Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Lucho y yo comenzamos a buscar un lugar donde armar nuestras carpas.
—No se afane, doctor —le dijo uno de los militares—. Entre Flórez y yo les montamos eso en dos minutos.
Se trataba de Miguel Arteaga, el joven cabo de sonrisa afable.
—Tenemos nuestra propia técnica: Flórez corta las varas y yo las entierro —explicó.
Efectivamente, habían desarrollado una destreza extraordinaria en la labor. Al observarlos daba la impresión de ser algo fácil. No podía sino admirar su habilidad y apreciar su generosidad. De hecho, me ayudaron a armar mi carpa durante los cuatro años que permanecimos juntos.
El guardia llegó arrastrando dos grandes ollas.
—¡Las ollas! —bramó—. Hoy los vamos a consentir, hay mico con arroz.
—No hable mierda —le replicó Arteaga—. Invéntese algo mejor, ¡qué mico ni qué carajos!
Me asomé a la olla. Era mico, ni más ni menos. Lo habían pelado y despresado pero los miembros seguían siendo identificables: brazo, antebrazo, muslos, etcétera. Los músculos estaban calcinados sobre los huesos de lo mucho que habían cocido la carne, probablemente sobre carbón de madera.
Fui incapaz de comer. Tenía la impresión de asistir a una experiencia de canibalismo.
Cuando anuncié que no comería se alzó un clamor general de protesta.
—¡Qué jartera con tu lado Greenpeace! —me soltó Lucho—. En lugar de preocuparte por las especies en vías de extinción, deberías hacerlo por nosotros, que estamos a punto de extinguirnos.
—No creo que sea mico —dijo otro—, está demasiado flaco. Yo pienso que debe ser uno de nosotros —e hizo como si contara.
La carne era una de esas cosas poco comunes con las que más soñábamos. A nadie le interesaba saber de dónde venía y mucho menos preocuparse por cuestiones existenciales acerca de la conveniencia o inconveniencia de consumirla.
Mi situación era diferente. Estaba asustada con mis pulsaciones homicidas. Si era capaz de actuar como mis captores, corría el riesgo de volverme como ellos. Lo más grave no era morirme. Lo peor era convertirme en lo que más aborrecía. Quería mi libertad, conservar mi vida, pero decidí que nunca me convertiría en asesina. No mataría, ni siquiera para fugarme. Tampoco comería carne de mico. No sabía bien por qué unía las dos cosas en mi mente, pero tenía sentido para mí.
Desde aquel primero de octubre en que salimos de la cárcel de Sombra, era nuestro primer día de descanso. Los hombres pasaron la jornada cosiendo y reparando sus equipos. Yo la pasé durmiendo. Vino Guillermo. No me dio ningún gusto verlo, aunque me traía nuevas cajas de medicamentos. Hice el inventario de mis posesiones. Me había robado todo; sólo me quedaba la Biblia.
Me había desprendido con mayor facilidad de mis amados objetos que del rencor que le tenía. Me hubiera gustado no volver a verlo, que se quedara con el otro grupo. Se percató del fastidio que su presencia me causaba, y sintió herido en su amor propio. Cosa curiosa, su reacción no fue el desprecio y la insolencia que normalmente me reservaba. Por el contrario, estuvo amable y encantador y se sentó al pie de mi hamaca a contarme su vida. Había trabajado muchos años para la mafia como jefe de finanzas de un narco que operaba en alguna parte de los Llanos colombianos. Me describió el lujo en que había vivido, las mujeres y el dinero que pasaron por sus manos.
Lo escuché en silencio. A continuación me explicó que tras perder una importante suma de dinero, su jefe le había puesto precio a su cabeza. Entró a las Farc para escapar de él. Se había hecho enfermero por necesidad. Para cumplir las exigencias académicas de las Farc, tomó un curso de formación en enfermería y aprendió solo todo lo demás, leyendo y consultando en internet.
No me conmovió nada de lo que me dijo. Para mí era un bárbaro. Sabía que me habría puesto el cañón sobre la sien y apretaría el gatillo sin vacilar.
No pude aguantarme el placer de acribillarlo con la lista detallada de todo cuanto me había quitado. Lo vi encogerse en segundos, sorprendido de que yo hubiera hecho tan pronto mi inventario.
—Quédese con todo —le dije—, porque evidentemente usted no sabe hacerse obedecer.
Se largó disgustado y, por primera vez en mucho tiempo, me importó un rábano; en la cárcel de Sombra, la presión del grupo había sido tan fuerte que había caído en una prudencia rayando con la obsequiosidad. Si no me gustaba vérsela a los demás, mucho menos a mí misma. A menudo tuve miedo de Guillermo, de su capacidad de adivinar mis necesidades, deseos y debilidades y de utilizar su poder para hacerme daño. Cuando tenía que enfrentarlo me temblaba la voz y me odiaba a mí misma por no ser capaz de dominarme. Llegué a pasar días enteros ensayando la frase con que le pediría un medicamento o un poco de algodón. Este ejercicio me ponía en una actitud que suscitaba reacciones de impaciencia, abuso y dominación en Guillermo.
¡Qué vueltas daba la vida! Recordé a María, una secretaria que había trabajado conmigo durante años. Yo la intimidaba y su voz se quebraba cuando quería hablarme. Sentía que me había vuelto como María, amedrentada por el poder, paralizada por la consciencia de tener que darle gusto al otro para conseguir lo que en determinado momento me parecía esencial. ¿Cuántas veces fui Guillermo? ¿También respondí con impaciencia, exasperada por el susto del otro, creyendo de verdad ser superior porque la otra persona dependía de mí?
Se me endurecía el corazón escuchando a Guillermo, porque condenaba en él lo que me desagradaba de mí. Me di cuenta de la importancia de practicar la humildad dondequiera que la rueda de la fortuna lo haya puesto a uno. Tuve que estar abajo para comprenderlo.
Al día siguiente Sombra parecía querer hablar, disponer del tiempo. Se acomodó sobre un tronco y me invitó a sentarme con él.
—Yo era niño cuando su mamá fue reina de belleza. La recuerdo muy bien, era un monumento. Era otra época. Antes las reinas sí eran reinas…
—Sí, Mamá era muy linda. Sigue siendo —le respondí, más por cortesía que porque quisiera hablar.
—Su mamá es del Tolima, como yo.
—¿Ah, sí?
—Sí, por eso tiene una personalidad tan fuerte. Todas las mañanas la escucho en la radio. Tiene toda la razón en lo que le dice, el gobierno no mueve un dedo por liberarla. De hecho, lo mejor para Uribe es que usted no salga.
—¿Todavía trabaja con los huérfanos?
—Sí, claro, ésa es su vida…
—Yo también fui huérfano. A mis papas los mataron en la Violencia. Me tocó volverme una caspa. A los ocho años ya había matado. A mí me recogió Marulanda y desde entonces he estado con él. Hasta el día de hoy.
—Siempre he sido el hombre de confianza de Marulanda. Por muchos años fui yo quien cuidó la guaca de las Farc. Eso está en una cueva en el Tolima. Solamente tiene una entrada, pero yo soy el único que la conoce. No hay forma de verla desde afuera, porque da a un precipicio. Hay que llegar por entre las peñas. En esa cueva las Farc tienen montañas de oro, es una cosa impresionante.
Me pregunté si estaba en sus cabales, o si la historia que me contaba era una fabulación montada en mi honor. Estaba muy excitado y los ojos le brillaban más que de costumbre.
—Eso es cerca de un castillo. Un lugar muy conocido, seguro que su mamá fue alguna vez. Esas tierras pertenecían a un señor riquísimo. Se dice que lo mataron. Todo eso está abandonado hoy en día. Ya nadie va por allá…
Realmente creía en su historia. Tal vez la había inventado hacía tiempo y a fuerza de repetirla ya no sabía si era cierta o falsa. También me daba la impresión de estar tejida con recuerdos de su infancia. La habría escuchado de niño y acabó por apropiársela. Estaba fascinada de verlo perdido en su mundo mítico. Desde muy joven aprendí que, en Colombia, lo real desborda las fronteras de lo posible. Los límites con lo imaginario son difusos y todo coexiste con la mayor naturalidad.
El relato de Sombra, sus montañas de oro, sus pasadizos secretos, la maldición que caería sobre quien quisiera sustraer parte del tesoro, todo me remitía al imaginario colectivo en el que crecí. En consecuencia, le hice preguntas descabelladas que me respondía, encantado de verme interesada, y tanto el uno como el otro olvidamos por unos momentos que él era mi carcelero y yo su víctima.
Hubiera querido odiarlo. Sabía muy bien que era capaz de lo peor, que podía ser cruel y cínico y que el círculo de los secuestrados lo odiaba.
Pero también había vislumbrado a través de las grietas de su personalidad una sensibilidad que me conmovía. Por ejemplo, entre el montón de chismes que llegaban a la cárcel me enteré de que la Boyaca estaba embarazada. Cuando me trajo las cartas de Mamá de regreso de su breve viaje, lo felicité imaginando que estaría feliz de ser papá. Recibió mis palabras como una puñalada y me disculpé, asustada por el dolor que le había causado: «Es que…», titubeó. «Los comandantes no juzgaron oportuno que la Boyaca estuviera embarazada. Con el ejército en todas partes… Tuvo que abortar».
«Es terrible», le respondí. Asintió en silencio.
El bebé de Clara nació unos meses después. A menudo vi a Sombra jugar con el niño y pasearlo en sus brazos por todo el campamento, feliz de consentir a un bebé.
Había acumulado innumerables quejas en su contra, pero cuando lo tenía enfrente me costaba trabajo guardarle rencor. Tuve que confesarme a mí misma que aquel ser tosco y tiránico en el fondo me resultaba simpático. Adivinaba que él vivía un conflicto semejante respecto de mí. Yo debía ser la encarnación de todo cuanto había odiado y combatido en su vida. Los guardias lo habían envenenado con todos los chismes posibles e imaginarios y debía desconfiar de mí tanto como yo de él. Sin embargo, sentía que cada vez que volvíamos a hablar nuestra brújula nos indicaba un norte diferente.
En ésas estábamos cuando lo llamó un guardia. Alzó la nariz. Dos hombres que yo nunca había visto lo esperaban. Se entretuvo con ellos un buen rato y al cabo regresó cojeando hasta donde estábamos: «Su tiempo conmigo ha terminado. Les presento a sus nuevos comandantes; en adelante les obedecerán a ellos. Ya conocen las consignas. No tuve problemas con ustedes, y espero que ellos tampoco los tengan».
En mi voz debía haber alegría cuando le tendí la mano a Sombra y le dije:
—Supongo que no nos volveremos a ver.
Se dio vuelta como una serpiente a la que le hubieran puesto el pie encima y zumbó:
—Se equivoca: en tres años volveré a ser su comandante.
El veneno actuó al instante. Nunca se me había ocurrido la posibilidad de permanecer cinco años en poder de las Farc. Cuando Armando contó que llevaba un lustro en cautiverio, lo miré como si fuera un damnificado de Chernóbil, con una sensación mezcla de horror, conmiseración y alivio de pensar que tenía mejor suerte que él. Las palabras de Sombra fueron un poderoso detonador de angustia. A lo largo de la marcha me había hecho entrever la posibilidad de una liberación. Hablarme de los franceses y de las negociaciones que habían emprendido con las Farc sólo era una estratagema para que aguantara, para que mi estado no empeorara y caminara. En un segundo repasé la película de aquella marcha sin fin: las ciénagas cubiertas por nubes de zancudos, las montañas rusas de los cansaperros, los precipicios, los ríos infestados de pirañas que tuvimos que cruzar, las jornadas enteras cocinándonos al sol o bajo tormentas torrenciales, el hambre y la enfermedad. Sombra me había embaucado hábilmente y el triunfo era suyo.
Dos hombres fueron encargados de tomar el relevo para asegurar mi transporte. Sombra y el nuevo comandante supervisaban la operación. Permanecí de pie frente a ellos:
—No, no quiero que me lleven en hamaca. A partir de ahora caminaré.
A Sombra casi se le salieron los ojos de las órbitas. Lo había previsto todo, menos aquello. Me miró con resentimiento, tanto más cuanto su prestigio quedaba por tierra. Finalmente decidió callar.
Su tropa se había apostado en el camino para vernos salir. Me sentía orgullosa de marcharme caminando y dejarlos atrás, y con ellos la cárcel, las humillaciones, el odio y todo lo que había envenenado nuestra existencia a lo largo de aquel año. Era mi revancha: ellos se quedaban. Me faltaban fuerzas para cargar el morral, e incluso el hecho de poner un pie delante del otro me daba vértigos. Pero sentía como si tuviera alas, puesto que me iba.
Principios de noviembre de 2004
Desde los primeros minutos de contacto con Jeiner, el joven comandante que había relevado a Sombra, me sentí en otro mundo. Desde el principio caminó a mi lado, dándome la mano para ayudarme a cruzar el menor arroyo y haciendo que todo el grupo se detuviera para que yo pudiera recuperar el aliento.
Antes del fin de la segunda jornada, Jeiner destacó un contingente de pelados para traer provisiones. Nos esperaron en el camino con cuajada fresca y arepas. Mastiqué religiosamente cada pedazo para extraerle todo el jugo y toda la sustancia. Hacía mucho tiempo que solo comíamos pequeñas raciones de arroz. Tuve la sensación de descubrir de nuevo el sabor de la comida. El deleite a su contacto fue como un fuego de artificio. El efecto se prolongó por horas; tenía las papilas gustativas en llamas y los intestinos, enloquecidos, me chirriaban de modo demasiado evidente como un engranaje que hubiera empezado a funcionar sin haber sido engrasado.
Hacía buen tiempo y la selva se había ataviado magníficamente. Atravesábamos un nuevo mundo. La luz perforaba el follaje y se dispersaba en haces de colores, como si penetrásemos un arco iris. Un rosario de cascadas de agua cristalina discurría brincando sobre los peñascos pulidos y relucientes. Las caídas de agua liberaban, al pasar, pececillos que alzaban el vuelo para caer coleando a nuestros pies. El agua serpenteaba abriéndose camino entre los árboles sobre lechos de musgo verde esmeralda en los que nos hundíamos hasta las rodillas. Avanzábamos sin prisas, casi de paseo. Acampamos algunos días junto a una piscina natural de aguas azul turquesa, con el fondo tapizado de fina arena dorada. Se había formado bajo el salto de un torrente que luego huía zigzagueando para perderse misteriosamente en el bosque. Hubiera querido quedarme allí por si2empre.
El equipo comandado por Jeiner estaba compuesto por niños, los más pequeños de los cuales apenas si tendrían diez años. Cargaban sus fusiles como si estuvieran jugando a la guerra. A la mayor de las niñas, Katerina, una negra que aún no había salido de la adolescencia, le fue asignada la preparación de mis comidas siguiendo recomendaciones muy precisas que, según Jeiner, debían acelerar mi recuperación. Se me prohibió la sal, y todo debía ser hervido con unas hierbas horrendas cuya propiedad más evidente era arruinar el sabor de los alimentos.