No hay silencio que no termine (27 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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—No tengo ningún mensaje que mandar. Gracias de todas maneras, —giré sobre mis talones y entré a la jaula, seguida de Clara, que me agarró del brazo, furiosa con mi respuesta.

—Mira, si quieres hacerlo, hazlo. No me necesitas a mí para mandarle un mensaje a tu familia. Además, deberías hacerlo. Estaría muy bien que lo hicieras.

Clara no me soltaba. Insistía en saber por qué me negaba a mandar una prueba de supervivencia.

—Es muy sencillo. Ellos me tienen prisionera. Listo. No puedo hacer nada al respecto. Lo que no admito es que, además, se apropien de mi voz y mis pensamientos. No se me ha olvidado el tratamiento que nos dieron la última vez. De los veinte minutos que grabamos, mandaron diez y escogieron arbitrariamente lo que les convenía. Además, Raúl Reyes hace declaraciones hablando en mi lugar. Eso es inadmisible. Yo no me voy a prestar a esa farsa. Al cabo de una larga pausa, Clara le dijo a la morena alta: —Yo tampoco tengo ningún mensaje que mandar.

Algunos días más tarde, Andrés llegó por la mañana, muy exaltado.

—Una persona de su familia quiere hablarle por radio.

Jamás creí que eso pudiera ser posible. Habían instalado una mesa con el aparato de radio bajo un andamio sofisticado de grandes cables, dispuestos en pirámide. El radiotecnista, un joven guerrillero rubio de ojos claros a quien llamaban «Camaleón», repitió una serie de códigos y cambió las frecuencias.

Al cabo de una hora, me pasaron el micrófono.

—¡Hable! —dijo Camaleón. Yo no sabía qué decir.

—¿Sí, aló?

—¿Ingrid?

—Sí.

—Bueno, Ingrid. Vamos a ponerla en contacto con una persona importante que le va a hablar. Usted no va a escuchar la voz de esa persona. Nosotros le vamos a repetir las preguntas y le transmitimos sus respuestas.

—Adelante.

—Para verificar su identidad, la persona quiere que usted le dé el nombre de su amiga de infancia que vive en Haití.

—Quiero saber quién es mi interlocutor. ¿Quién me hace esa pregunta?

—Es una persona relacionada con Francia.

—¿Quién?

—No le puedo responder.

—Ah, bueno, pues entonces yo tampoco respondo.

Me sentí manipulada. ¿Por qué me negaban la posibilidad de conocer la identidad de mi interlocutor? ¿Qué tal si todo era un montaje para obtener información que utilizarían después contra nosotros? Durante algunos minutos, había creído en la posibilidad de escuchar la voz de Mamá, o de Melanie, o de Lorenzo…

20
UNA VISITA DE JOAQUÍN GÓMEZ

Algunas semanas más tarde, cuando estaba comenzando mi cuarta correa —pues me había hecho el propósito de tejerle una a cada miembro de mi familia—, oí un ruido de motor que anunciaba la llegada de las provisiones. La desbandada que se produjo en el campamento, en que cada guerrillero buscaba arreglarse, ponerse el uniforme, peinarse, me hizo deducir que con las provisiones llegaba también un pez gordo.

Era Joaquín Gómez, jefe del Bloque Sur, miembro adjunto del Secretariado, la autoridad más importante de la organización que estos muchachos habían visto jamás. Había nacido en la región de la Guajira, y tenía la piel morena, propia de los indios wayuu de la costa norte de Colombia.

Cruzó el campamento a grandes zancadas, con la espalda encorvada, como quien carga pesadas responsabilidades, y me abrió los brazos mientras caminaba, antes de darme un abrazo prolongado, como si fuera una vieja amiga.

Me sentí extrañamente conmovida de verlo. La última vez, nos habíamos encontrado con ocasión del debate televisado de los candidatos presidenciales, en presencia de los negociadores del gobierno y miembros de las Farc, durante el proceso de paz de Pastrana, justamente en San Vicente del Caguán, quince días antes de mi secuestro. De todos los miembros del Secretariado, él era el que yo prefería. Siempre se mostraba relajado, sonriente, afable, incluso gracioso, alejado de esa actitud sectaria y huraña de uso entre los comunistas colombianos de línea estaliniana a la cual se plegaban las Farc.

Hizo traer unas sillas y se sentó conmigo detrás de la jaula, a la sombra de una ceiba inmensa. Sacó del bolsillo, a hurtadillas, una caja de marañones y me la puso en las manos como si nada, sabiendo que estaría complacida. Se rio de mi alegría y, como para impresionarme todavía más, me preguntó si me gustaba el vodka. Aunque no me hubiera gustado, habría dicho que sí: en la selva no se rechaza nada. Gómez dio instrucciones para que fueran a escarbar en su equipaje, y al cabo de unos minutos tuve en las manos un vodka Absolut de limón. Era un comienzo de conversación prometedor. Me lo tomé con moderación, pues desconfiaba de los efectos que podría tener el alcohol en un organismo desnutrido.

—¿Cómo le va? —me encogí de hombros, a pesar de mí misma. Me habría gustado ser más cortés, pero me parecía que no valía la pena responder ante lo evidente—. Quiero que me lo cuente todo —dijo, sabiendo que yo me contenía.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar aquí?

—Me voy pasado mañana. Quiero tener tiempo de dejar arregladas algunas cosas en el campamento, pero sobre todo quiero que hablemos.

Nos pusimos a la tarea de inmediato. Él quería entender por qué Francia se interesaba por mí y por qué la ONU deseaba intervenir en la negociación para nuestra liberación.

—De todas maneras, nosotros no vamos a hacer nada con la ONU. Esos son agentes de los gringos.

Su comentario me sorprendió. No sabía nada de la ONU.

—A ustedes les conviene aceptar los buenos oficios de la ONU. Es un aliado indispensable en un proceso de paz.

Él soltó la carcajada y replicó:

—¡Esos son unos espías! Lo mismo que los gringos que acabamos de agarrar.

—¿Quiénes son ellos? ¿Usted los ha visto? ¿Cómo están?

Yo había oído la noticia por radio. Tres estadounidenses que sobrevolaban un campamento de las Farc habían sido capturados y convertidos en rehenes algunos días antes.

—Están muy bien. Son grandes y fuertes. ¡Una temporada con nosotros les va a sentar muy bien! El camarada Jorge puso a que los vigilaran los hombres más bajitos que tenemos en nuestras filas. ¡Una lección de humildad para recordarles que el tamaño no es proporcional a la valentía!

Soltó una carcajada. Había en sus frases un sarcasmo que me dolía. Yo sabía que esos hombres sufrían. Joaquín debió de sentir mi prevención, pues agregó—: De todas maneras, es bueno para todo el mundo si los gringos le hacen presión a Uribe para que los liberen. Así, usted está libre más rápido.

—Se equivocaron conmigo. Ustedes le están haciendo un favor a los que me consideraban una molestia para el sistema. El establecimiento no va a mover ni un dedo para sacarme de aquí.

Joaquín me miró largo rato, con una melancolía que me hizo apiadarme de mi propia suerte. Me puse a tiritar a pesar del calor.

—Venga. ¡Vamos a dar una pequeña caminata peripatética!

Me tomó por los hombros y me llevó a un lado de la pista para trotar, riéndose con picardía.

—¿De dónde saca eso? ¡Peripatética! —pregunté, incrédula.

—¿Qué? ¿Creyó que yo era un iletrado? Mijita, yo me leí todos los clásicos rusos. ¡Recuerde que estudié en La Lumumba!

—Ah, bueno, tovarich. Entonces démosle gracias a Aristóteles, porque realmente tengo ganas de hablar de todo con usted. ¡Pero con sus guardias alrededor es imposible!

Nos alejamos tranquilamente, siguiendo el camino arenoso de la pista atlética.

Caminamos durante horas, dando vueltas y vueltas en la misma pista, hasta el atardecer. Le conté todo. Todo lo que habíamos padecido en las manos de estos hombres insensibles y demasiadas veces crueles: las humillaciones constantes, el desprecio, los castigos estúpidos, el acoso, la envidia, el odio, el machismo, esos detalles cotidianos que envenenaban mi vida; las prohibiciones cada vez más numerosas de Andrés, la falta de comunicación e información en la que vivíamos, los abusos, la violencia, la mezquindad, la mentira.

Le narré, incluso, los detalles triviales, como la historia de los huevos de ese gallinero que mandó construir Andrés, para mortificarnos, frente a nuestra jaula. Todos los días comían huevo y el olor llegaba de la rancha hasta nosotras todas las mañanas, sin que nunca hubiese para nosotras. Le conté todo, o casi. Pues me resultaba sencillamente imposible evocarlo todo.

—Ingrid, voy a hacer lo posible para mejorarle las condiciones de vida. Le doy mi palabra. Pero, ahora, tiene que decirme sinceramente por qué se niega a grabar una prueba de supervivencia.

Joaquín Gómez vino a buscarme a la jaula a la mañana siguiente. Había dado la orden de matar unas gallinas y en la rancha estaban preparando un sancocho con ellas, lo que me hizo salivar toda la mañana. Querían que almorzáramos todos juntos, con Fabián Ramírez, su lugarteniente. A él lo había visto muy poco, pues se había ocupado exclusivamente de Clara. Lo conocí cuando hablé con Manuel Marulanda antes de mi secuestro. Era un joven de estatura mediana, rubio, con una piel muy blanca que, a todas luces, lo hacía sufrir, pues debía exponerse continuamente al sol implacable de la región. Eso me permitió deducir que no debía de vivir bajo los árboles, como nosotros, y que debía de pasar buena parte del tiempo desplazándose en lancha por los incontables ríos de la Amazonia.

Cuando Joaquín vino a verme, parecía preocupado.

—¿Su compañera le habló de la petición que nos presentó? No sabía en absoluto a qué se refería. De hecho, Clara y yo nos comunicábamos muy poco.

—No, no estoy enterada. ¿De qué se trata?

—Vea, es algo delicado. Ella reivindica sus derechos como mujer, habla de su reloj biológico, dice que no le queda mucho tiempo para convertirse en madre. Mejor dicho, yo creo que tenemos que hablar de eso antes de transmitirle su petición al Secretariado.

—Joaquín, yo le agradezco su gestión. Y quiero ser muy clara al respecto: no tengo ninguna opinión que dar. Clara es una mujer adulta. Su vida privada es exclusivamente asunto de ella.

—Bueno, si usted cree que no tiene nada que decir, se lo respeto. Pero yo quiero que ella repita delante de nosotros lo que le dijo a Fabián. Hágame el favor de acompañarme.

Nos instalamos delante de una mesa y Fabián se fue a buscar a Clara, que estaba en la jaula. Se sentó a mi lado, frente a Fabián y a Joaquín. Palabra por palabra, repitió lo que Joaquín me había anunciado. Era claro que Joaquín estaba muy interesado, no solamente en que yo estuviera informada, sino que hiciera las veces de testigo.

La petición de Clara me dejó perpleja. Decidí que tenía la responsabilidad de hablar con ella. Me preguntaba cuál habría sido el consejo de mi padre si hubiera podido consultarlo. Me esforzaba por hablarle de la manera más sincera posible, haciendo tabla rasa de todas las dificultades por las que habíamos pasado durante nuestra vida cotidiana, a fin de aportarle una reflexión desinteresada que la ayudara a sopesar correctamente las consecuencias de su petición. Las dos estábamos abocadas a un destino espantoso. Cada una por su lado había echado mano de los recursos psicológicos de los que disponía para seguir viviendo.

Yo acudía a una reserva enorme de recuerdos, dando gracias por la inmensa felicidad que había acumulado durante años, y por la fuerza que me daba la existencia de mis hijos. Sabía que jamás renunciaría a mi lucha por regresar viva a casa, porque ellos me esperaban.

El caso de Clara era diferente. Nada de su pasado la retenía. Pero también estaba convencida de que su plan no era razonable. Me esmeré para encontrar las palabras adecuadas y el tono correcto: no quería fastidiarla. Hice una lista de todas las razones que, desde mi punto de vista, podían disuadirla de persistir en su petición; le hablé de las posibilidades que tendría, al ser liberada, de adoptar un niño, le hice ver lo que sería la vida de un bebé nacido en condiciones de precariedad tan grandes, sin saber si las Farc accederían a liberar al niño junto con ella, llegado el momento. Como último recurso, le hablé de la manera como me habría gustado que me hablaran a mí o a mi hija. Ella escuchó con atención cada una de mis palabras. «Voy a pensarlo», concluyó.

Joaquín vino a verme al final de la tarde. Estaba preocupado con el asunto de las pruebas de supervivencia. Yo adivinaba que estaba sometido a mucha presión y que su organización debía tener una estrategia para la cual era indispensable dar la certeza de que yo estaba viva.

—Si me garantiza que la totalidad de mi mensaje le llegará a mi familia, que no van a eliminar nada, entonces ahí sí podemos hablar.

—Mire, no le prometo nada. Lo que le puedo decir de antemano es que hay unas reglas de juego. No puede mencionar lugares, ni dar los nombres de los guardias, ni hacer referencias a sus condiciones de detención, porque el ejército, por deducción, podría encontrarla.

—Yo estoy prisionera pero de todas maneras puedo decir que no.

Su mirada se llenó de malicia por un segundo. Por supuesto, podrían filmarme sin mi consentimiento. Comprendiendo esta posibilidad, agregué:

—Usted no haría eso. Sería de muy mal gusto ¡y tarde o temprano sería algo que se volvería en contra de su organización!

Gómez me abrazó afectuosamente y me dijo:

—No se preocupe. Yo voy a estar pendiente de usted. Mientras yo esté presente, no voy a permitir que se hagan ciertas cosas.

Sonreí con tristeza. Él estaba en un lugar demasiado alto de la jerarquía para poder protegerme de veras. Era inaccesible para mí, lo mismo que yo lo era para él, a causa de la distancia y el bloqueo de sus subalternos. Él también lo sabía. Ya se iba, con la espalda encorvada, tal como había venido. Estaba a punto de desaparecer de mi vista cuando dio media vuelta de repente, regresó hasta mí y me dijo:

—Creo que lo mejor es que les mande a hacer una casa a cada una. ¿Qué opina?

Suspiré. Eso quería decir que nuestra libertad no estaba en sus planes próximos. Joaquín Gómez adivinó mis pensamientos y, antes de que yo respondiera, me dijo amablemente:

—Bueno, como dice Ferney, así por lo menos la dejan en paz.

¡Qué alegría me daba saber algo de Ferney! Sentí que se me iluminaba el rostro:

—Por favor, mándele saludes de mi parte.

—Así lo haré. Se lo prometo.

—¿Está con usted?

—Sí.

Tal como me anunció Joaquín, mandó construir dos casas separadas la una de la otra a una distancia razonable, sin estar frente a frente. El modelo era idéntico al de la casa de madera que ya habíamos tenido, pero más pequeño. Tenía un cuarto con una puerta de madera que se podía cerrar pero a la que nunca le ponían candado. Allí podía retirarme en privado sin tener la sensación de estar en una cárcel. Compartíamos el baño donde habían instalado el sanitario en porcelana, en medio de la nada, en una cabaña con paredes de palma y rodeada con la tela de un costal de arroz abierta a lo largo. También había una gran cisterna de plástico que llenaban con una motobomba trayendo el agua del río, lo que nos permitía bañarnos protegidas de miradas indiscretas y a la hora que quisiéramos.

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