No hay silencio que no termine (50 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Creí morir de miedo y, vencida por la fatiga y el espanto, perdí el conocimiento. En mi inconsciencia o en mi sueño oía el zumbido de los millares de insectos, que transformé en la imagen de un camión que avanzaba a toda velocidad para aplastarme. Desperté sobresaltada y mis ojos se abrieron sobre el nubarrón de abejas. Me incorporé gritando, lo que las excitó aún más. Estaban en todas partes, enredadas en mi pelo, dentro de mi ropa interior, agarradas a mis medias y al fondo de mis botas, tratando de metérseme en las fosas nasales y en los ojos. Enloquecida tratando de ahuyentarlas daba golpes al vacío, sacudía los pies y las manos con todas mis fuerzas, sin lograr que se dieran a la fuga. Maté un gran número de ellas y aturdí a bastantes. El suelo quedó cubierto de bichos. Sin embargo, no me habían picado. Agotada, terminé resignándome a coexistir con ellas, y de nuevo me desplomé, rendida de fiebre y de calor.

En lo sucesivo, la compañía de las abejas negras se volvería habitual. Mi olor las atraía desde kilómetros a la redonda, y cada vez que Brian me dejaba en alguna parte siempre terminaban encontrándome. Transformaban el horrible olor que me impregnaba en perfume. Al llevarse la sal, dejaban la miel en mis ropas. Era como hacer una pausa en una estación de limpieza. También abrigaba la esperanza de que su presencia masiva disuadiera a otros bichos menos cordiales, y así su compañía me permitiría cabecear algún sueñito mientras venían por mí.

50
UN APOYO INESPERADO

Me había echado en el suelo, como un vagabundo debajo de un puente, durante una de estas etapas. Olía espantosamente; estaba sucia, al igual que mis ropas de muchos días, siempre húmedas con el sudor de la víspera y cubiertas de barro. Tenía sed. La fiebre me deshidrataba tanto como el calor y el esfuerzo por mantenerme sobre la espalda de mi transportador. Sentí que mi mente jugaba conmigo. Cuando vi la columna de hombres encadenados en serie que se me aproximaban, no me cupo duda de estar soñando.

Tendida en el suelo, había percibido primero la vibración de sus pasos. Pensé que se trataba de una manada de animales salvajes y tuve el tiempo justo de enderezarme sobre los codos para verlos aparecer detrás de mí. Se acercaban apartando la vegetación que nos separaba. Temí que no me vieran y pudieran pisarme. Al pensar en ello me dio vergüenza que me descubrieran en semejante estado, con el pelo revuelto y exhalando aquel olor, repulsivo incluso para mí. Deseché la idea en cuanto los vi más de cerca, con la tez cenicienta de quienes llevan la muerte a cuestas, el caminar rítmico de presidiarios, encorvados bajo el peso de sus calamidades. Tuve ganas de echarme a llorar.

Cuando, casi tropezando conmigo, uno a uno, me fueron reconociendo, sus rostros se iluminaron.

—¿Doctora Ingrid? ¿Es usted? ¡Animo, de esta salimos!

Me tendieron la mano, me acariciaron el pelo, me enviaron besos al vuelo y me hicieron señas de victoria y de ánimo. Aquellos hombres, infinitamente más desdichados que yo, con muchos años más de cautiverio encima, encadenados por el cuello, enfermos, hambrientos, olvidados por el mundo; aquellos policías y soldados colombianos aún eran capaces de pensar en el prójimo.

El recuerdo de aquel instante quedó grabado en mi memoria. Habían transformado ese infierno verde y pegachento, en un vergel de humanidad.

Nos cruzamos con el indio por el camino y me sonrió. Con humildad, casi con timidez, se ofreció a llevarme un tramo. Brian dudó: no quería confesar su derrota. Pero su oferta resultaba tanto más tentadora pues habíamos llegado a una zona con un relieve extravagante, que ellos llamaban «los cansaperros». Era una sucesión de subidas y bajadas abruptas de una treintena de metros de desnivel, como, si una mano gigante hubiera remangado el tejido de la tierra y producido pliegues en serie pegados entre sí. Había imaginado que la selva amazónica era una extensión plana. Así, por lo menos, aparecía en mis libros de geografía.

Nada más alejado de la realidad. El relieve de aquel mundo era como aquel mundo mismo: imprevisible. Al fondo de cada bajada, en la acequia apretada entre los dos pliegues del terreno, corría un curso de agua. Lo cruzábamos de una zancada para escalar a continuación la otra vertiente. Una vez en la cima, los muchachos rodaban pendiente abajo para ir a beber en el siguiente caño. Pero el cambio climático había hecho de las suyas: la mitad de las corrientes estaban secas y no había modo de refrescarse.

Brian había sufrido mucho llevándome a la espalda. Traté de caminar para aliviarlo así fuera poco, pero resbalé y rodé de nalgas cuesta abajo. El paso de la tropa que nos precedía había convertido el sendero en un tobogán de fango. Aterricé con violencia en la acequia llena de agua. Estaba cubierta de barro. Frente a nosotros se elevaba una empinada cuesta que tendríamos que trepar aforrándonos a la pared con las manos y los pies. Brian se quitó la camiseta y la sumergió en el agua mientras se lavaba la cara. Antes de ponérsela de nuevo, miró de reojo al indio y le dijo:

—Cójala, yo le llevo el equipo.

El indio hizo un movimiento de hombros y dejó caer su enorme morral.

—Tengo todo el parque.

—No interesa, camarada. ¡Páselo!

Brian prefería llevar un morral lleno de municiones que a mí. Se puso las cinchas, las ajustó, y comenzó a trepar sin mirar atrás, llevando el equipo del indio sin problemas. Cinco minutos después llegó a la cima, miró brevemente en nuestra dirección y, visiblemente radiante, desapareció en la manigua.

—Nos fuimos —me dijo el indio.

Salté sobre su espalda, tratando de hacerme lo más liviana posible. Trepó la pared tan rápidamente como lo había hecho Brian y salió a toda velocidad, bajando la pendiente en un instante. Subía, saltaba al siguiente repecho y volvía a bajar, de modo que yo tenía la impresión de rebotar por los aires mientras sus pies apenas si rozaban el suelo.

Brian nos esperaba recostado a un árbol, fumando un cigarrillo, muy ufano. Estábamos a punto de llegar a nuestra meta.

—Somos los primeros —dijo, tendiéndole un cigarrillo a su amigo.

Ni siquiera me miró. El indio tomó el cigarrillo, lo encendió, le dio una buena calada y me lo pasó sin una palabra.

No tenía el menor deseo de fumar, pero el gesto del indio me conmovió. Brian había recuperado su don de mando, de modo que se volvió hacia mí y rugió:

—Cucha, tírese allá, detrás de los que están cortando varas. No se mueva hasta que le den la orden.

Sus palabras tuvieron el efecto de una bofetada. Mis ojos estaban aguados cuando se cruzaron con la mirada del indio, quien esbozó una sonrisa y volteó rápidamente la cara, concentrado en volver a ajustar las cinchas de su equipo. Me sentía como una imbécil por reaccionar así, seguro era por el cansancio. Estaba acostumbrada a tratos semejantes: eran lo normal. Si hubiera estado sola con Brian me habría tragado su desprecio sin sentimentalismos. Pero delante del indio recuperaba mi condición de persona: su compasión me autorizaba a quejarme. Y ello solo me hacía más débil, más frágil.

Nos habíamos adelantado a la caravana de los militares. El traqueteo de sus cadenas me hizo voltear a mirar. Les vociferaron órdenes en un tono que apestaba de arrogancia. Se quedaron a la espera, de buen humor, como a veinte metros de donde estaba yo, hablando animadamente en grupitos, todavía encadenados unos a otros.

Uno de ellos se percató de mi presencia. Hubo conciliábulos. Dos de ellos se acercaron y se pusieron en cuclillas para hablarme desde detrás de un arbusto que hacía de pantalla.

—¿Todo bien? —susurró uno de ellos.

—Sí, todo bien.

—Me llamo Forero. Y este es Luis, Luis Beltrán. Luis se quitó la gorra cortésmente.

—Doctora, le tenemos un regalito. Le preparamos un ponche. Pero tiene que acercarse hasta acá. Tranquila que el guardia está sano.

La última vez que había oído hablar de ponche yo debía de tener unos cinco años. Fue en la cocina de la casa de mi abuela. Cuando ella anunció que prepararía uno, todos mis primos saltaron de alegría. Yo no sabía lo que era. La cocina daba a un patio interior. Allí, mi prima mayor se había sentado en el suelo, con una vasija llena de yemas de huevo que batía con energía. Mamá Nina había vertido varias cosas dentro, con cara de entendida, mientras mi prima seguía batiendo. La idea me hizo agua la boca. Obviamente, este «ponche» debía de ser algo totalmente diferente; en aquella selva no había huevos.

Para mi sorpresa, me tendieron un plato lleno de yemas recién batidas.

—¿De dónde sacaron huevos? —les pregunté extasiada.

—Son difíciles de cargar pero nos las arreglamos. Ya casi no nos quedan; nos hemos comido todo por el camino. Teníamos cuatro gallinas en la cárcel y resultaron generosas, pusieron un montón de huevos. Las cargamos todo un día, pero tuvimos que pasarlas a la olla la primera noche. No habrían aguantado los cansaperros.

Los escuchaba estupefacta. ¿Cómo? ¿Gallinas en la cárcel? ¿Y huevos?

La idea de que las yemas pudieran hacerme daño me vino a la mente por una fracción de segundo. Al punto rechacé el pensamiento: —Si no me producen náuseas es porque no van a sentarme mal. Cerré los ojos y me lo tragué todo. Tenía de nuevo cinco años, estaba sentada al lado de mi prima y mi abuela estaba allí. Volví a abrirlos, satisfecha. Forero me observaba con una gran sonrisa. Dio un codazo al soldado Luis Beltrán, quien sacó de debajo de su camiseta una bolsa de leche en polvo.

—¡Guárdela rápido! —me dijo—. Si se la pillan, se la quitan. Mézclele azúcar, eso le sienta para la hepatitis.

Tomé las manos de Forero y de Luis y les di sendos besos mientras se las apretaba entre las mías. Luego volví a acurrucarme en mi lugar, feliz de poder contarle a Lucho lo que acababa de ocurrir.

Guillermo abría la marcha, mis compañeros lo seguían. Al verlo, la sonrisa que conservaba en la cara se me borró.

—Tiene prohibido hablar con los militares. Al que encuentre manqueando lo hago encadenar —amenazó.

Tuve que esperar a que montaran el campamento para poder prepararme para el baño. Los militares habían concluido ya sus faenas. Hicieron llamar a Sombra, quien llegó sin hacerse esperar.

Un muchacho habló en nombre de todos.

—Es el teniente Bermeo —me explicó Gloria.

Todos seguimos la escena, con los ojos fijos en Sombra. Los militares habían hecho un montón con todas las provisiones que contenían sus morrales.

—Ya no vamos a cargar nada —declaró Bermeo.

Oíamos retazos de conversaciones. Pero la actitud de Sombra no dejaba lugar a dudas: quería calmar la rebelión.

—Deberíamos hacer lo mismo —dijo Lucho—. Estamos mal alimentados, nos tratan como a perros, y además hay que cargarles la comida.

Keith intervino:

—Yo quiero comer. Yo llevo lo que me pidan llevar.

Miró de frente al guardia, quien seguía nuestra conversación con evidente interés. Luego fue a recostarse contra el árbol que sostenía su carpa y se cruzó de brazos.

—Debemos hacer como los militares, por solidaridad —dijo Tom, y comenzó a sacar las bolsas de arroz que llevaba en su morral. Los demás lo imitaron. Hicimos silencio para poder oír lo que pasaba del lado de los militares.

Bermeo seguía hablando; decía:

—No tienen derecho a llevarla así. La van a matar. Si fuera uno de ustedes, lo estarían llevando en hamaca…

No podía creer lo que estaba oyendo. ¡Aquellos hombres habían asumido mi defensa! Me di la vuelta, con un nudo en la garganta, buscando la mirada de Lucho.

51
LA HAMACA

Nos quedamos sin saber cuál había sido el resultado del boicot de los militares. Una culebra invadió nuestro espacio y, a los gritos de Gloria, todo el mundo se fue a perseguirla. Se había metido detrás de los equipos apilados en el suelo, y podía volver a aparecer de noche, enchipada dentro de algún morral. Estas batidas me disgustaban. Exceptuando las arañas pollas, por las que no sentía ninguna lástima, siempre tomaba partido por los animales que eran blanco de nuestras persecuciones. Deseaba que se escaparan, así como yo misma hubiera querido hacerlo. Frente a las serpientes, en cambio, mi manera de reaccionar me sorprendía a mí misma. Era incapaz de experimentar los sentimientos de aversión que veía en los demás, esa necesidad de aniquilarlas, de darles muerte. Pues sí, he de admitir que me parecían hermosas. Alguna vez, en el campamento de Andrés, vi un collar rojo, blanco y negro tirado en el suelo contra uno de los postes del bohío. Iba a recogerlo cuando Yiseth me gritó:

—¡No la vaya a tocar! Es una veinticuatro horas.

—¿Cómo así, qué es una veinticuatro horas?

—La mata en veinticuatro horas.

Las Farc mantenían sueros antiofídicos, pero estos no siempre eran eficaces. También preparaban un antídoto artesanal, para lo cual ponían a secar la vesícula biliar del roedor que llaman «lapa». Según ellos, este producto era mucho más confiable que los sueros de laboratorio. Tal vez debido a que me sentía a salvo por la disponibilidad de antiofídicos, o de pronto porque creía gozar de algún tipo de protección sobrenatural, me les acercaba sin temor. Incluso el monstruo que los guardias mataron en el campamento de Andrés, al que agarraron mientras fisgaba el baño de una guerrillera, me pareció fascinante. Luego de matarlo, los muchachos extendieron su enorme cuero para secarlo al sol, bien estirado entre estacas. Hizo las delicias de millares de moscas verdes que se arremolinaron a su alrededor, atraídas por el hedor inmundo que desprendía.

El cuero permaneció allí, a la intemperie, por semanas. Se pudrió y acabaron arrojándolo en el hoyo de la basura. Pensé en todas las carteras de lujo que se habían perdido en el proceso. La idea me había rondado pero luego me había parecido absolutamente obsceno haber siquiera pensado en ello.

El animal que Gloria había visto era una cazadora, larga y delgada, de un llamativo color verde manzana. Asustada, llegó hasta donde me encontraba. Sin mucho pensarlo, me di a la tarea de rescatarla para llevarla fuera del alcance de mis compañeros. Sabía que no era venenosa. Sorprendida por el contacto de mi mano, me enfrentó en posición de ataque, con la boca muy abierta y bufando para mantenerme a distancia. No pretendía asustarla. Dejé de moverme para que recobrara la confianza, con éxito. Se dio vuelta para encarar a mis compañeros, aglomerados alrededor, como si se hubiera dado cuenta de que yo no representaba una amenaza. Desde su rincón, el guardia se reía de la escena. La deposité en las primeras ramas de un árbol descomunal y la vimos desaparecer, trepando de rama en rama hasta llegar a la copa.

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