No hay silencio que no termine (23 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Un día tuve la pésima idea de comentar que el lugar me parecía encantador y que me fascinaba bañarme en esas aguas cristalinas. Peor aún, me deleité en el riachuelo algunos instantes de más antes de encontrar la mirada de encono de una de las guerrilleras. A partir de ese momento, las muchachas que nos vigilaban empezaron a tener el reloj en la mano y nos obligaban a apurarnos desde el momento mismo en que llegábamos.

En todo caso, yo estaba decidida a no permitir que me arruinaran ese momento. Reduje al máximo el tiempo de la lavada de la ropa para disfrutar del baño. Luego les tocó el turno a Jessica y Yiseth de acompañarnos. No bien llegamos, Jessica se fue furiosa al ver que me lanzaba al agua con la alegría de una niña. Me imaginé que, irritada, iría a quejarse diciendo que yo me demoraba mucho tiempo en el baño. Pero antes nos habíamos cruzado con Ferney bajando la cuesta y contaba con él para que se arreglara la situación. No me imaginaba en absoluto lo que iría a ocurrir.

Estábamos desnudas lavándonos el pelo, con los ojos llenos de jabón, cuando oímos voces masculinas gritando obscenidades en el camino de bajada. No tuve tiempo de cubrirme antes de que los guardias nos ordenaran salir del agua, apuntándonos con el fusil. Protesté, tapándome con la toalla, y exigí que se fueran para poder vestirnos. Uno de los guardias era Ferney, poniendo cara de malo. Me dio la orden de retirarme del lugar de inmediato: «Aquí no están de vacaciones. ¡Se visten en la caleta!».

Octubre de 2002. Me protegía con la Biblia. Decidí comenzar por lo más fácil: los Evangelios. Esas historias escritas como si una cámara indiscreta hubiera seguido a Jesús, a su pesar, servían de estímulo a una reflexión libre. El Jesús de la Biblia se convertía en un individuo que cobraba vida ante mis ojos, que se relacionaba con los hombres y las mujeres de su entorno, y cuyo comportamiento me intrigaba, sobre todo por el hecho de que yo jamás habría actuado de la misma manera.

Un día, algo se accionó en mí. El episodio de las bodas de Cana me intrigó. Había un diálogo entre Jesús y su madre que me llamaba la atención, pues me parecía íntimamente familiar: yo habría podido vivir esa misma situación con mi hijo. María, al darse cuenta de que no hay más vino para la fiesta, dice: «No tienen vino». Jesús, quien de sobra comprende que detrás de esta simple frase hay una incitación a la acción, le responde de mal humor, casi molesto de sentirse manipulado. María, como todas las madres, sabe, a pesar del rechazo inicial de Jesús, que su hijo terminará haciendo lo que ella ha sugerido. Por eso se va a hablar con las personas encargadas de servir el vino, para que sigan las instrucciones de Jesús.

Tal como María le indicó, Jesús transforma el agua en vino y comienza su vida pública con este primer milagro. Había un innegable y simpático sabor pagano en el hecho de preocuparse tanto para que no se acabara la fiesta. Esta escena me tuvo en vilo durante varios días. ¿Por qué se había negado Jesús al principio? ¿Tenía miedo? ¿Estaba intimidado? ¿Cómo podía equivocarse sobre la conveniencia del momento si se suponía que lo sabía todo? La historia era apasionante. Mis pensamientos me daban vueltas incesantes en la cabeza. Buscaba… reflexionaba… Luego, de repente, lo entendí: ¡Él había podido optar! Era evidente, casi tonto. Pero eso lo cambiaba todo. Este hombre no era un autómata programado para hacer el bien y padecer un castigo a nombre de la humanidad. Sin duda, tenía un destino, pero había tomado sus decisiones, ¡siempre podía optar! En cuanto a mí, ¿cuál era mi destino? En este estado de ausencia total de libertad, ¿me quedaba a mí alguna posibilidad de optar por algo? En caso afirmativo, ¿por qué?

Aquel libro que tenía entre las manos se había convertido en mi único interlocutor fiable. Esas palabras escritas tenían tal poder que me llevaban a desnudarme ante mí misma, a dejar de huir, a tomar también mis propias decisiones. A través de una especie de intuición vital, descubrí que tenía ante mí un largo camino por recorrer que me transformaría de manera profunda sin que yo pudiera adivinar su esencia ni su alcance. Había una voz detrás de todas esas páginas llenas de líneas, y detrás de esa voz, una inteligencia que buscaba establecer contacto conmigo. Ya no era solamente la compañía de un libro que me sacaba del aburrimiento. Era una voz viva que me hablaba. A mí.

Consciente de mi ignorancia, leí la Biblia de la primera a la última línea verbalizando todas las preguntas que se me venían a la cabeza. En efecto, había notado que, con frecuencia, cuando un detalle de la narración me parecía incongruente, lo dejaba a un lado en mi mente, en una cesta que había puesto en mi imaginación para botar lo que no entendía, marcada con la palabra «errores», lo cual me permitía seguir leyendo sin hacerme cuestionamientos. A partir de ese momento, me hice las preguntas, lo cual estimuló mi reflexión para dejarme oír aquella voz que me hablaba en medio de todas esas palabras.

Comencé a interesarme por María, simplemente porque la mujer que había descubierto en las bodas de Cana era bastante diferente de la adolescente ingenua y un poco tonta que creía conocer hasta entonces. Revisé minuciosamente el Nuevo Testamento: era muy poco lo que había sobre ella. No hablaba nunca, salvo en el Magníficat, que tomaba otra dimensión para mí y que decidí aprender de memoria.

Mis días se habían enriquecido, mis angustias se habían suavizado. Abría los ojos con la impaciencia de ponerme a leer y a tejer. El cumpleaños de Lorenzo se acercaba y me había propuesto hacer que ese fuera un día tan feliz como el del cumpleaños de Melanie. Lo había convertido en un precepto de vida. Era también un ejercicio espiritual: obligarme a la felicidad en medio de la mayor desesperanza.

Me dediqué a confeccionarle una correa excepcional a Lorenzo. Logré tejer en relieve unos barcos antes de su nombre. Como había adquirido bastante destreza, pude acabar mucho antes de la fecha. Mis innovaciones me habían lanzado al grupo de los «profesionales». Yo intercambiaba con los grandes tejedores del campamento conversaciones de alto vuelo técnico. El hecho de tener una actividad creativa me permitía hacer cosas nuevas en un mundo que me rechazaba; además, me liberaba del peso del fracaso en que se había convertido mi vida.

También seguía haciendo gimnasia. En todo caso, yo lo presentaba así, pues lo que quería era obligarme a tener un entrenamiento físico qué me permitiría enfrentar mi futura evasión.

La lectura de la Biblia me facilitó mejorar mi relación con Clara. Una tarde, bajo un aguacero torrencial, confinadas bajo el toldillo, me aventuré a compartir con ella los resultados de mis cavilaciones nocturnas. Le expliqué en detalle por dónde debíamos alejarnos de la caleta, cómo evitar al guardia, qué camino tomar para alcanzar la libertad. Era tanta la bulla que hacía la lluvia en el techo de plástico que casi no podíamos oírnos. Ella me pidió que le hablara más fuerte y continué mi explicación en voz alta. Cuando acabé de exponerle mi plan detallado percibí un movimiento detrás de nuestra caleta. Ferney se había escondido dentro, detrás del estante que Andrés había aceptado construirnos. Lo había oído todo.

Sentí que me desplomaba. ¿Qué harían ahora? ¿Nos pondrían cadenas de nuevo? ¿Empezarían a requisarnos? Me daba rabia conmigo misma por haber sido tan descuidada. ¿Por qué no había tomado las precauciones indispensables para hablar?

Yo escudriñaba la actitud de los guardias para tratar de identificar algún cambio, y ya me imaginaba a Andrés trayendo las cadenas.

Cuando llegó el día del cumpleaños de Lorenzo, pedí permiso para hacer una torta, segura de que me negarían acercarme a la rancha. Sin embargo, me dieron el permiso y esta vez Andrés ordenó que hiciéramos una cantidad suficiente de torta para todos.

Fiel a mi juramento, ese fue un día de perdón. Eliminé todos los pensamientos de tristeza, pesar e incertidumbre y me entregué a la tarea de atender a todos, como una manera de dar, en compensación por lo mucho que había recibido el día de la llegada de mi hijo.

Aquella noche, por primera vez desde hacía muchos meses, dormí profundamente. Sueños de felicidad en los que yo corría por una pradera llena de flores amarillas, alzando a Lorenzo de tres años, invadieron aquellas escasas horas de tregua.

16
EL ATAQUE

A las dos de la mañana, uno de los guardias me sacudió con violencia del brazo y me gritó, apuntándome con la luz de su linterna de bolsillo:

—¡Despiértese, cabrona! ¿Quiere que la maten?

Abrí los ojos, sin entender, llena de pánico ante el espanto que se adivinaba en su voz.

Unos aviones militares sobrevolaban rasando el campamento a poca altura. Los guerrilleros agarraban sus morrales y se iban corriendo dejándolo todo. Era una noche oscura: no se veía nada, salvo las siluetas de los aviones que adivinábamos arriba de las copas de los árboles. Cogí instintivamente todo lo que tenía al alcance de la mano: mi morral, una toalla, el toldillo…

El guardia bramaba como loco:

—¡Deje todo! Nos van bombardear, ¿no entiende?

Mientras el guardia trataba de raparme mis pertenencias, yo me aferraba a ellas, buscando otras a mi paso. Clara ya se había ido. Hice una bola con todo y comencé a correr en la misma dirección que los demás, oyendo al guardia vociferar.

Había logrado salvar las correas de mis hijos, mi chaqueta y algo de ropa. Pero había olvidado la Biblia.

Atravesamos todo el campamento y empezamos a avanzar por un camino cuya existencia yo ignoraba. Me tropezaba cada dos pasos y trataba de recuperar el equilibrio echando mano de cualquier cosa que tuviera a mi alcance. La vegetación me laceraba la piel. El guardia se impacientaba caminando detrás de mí y me insultaba con todo el odio de quien se sabe a salvo de testigos. Éramos los últimos y debíamos alcanzar al resto del grupo. Los motores de los aviones militares rugían a nuestro alrededor, se alejaban y regresaban de nuevo. Eso nos sumía en una oscuridad dolorosa, pues el guardia no prendía su linterna de bolsillo más que cuando los aviones estaban lejos. Había logrado meter a la carrera en un bolso algunas pertenencias, pero estaba agotada y el peso de la carga me obligaba a ir más despacio.

El guardia me clavaba la punta del fusil en las costillas, trotando detrás de mí, pero de tanto violentarme yo perdía el equilibrio y me encontraba en cuatro patas, con la angustia de un bombardeo inminente. El guerrillero estaba fuera de sí y me acusaba de demorarme a propósito; me agarraba del pelo y la chaqueta para hacerme poner de pie. Durante veinte minutos avanzando en terreno plano, logré correr, sin saber cómo, lo mismo que un animal acorralado. Pero el terreno se volvía quebrado, con descensos en picada y subidas escarpadas. Ya no podía más. El guardia trató de coger mi bolso, pero yo temía que su intención no fuera ayudarme sino deshacerse de mis cosas por el camino, tal como había amenazado hacer. Me aferré a mis objetos personales como si se me fuera en ello la vida. De repente, sin transición, empecé a caminar más lentamente, indiferente a los gritos y a las amenazas. ¿Correr? ¿Para qué? ¿Huir? ¿Para qué? No. Ya no iba a seguir corriendo. Qué me importaban las bombas. Qué me importaban los aviones. Peor para mí. Ya no iba a obedecer más ni a someterme a los caprichos de un joven sobreexcitado y presa del pánico.

—¡Esta hijueputa! ¡Le voy a meter una bala en la cabeza a ver si aprende a caminar!

Me di media vuelta como una fiera, para verlo a la cara:

—Una palabra más y no sigo caminando.

El tipo quedó sorprendido y se sintió culpable de haber perdido los estribos. Ya se estaba preparando para empujarme con la culata del fusil, pero yo reaccioné más rápido que él:

—Le prohíbo tocarme.

Se retuvo y quedó petrificado. Comprendí que no era por mí que actuaba de ese modo y me di media vuelta. Andrés venía por el camino, acercándose a nosotros a zancadas.

—Rápido, rápido, escóndanse en la manigua. Silencio total. Nada de luces. Ningún movimiento.

Fui a dar a una zanja, acurrucada encima de mi bolso, lista para ver salir a los militares en cualquier momento. Tenía la boca seca y una sed mortal. Me preguntaba dónde estaba Clara.

Andrés permaneció agazapado junto a mí y luego se fue advirtiéndome, antes de desaparecer:

—Siga las órdenes al pie de la letra. Si no, los guardias tienen instrucciones muy precisas y usted corre el riesgo de no estar aquí mañana.

Nos quedamos así hasta el amanecer. Andrés dio la orden de avanzar hacia el valle, cortando camino por la selva.

—Esos chulos son tan huevones que nos sobrevolaron toda la noche y ni siquiera ubicaron el campamento. No van a bombardear. Voy a mandar una patrulla para que recoja todo lo que quedó.

Obedecimos. Estábamos en lo alto de una cuesta. A través del follaje denso se alcanzaba a ver, abajo, un inmenso valle de árboles, con lotes cuadrados de pastizales verde esmeralda, como si la campiña inglesa hubiera venido a instalarse allí por descuido en medio de la selva colombiana. ¡Qué bueno debía de ser vivir allá abajo! Ese mundo que existía por fuera y que tenía prohibido, me parecía irreal. Sin embargo, estaba del otro lado de esos árboles y de esos fusiles.

El estruendo de una explosión nos sacudió. Ya estábamos bastante lejos, pero debía de provenir de nuestro campamento.

Cuando nos cruzamos con otros miembros del frente, no se hablaba de otra cosa.

—¿Oyó eso?

—Bombardearon el campamento.

—¿Seguro?

—No sé, pero Andrés mandó un equipo de reconocimiento. Es casi seguro…

—Solo bombardearon una vez…

—No, una no. Nosotros oímos varias explosiones. Hicieron un ataque en serie.

—Al menos los aviones ya se fueron todos. Algo es algo.

—No hay que confiarse. Hicieron un desembarco. Hay contingentes por tierra. Vamos a tener los helicópteros encima todo el día.

—Malparidos. Quiero encontrármelos de frente. Todos son unos cobardes.

Yo observaba en silencio. Los más miedosos eran siempre los más agresivos con las palabras.

Nos detuvimos en un claro diminuto bordeado por un hilo de agua. Mi compañera ya había llegado y estaba sentada contra un árbol frondoso que daba una sombra generosa. No me hice rogar: estaba extenuada. Desde donde me encontraba se veían el techo de una casa y una delgada columna de humo azuloso que salía de la chimenea. Me llegaban desde la lejanía voces de niños jugando, como el eco de los días felices perdidos de mi pasado. ¿Quiénes eran esas personas? ¿Acaso sabían que en algún lugar de su terreno la guerrilla escondía mujeres secuestradas?

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