Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Con la misma emoción, Luis Eladio fue a abrazar a Clara.
—¿Tú eres Clarita?
Ella le tendió la mano y, sin moverse, le respondió:
—Dígame Clara, por favor.
Luis Eladio se sentó con nosotras en el plástico negro, un poco desconcertado. Buscó en mi mirada alguna respuesta. Yo le respondí con una sonrisa.
Comenzó a hablarme y lo hizo durante horas y horas, que se transformaron en días, y luego en semanas enteras de un monólogo inagotable. Quería contármelo todo. El horror de esos dos años de confinamiento en un silencio estricto (el comandante lo tenía entre ojos y le había prohibido a la tropa dirigirle la palabra o responderle). La maldad del guerrillero que mató a machetazos un perrito que Luis Eladio había recogido y adoptado. El miedo de terminar sus días en la selva, lejos de su hija, Carope, que él adoraba y cuyo cumpleaños era precisamente ese día, 22 de agosto, día de nuestro encuentro en las orillas del Yarí. La enfermedad, pues era diabético y dependía de las inyecciones de insulina que no recibía desde su captura, temiendo en cada instante caer víctima de un coma diabético que lo mataría de manera fulminante o, peor, que le quemaría el cerebro y lo dejaría como un vegetal por el resto de sus días. La inquietud ante las necesidades de su familia, que, a causa de su ausencia, había perdido los recursos financieros para llevar una vida normal. La angustia de no estar ahí para guiar a su hijo, Sergio, en sus estudios y la escogencia de su carrera. La tristeza de no estar en el lecho de enferma de su madre, ya mayor, que podía morir estando él ausente. El remordimiento que le producía no haber estado más presente en su hogar, sino absorbido por su trabajo y su compromiso político. El sentimiento de impotencia que lo obsesionaba por haber caído en una emboscada y haber sido secuestrado por las Farc Me lo contó todo sin parar, bajo la presión de una soledad que había aborrecido.
Bajamos por el río, calcinados por el sol implacable del mediodía, hasta el atardecer. Durante toda la travesía no pronuncié palabra. Estábamos sentados juntos y yo lo escuchaba, consciente de la necesidad vital que tenía de desahogarse. Nos habíamos tomado instintivamente de la mano: él para transmitirme mejor la intensidad de sus emociones; yo para darle el valor de continuar. Yo lloraba cuando él lloraba, me llenaba de indignación cuando describía la crueldad de la que había sido víctima y me reía con él hasta las lágrimas, pues Luis Eladio tenía esa capacidad extraordinaria de convertir en motivo de risa los momentos más trágicos de la ignominia que padecíamos.
Instantáneamente nos volvimos inseparables. Aquella primera noche, seguimos hablando hasta que el guardia nos mandó callar. Al día siguiente, por la mañana, nos levantamos felices de poder abrazarnos de nuevo, y fuimos a sentarnos tomados de la mano en la lancha de motor. Poco nos importaba el lugar adonde íbamos. Muy pronto, se convirtió en «Lucho» para mí, luego «mi Lucho» y finalmente mi «Luchini». Definitivamente, lo había adoptado sintiendo el alivio que le producía mi presencia me daba una poderosa razón para vivir o, mejor, le daba un sentido a este destino que yo no había escogido.
Al cabo de varios días de navegación, llegamos a una playa, de donde salía una carretera en gravilla bastante bien mantenida. Allí nos esperaba un camión cuya parte posterior estaba cubierta con una carpa. No nos hicimos rogar para subir, contentos de estar juntos para seguir hablando.
—Oye, yo sé que me vas a decir que no, porque debes creer que yo soy un político de esos que no te gustan, pero si algún día salimos de aquí, de verdad me encantaría poder hacer política contigo.
Eso me conmovió más que todo. Yo no estaba en mi mejor momento: sucia, maloliente, vestida de harapos llenos de barro, avergonzada de verme tan vieja, fea, reducida a tan poca cosa. Que Lucho viera en mí a esa mujer que había sido antes, sí, me conmovía mucho.
Agaché la cabeza para no dejar ver la emoción y traté de sonreír para darme tiempo de responder.
Para sacarme de mi apuro, Lucho agregó:
—Pero eso sí, te advierto que tienes que cambiarle el nombre a tu partido: ¡Oxigene Verde es pedirme demasiado! ¡No quiero volver a ver verde en mi vida!
Todo el mundo soltó la carcajada. Los guerrilleros, que lo habían oído todo, aplaudían. Clara también se reía de buena gana. Yo estaba doblada en dos. Era una delicia poder reírse. Lo miré. Por primera vez, detrás de su barba blanca, detrás de sus ojos brillantes, lo reconocí. Lo vi sentado detrás de mí en el hemiciclo del Senado, saludándome con picardía, después de haberle lanzado una bolita de papel a la nuca de su colega del frente, que se volteaba a mirarlo, exasperado. Siempre me había hecho reír, a pesar de que invariablemente había tratado de mantenerme seria, por respeto a nuestra investidura. Detrás de su máscara de presidiario, acababa de redescubrirlo.
El camión se detuvo varias horas más tarde, en medio de esta carretera trazada en el corazón de la selva virgen. A la izquierda, entre los árboles, se alcanzaba a adivinar otro campamento de las Farc. Nos hicieron bajar. Mi compañera y yo llevábamos nuestros efectos personales metidos en unos costales de papas. Lucho, por su parte, ya había pasado a un nivel superior y llevaba un morral farquiano, en tela impermeable verde, de forma rectangular, con una gran cantidad de correas a los lados en las que se podía colgar de todo, incluidos la olla, el plástico negro, la carpa enrollada y el resto. Estaba equipado como un guerrillero.
Un hombre de aspecto tosco, parado a un costado de la carretera, con las piernas separadas, se golpeaba con un gesto impaciente su muslo fuerte con la parte plana de su machete. Tenía el pelo muy negro y brillante, la mirada fría y penetrante y un bigote al que le hacía compañía una barba de tres días. Sudaba por todas partes y se notaba que acababa de terminar una intensa actividad física.
Nos dirigió la palabra con rudeza:
—¡Ustedes! ¡Acérquense! Yo soy su nuevo comandante. Ahora están bajo la responsabilidad del Bloque Oriental. Métanse allá y esperen.
Nos hizo pasar por la barrera de árboles que tapaban a medias el campamento. Era un auténtico hormiguero. Debía de haber un montón de gente, pues vi caletas por todas partes, así como hombres y mujeres ocupados instalando sus carpas a toda velocidad, sin duda para estar listos antes de que cayera la noche.
Nos miramos con Lucho e instintivamente nos tomamos de la mano.
—No debe ser un tipo muy tratable, «nuestro comandante»…
—Tiene pura cara de asesino —me susurró Lucho—. Pero no te preocupes. Aquí hay que desconfiar de los que parecen buena gente. No de los otros.
El comandante vino a buscarnos y nosotros lo seguimos con prudencia. Diez metros más allá, vimos tres caletas en fila, que acababan de terminar. La savia de los troncos cuidadosamente descortezados todavía exudaba. Algunos hombres trabajaban con prisa para terminar una gran mesa, con un banco a cada lado.
—Ustedes se instalan aquí. Los chontos están allá atrás. Ahora es muy tarde para el baño, pero mañana por la mañana les mando a la recepcionista para que les indique dónde bañarse. Voy a ordenar que les traigan comida. Si necesitan algo, me mandan llamar. Mi nombre es Giovanni. Buenas noches.
El hombre se fue y nos dejó a dos guardias en cada esquina del rectángulo imaginario por donde teníamos permiso de movernos.
—Guardia, ¿para ir a los chontos? —pregunté.
—Por allá, siga el camino, detrás de la enramada de palmas. Tenga cuidado, que hay tigres.
—Sí, tigres, y tiranosaurios también.
El guardia ahogó una risa y Lucho me miró feliz. ¿Qué necesidad tenían de estar siempre metiéndonos miedo?
Nos instalamos para pasar esa noche, con la esperanza de que ya estábamos en el punto de encuentro con los emisarios. Observé a Lucho desempacar sus cosas, y él también me miraba de reojo. Tenía una cobija de lana de cuadros escoceses que me pareció envidiable. Yo tenía una pequeña colchoneta recubierta de tela impermeable que podía doblarse en tres y que a Lucho parecía interesarle. Nos sonreímos:
—¿Quieres que te preste mi colchoneta? —susurré.
—¿Pero cómo vas a dormir?
—Por mí no hay problema. Me pusieron unas palmas en la caleta. Con eso basta.
—¿Quieres que te preste una cobija?
—Tengo mi chaqueta —le respondí sin convicción.
—Es que yo tengo dos cobijas. Además, me conviene que la cojas. Con eso, tengo menos que cargar.
Quedé contenta con nuestro intercambio, y se veía que él también.
Nos habían prestado linternas a cada uno. Para nosotras era un lujo. Le pedí permiso al guerrillero que estaba de guardia para ir a sentarme con Lucho en la mesa y accedió. Ya estaba completamente oscuro y era un momento privilegiado para confesarse.
—¿Tú qué crees? —me preguntó en voz baja.
—Yo creo que nos van a liberar…
—Yo no creo. A mí lo que me dijeron fue que nos iban a llevar a otro campamento, con los demás prisioneros.
Los guardias nos dejaron hablar sin interrumpirnos. El clima era agradable, con una brisa que agitaba las hojas de los árboles. Era un verdadero placer escuchar a este hombre. Todo lo que decía me parecía estructurado y bien pensado. Su presencia me producía un gran bienestar. Era una especie de terapia poder compartir con otra persona todas las ideas que bullían en mi cabeza. No me había dado cuenta de hasta qué punto me hacía falta tener otra persona para confesarme.
El despertar al alba fue alegrado de manera imprevista por una rubia bonita que se presentó como nuestra recepcionista. Lucho se había despertado de muy buen humor y la bombardeó de piropos. La muchacha le respondía muy desenvuelta, yendo cada vez más lejos en el tono picante de los comentarios. Todo el mundo se reía, pero estaban rayando ya con lo salido de tono. Lucho no podía adivinar que ella era la «socia» del comandante.
Cuando Giovanni vino a vernos al terminar el día, era otra persona: se veía relajado y amable. Nos saludó de mano y nos invitó a acompañarlo a la mesa. «Su mujer nos palanqueó», pensaba yo mientras lo miraba. Era un buen conversador. Se quedó contándonos su vida hasta tarde.
—Un día estábamos en plena batalla. Teníamos a los para-militares a treinta metros y había bala por todas partes. Teníamos muchas bajas de ambos lados. En un momento dado, yo me estaba arrastrando para acercarme a la línea enemiga y recibí un mensaje por radio de uno de mis muchachos. Estaba cagado del susto. Yo estaba ahí, tirado en el suelo, con las balas silbándome por las orejas, y trataba de hablarle lo mejor que podía, como a un hijo, para que avanzara hacia el enemigo como yo, para darle valor. ¿Se imagina la escena? ¡Yo estoy con la radio en la boca y veo al enemigo! Él no me ha visto, lo tengo al frente, ¡y también está hablando por radio! Me acerco despacito, como una culebra, él no me siente venir, ¡y qué sorpresa! ¡Resulta que lo oigo hablar y está hablando conmigo! ¡Terrible! Yo creía que estaba hablando con uno de mis muchachos y él creía que estaba hablando con el jefe de él. ¡Pero estaba hablando era conmigo, el huevón! Ahora lo tenía al frente y me tocaba matarlo. Me dejó jodido. Yo no lo podía matar. Era un niño, ¿me entiende? Ya no era el enemigo para mí. Entonces lo agarré a patadas, le cogí el fusil y le ordené largarse. ¡El idiota se salvó por un pelo! Si está vivo, todavía se debe acordar.
Giovanni era muy joven. No llegaba a los treinta años. Era un muchacho muy rápido, inteligente, con un gran sentido del humor y dotado de un don innato para mandar. En la tropa lo adoraban. Yo observaba su comportamiento con interés. Era muy diferente de Andrés. Confiaba en su gente, pero exigía y controlaba. Delegaba con mayor facilidad que Andrés y, por tanto, sus muchachos se sentían valorados.
Con este grupo, no tenía la sensación de ser espiada. Desde luego que había vigilancia, pero la actitud de los guardias era diferente. También entre ellos el ambiente era mejor. No percibía la desconfianza que había visto antes. Ellos no se sentían vigilados por sus camaradas. Todo el mundo respiraba un aire menos cargado bajo la autoridad de este joven comandante.
Giovanni había adoptado la costumbre de venir todas las tardes a participar con nosotros en un juego que Lucho había adaptado y que consistía en hacer avanzar en un tablero fríjoles, lentejas y garbanzos (que eran los peones), y alinearlos de tal forma que se eliminara a los adversarios a su paso. Yo nunca lograba ganar. El verdadero duelo comenzaba cuando quedaban frente a frente Lucho y Giovanni. Era un espectáculo digno de verse. Se fustigaban con comentarios cáusticos, en los que se reflejaban todos los prejuicios políticos y sociales que venían como anillo al dedo para atacar al otro. Era para morirse de la risa. La tropa venía a ver el partido, como quien va a un espectáculo.
La compañía de Giovanni se nos volvió agradable y familiar. Le preguntamos abiertamente si pensaba que íbamos a ser liberados y él nos respondió que creía que sí. Decía que eso podía tomar algunas semanas, porque había que afinar «los últimos detalles», y que el asunto dependía exclusivamente del Secretariado. Pero afirmaba francamente que debíamos prepararnos para la liberación. Ese se convirtió en el tema principal de nuestras conversaciones.
Al poco tiempo, nos aprendimos los nombres de todos los guerrilleros del grupo. Había unos treinta. Giovanni había hecho todo lo posible para integrarnos, e incluso nos había invitado al «aula» para las actividades nocturnas que solían desarrollar. Eso me sorprendió mucho, pues, en el anterior campamento, Andrés tenía estrictamente prohibido que oyéramos, así fuera de lejos, lo que decían. Era una hora de esparcimiento para que los jóvenes se divirtieran jugando por equipos. Había que cantar, inventar consignas revolucionarias, adivinar enigmas, etc. Todo ocurría en un ambiente amable.
Una noche, a la salida del aula, uno de los guerrilleros me abordó:
—Dentro de unos días la van a liberar. ¿Qué va a decir sobre nosotros?
Lo miré sorprendida. Luego, tratando de sonreír, le dije:
—Voy a contar lo que vi.
La pregunta me dejó un regusto amargo. Asimismo, dudaba de que mi respuesta hubiera sido la más acertada.
Estábamos tomándonos la colada de la mañana cuando oí un ruido de motores. Le hice una señal a Lucho para que mirara.
Se vivía una gran agitación, y antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, Jorge Briceño, alias «Mono Jojoy», tal vez el más conocido de los jefes de las Farc después de Marulanda, hizo su aparición. Por poco escupo mi bebida. El jefe guerrillero avanzaba lentamente, con su mirada de águila. Al ver a Lucho, se abalanzó sobre él y le dio un abrazo asfixiante.