaginario en la pared de madera que daba a nuestro patio interior. Keith, uno de los nuevos, que había entrado de primero en la cárcel, murmuró algo detrás de mí. No parecía contento con el proyecto y refunfuñaba en su rincón. Uno de nuestros compañeros trató de calmarlo, pero la comunicación no era fácil, pues no hablaba bien español. Estaba dando a entender que quería que la pared se quedara tal cual. Le daba miedo que hiciera frío de noche.
—¡A ver! ¡Pónganse de acuerdo! —ladró Brian.
—¡Ábrala, ábrala! —exclamaron los otros, preocupados de que Brian diera media vuelta y nos dejara ahí plantados.
El incidente dejó flotando una molestia en el aire. Keith vino a hablarme después, con la intención de limar asperezas. Se dirigió a mí en inglés:
—¿Sabe que cuando a usted la secuestraron a nosotros nos asignaron la misión de buscarla? Sobrevolamos la región durante varios días. ¡Quién creyera que la íbamos a encontrar, pero de esta manera!
Me estaba enterando de algo nuevo. No sabía que la embajada estadounidense hubiera contribuido a mi búsqueda. Empezamos a hablar con cierta animación. Le conté que a Joaquín Gómez le encantaba jactarse de que las Farc habían derribado su avión.
—Eso es totalmente falso. No nos derribaron. Tuvimos una falla en el motor. Eso es todo.
Luego, como quien hace una confesión, me dijo acercándose a mi oreja:
—De hecho, ellos tienen mucha suerte, porque nosotros somos los únicos prisioneros que verdaderamente pesamos aquí, nosotros tres y usted. ¡Somos las joyas de la Corona!
Me quedé callada. Me perturbó oír esta reflexión. Le respondí, sopesando mis palabras:
—Todos somos secuestrados. Todos somos iguales.
El rostro del hombre se transformó. Me miró irritado. Lo tomó a mal, como una reprimenda. Sin embargo, yo no tenía la intención de sermonear a nadie. Le sonreí y agregué:
—Tiene que contarme su historia en detalle. Me interesa mucho saber lo que han vivido hasta ahora.
Lucho estaba detrás de mí. No lo había sentido llegar. Me agarró del brazo y hasta ahí llegó la conversación. Íbamos a comenzar a construir los estantes. Orlando había conseguido martillo y puntillas. Debíamos trabajar rápido, pues solo nos habían prestado las herramientas hasta el final de la tarde. Así, pues, empezamos la labor.