Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Me quedé mirándolo, incrédula:
—¿Cómo así, de qué me habla?
—Pues sí. Unos irán para La Macarena, y otros saldrán con el frente primero. Pero usted va adonde los comandantes.
—¿Cuáles comandantes? ¿Qué historia es esta?
—Si quiere saber más, deme su cadena de oro. Solté la risa:
—¿Mi cadena de oro?
—Sí, como garantía.
—¿Garantía de qué?
—De que no me va a embalar. Si se llegan a enterar de que le conté, me montan consejo de guerra y me fusilan.
—No tengo cadena de oro.
—Sí, la tiene en el equipo. Sobresalté. —Está rota.
—Démela y le cuento todo.
Su compañero de equipo llegó. Me metí de nuevo en la hamaca. La cadena había pertenecido a mi abuela. Se me había roto y después la perdí. La encontré milagrosamente y la guardé muy bien entre las páginas de mi Biblia. Eso significaba que la esculcada había sido muy minuciosa.
Ya en el sitio donde acamparíamos esa noche, mientras armábamos las carpas le comenté el incidente a Lucho.
—Esculcan todo… No podemos seguir llevando ese machete.
—¿Qué hacemos? —me respondió, asustado.
—Espera, tengo una idea.
El campamento de los militares había quedado, nuevamente, al lado del nuestro. Busqué a mis amigos. Seguían encadenados de a dos y tenían que ponerse de acuerdo para desplazarse. Se pusieron contentos de verme y me ofrecieron leche y azúcar.
—Traigo una misión delicada. Necesito su ayuda.
Se acurrucaron a mi lado para escucharme con atención.
—Tengo un machete escondido porque voy a intentar fugarme. Muy probablemente, mañana va a haber una requisa. No quiero dejarlo tirado en el monte. ¿Será que ustedes me lo pueden esconder entre sus cosas por unos días, mientras pasa la requisa?
Los hombres se miraron en silencio, súbitamente pálidos.
—Es peligroso —dijo uno.
—Muy peligroso —dijo el otro.
Un guardia gritó. Había que regresar. Los miré angustiada, solo nos quedaban unos cuantos segundos.
—Qué le vamos a hacer, no podemos dejarla con semejante lío. Cuente con nosotros —resolvió uno de ellos.
—Tome esta toalla. Envuelva con ella el machete después del baño. Cuando esté oscuro nos la regresa. Puede decir que le presté mi toalla y que me la va a devolver —recomendó el otro.
Se me aguaron los ojos. Aunque apenas los conocía, confiaba totalmente en ellos.
Volví y le conté todo a Lucho.
—Yo me encargo de llevárselo. Quisiera agradecerles personalmente —me dijo, profundamente conmovido. Sabíamos demasiado bien el riesgo que corrían.
Al amanecer del día siguiente hubo requisa. Nuestros amigos reanudaron la marcha. Nos hicieron adiós con la mano antes de alejarse. Podíamos estar tranquilos. Cuando llegó mi turno, Guillermo abrió mi Biblia. Tomó la cadena, jugó con ella un momento. Luego, la volvió a poner entre las páginas de la Biblia y cerró con cuidado la cremallera del estuche de cuero que la cubría. «¡No se va a atrever!». Pensé.
Me asignaron de nuevo al Indio. Se le notaban las ganas de hablarme y buscaba el momento adecuado. En cuanto a mí, su historia me intrigaba cada vez más. Estaba ávida de buenas noticias. Quería tener un sueño al que agarrarme, así no fuera verdad. Me decía a mí misma que, de todas formas, si Guillermo le había echado el ojo a la cadena de mi abuela, pronto encontraría el modo de sonsacármela. De modo que cuando el Indio se me acercó, yo estaba dispuesta a comprarle sus mentiras.
El Indio se sentó cerca de mí con el pretexto de que no debía estar sola, ya que nos aproximábamos a una zona patrullada por el ejército. Su compañero no se hizo de rogar y se largó a «remolcar» su equipo.
—Le voy a contar todo, el resto lo dejo a su conciencia —anunció, a modo de introducción.
Me explicó que iba a ser remitida a otro comandante, cuya misión consistiría en llevarme con Marulanda, y que sería liberada.
—El Mono Jojoy quiere hacer una gran ceremonia con todos los embajadores y la prensa. Va a entregarla a usted directamente a los facilitadores europeos. Su amiga va a ser transferida al frente primero del Bloque Oriental. Emmanuel irá a vivir con una familia de milicianos que cuidará de él hasta que crezca.
Explicó que cuando el niño fuera grande, sería guerrillero. Lo enviarían a un hospital para operarlo del brazo. Luego añadió:
—Los tres gringos irán a La Macarena. Los demás serán divididos en grupos y saldrán para la Amazonia.
Listo, ya sabe todo. Espero que cumpla su palabra.
—No le he prometido nada.
—Ya oyó todo, ya le conté todo. Ahora queda sola con su conciencia.
Sabía que el Indio me mentía. No ignoraba que, entre ellos, mentir se consideraba una de las virtudes del guerrero. Ello formaba parte de su entrenamiento, era un arma de guerra que les alentaban a perfeccionar. Y la sabían manejar: habían adquirido la sabiduría de la oscuridad que se utiliza para hacer el mal.
Pero el Indio me había puesto a soñar. Al pronunciar la palabra Libertad, había abierto la caja que yo mantenía cerrada con doble llave. Ya no podía contener el caudal de divagaciones que me asaltaba. Veía a mis hijos, mi alcoba, mi perro, mi bandeja del desayuno, la ropa planchada, el olor de perfume, a Mamá. Me veía abrir la nevera, cerrar la puerta del baño, encender la lámpara de mi mesa de noche, usar tacones. ¿Cómo volver a echar todo aquello en el olvido? Me moría de ganas de volver a ser yo misma.
Probablemente me mentía. Sin embargo la duda, para mí, era fuente de esperanza. Sin ella solo me quedaba la seguridad de mi eternidad en cautiverio. De modo que sí, la duda era una remisión, un instante de reposo. Le estaba agradecida.
Decidí entregarle la cadena, no como pago por la información sino por haber tenido para mí una sonrisa, una palabra, una mirada.
Quería darle una apariencia loable a mi inconsistencia. Adoré a mi abuela. Era un ángel extraviado en esta tierra. Nunca la oí hablar mal de nadie. De hecho, debido a ello todos le contábamos nuestras peleas familiares. Se reía mientras nos escuchaba y siempre terminaba diciendo: «No le pongas bolas a eso, olvídalo».
Tenía el don de curarnos el ego adolorido, y siempre daba la impresión de ponerse del lado de uno. Pero nos facilitaba el perdón porque nos ponía en perspectiva y le restaba importancia a nuestro resentimiento. Fuimos muy cómplices las dos, conocía todos mis secretos. Siempre fue importante en mi vida y su amor me resultó edificante. Su forma de amar no era exigente, y esa fue tal vez la mayor lección de vida que nos dejó. Con ella no había regateos: lo daba todo sin esperar nada a cambio. En su amor no había manipulación ni sentimientos de culpabilidad: lo perdonaba todo. Éramos una cantidad de nietos, cada uno convencido de ser su favorito. Mamá había guardado para mí su cadena de oro. Mi abuela la había llevado hasta su muerte, y yo desde entonces hasta que se me rompió.
Al dársela a un hombre que había tenido compasión de mí, tenía la impresión de honrar la bondad de mi abuela. Sabía que, allá arriba, ella estaba de acuerdo. También me repetía que mi cadena ya había sido descubierta y que, por lo tanto, era muy probable que desapareciera antes del final de la marcha. Pero tampoco era boba: sabía que el Indio me había vendido esperanza enlatada. Por algunos días iba a flotar entre nubes de beatitud. La espera de la dicha era más deleitosa que la dicha misma.
Luego de un día especialmente difícil, con una serie de cansaperros altísimos y muy empinados, llegó el Indio como si nada a perder el tiempo en nuestra sección. Venía por su recompensa. La saqué de su escondite y se la puse a hurtadillas en su manaza encallecida. Cerró el puño y desapareció como un ladrón.
Me evitó en los días que siguieron. Sin embargo, una noche volví a encontrármelo: había venido a ayudarle a Gloria a construir su caleta. Le hice una seña. Bajó los ojos, incapaz de sostenerme la mirada.
No llegué a confesarle nada de esto a Lucho.
Lo que más pesar me dio no fue que la liberación anunciada no hubiera sido más que una pura y simple quimera, sino que el Indio no volviera a ayudarme ni a sonreírme y se hubiera vuelto igual a todos los demás.
Una tarde, Milton me ordenó caminar y envió a los portadores a la retaguardia de la tropa. Iba arrastrándome por aquella selva como zombi, con Milton al lado mío. Intentaba de ser estricto y elevaba el tono para hacerme acelerar el paso. Pero no era que me faltara voluntad, sino que mi cuerpo se empeñaba en rebelarse. Cuando la noche empezó a caer, todavía estábamos a varias horas del campamento.
Nos alcanzó un grupo de muchachas. Habían salido muy tarde del campamento anterior. Su misión consistía en no dejar ninguna huella de nuestro paso. Tenían que borrar el rastro de todo tipo que los secuestrados dejábamos con la esperanza de que el ejército colombiano lo detectara. Llegaron contentas. Habían gastado cinco horas al trote con sus equipos a la espalda para cubrir una distancia que a nosotros nos había tomado nueve horas de marcha.
Me había sentado en el suelo y tenía la cabeza metida entre las rodillas tratando de retomar fuerzas. Sin esperar la orden, decidieron cargarme.
La muchacha que había tomado la iniciativa se acurrucó detrás de mí, metió la cabeza entre mis piernas y, de un tirón, me levantó a horcajadas sobre sus hombros.
—Esta no pesa nada.
Echó a correr como una flecha. Cada veinte minutos se relevaban en la labor.
Dos horas después llegamos al pie de una quebrada que serpenteaba, silenciosa, entre los árboles. Un vaho parecía ascender desde la superficie del agua, que aún reflejaba los últimos rayos de luz. Podía escucharse el ruido de los machetes. El campamento debía de estar muy cerca.
Sombra estaba sentado un poco más lejos sobre la trocha, rodeado de media docena de jóvenes que lo adulaban. La muchacha que me llevaba se acercó al trote y me depositó a sus pies. No hizo ningún comentario, pero lo miró severamente. El grupo estaba impactado, y yo no entendía exactamente por qué. Sombra me dio la respuesta: «¡Se ve pésimo!». Dijo.
Guillermo estaba en el grupo. Comprendió de inmediato que debía hacerse cargo de la situación.
Trató de pasarme el brazo, pero me solté.
Todos regresaban de bañarse. Lucho me dio la bienvenida, preocupado: «Tienes que cuidarte. Sin medicamentos te puedes morir y será culpa de ellos», dijo, en tono fuerte y claro para estar seguro de que Guillermo lo oyera.
Orlando se acercó también. Aún llevaba la cadena al cuello. Me ciñó con su brazo. «Son unos hijueputas. No les des el gusto de morirte. Ven, te voy a ayudar».
Ya estaba debajo del toldillo cuando Guillermo volvió a aparecer. Traía un montón de cajas en las manos. Encendió su linterna apuntándome el haz de luz en plena cara.
—¡Qué le pasa! —protesté.
—Le traigo silimarina. Tómese dos de estas después de cada comida.
—¿Cuál comida? —le respondí, pensando que me tomaba del pelo.
—Tómeselas cada vez que huya comido alguna cosa. Esto debe alcanzarle para aguantar otro mes.
Volvió a marcharse. Me oí decir: «¡Dios mío, haz que en un mes esté en mi casa!».
A la mañana siguiente hubo un trajín tremendo del lado de los guerrilleros. Eran las seis de la mañana y no había ningún indicio de partida. Había llegado demasiado tarde la víspera para notar que los militares habían acampado justo detrás de nosotros. Mis compañeros aprovechaban para hablar con ellos animadamente, y los guardias se hacían los de la vista gorda. Lucho regresó muy pálido de su conversación con nuestros dos nuevos amigos:
—Van a separarnos —informó Lucho—. Creo que los dos nos vamos con otro grupo.
Era exactamente lo que el Indio me había contado. El corazón me dio un salto.
—¿Cómo lo sabes?
—Los militares están bien informados. Algunos tienen sus parceros en las filas de Sombra… ¡Mira!
Me volteé y vi a un tipo grande, joven, de piel cobriza, bigotito bien cuidado y uniforme impecable que se nos acercaba.
Antes de que llegara hasta donde estábamos, Gloria lo abordó, bombardeándolo con preguntas. El hombre sonreía, francamente encantado de la importancia que se le daba.
—¡Vengan todos! —gritó en un tono mitad amable y mitad autoritario.
Lucho se acercó, desconfiado, conmigo detrás.
—¿Usted es la Betancourt? ¡Se ve muy mal! Ha estado muy enferma, según me han dicho.
Dudé, sin saber qué responder. Gloria terció:
—Es nuestro nuevo comandante. ¡Va a darle radios nuevos a todo el mundo!
El grupo se apretó a su alrededor. Todos querían saber más y, sobre todo, dar una buena impresión.
El hombre retomó la palabra. Parecía una persona consciente del peso de cuanto decía: «A todo el mundo no. Seré el comandante de una parte de este grupo. La doctora Ingrid y el doctor Pérez irán a otra parte».
Sentí una contracción a la altura del hígado. Por orgullo decidí callar las mil y un preguntas que me atravesaban el alma. Afortunadamente Gloria las hizo todas por mí en el lapso de medio minuto. Estaba claro, Lucho y yo íbamos a estar separados de los demás —¿quién podía saberlo?— quizá para siempre.
Jorge atravesó toda nuestra sección para estrecharme en sus brazos. Me apretó con tanta fuerza que me dejó sin aliento. Tenía los ojos llenos de lágrimas y, con voz entrecortada, tratando de ocultar el rostro sobre mi hombro, me dijo:
—Madame querida, cuídate mucho. Nos vas a hacer mucha falta.
Gloria llegó por detrás y lo regañó. —¡Aquí no! ¡No delante de ellos!
Jorge se contuvo y fue a abrazar a Lucho. También yo hacía lo posible por tragarme las lágrimas. Gloria me tomó la cara entre sus manos y me miró directo a los ojos.
—Todo va a salir bien. Rezaré todo el tiempo por ti. Tranquila.
Clara se acercó.
—¡Quería quedarme contigo!
Enseguida, como para atenuar la carga dramática de sus palabras, se puso a reír y concluyó:
—¡Seguro que de aquí a unos meses nos vuelven a juntar!
Guillermo había regresado a buscarnos.
Atravesamos nuestra sección y, luego, parte del campamento de la guerrilla. Bordeamos la quebrada unos dos minutos y llegamos a un lugar lleno de aserrín, donde evidentemente habían instalado un aserradero provisional. Me senté sobre un tronco apenas Guillermo nos dio la orden de esperar. Ya habían ubicado allí un guerrillero para la guardia.