No hay silencio que no termine (56 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Cada cual fue a ubicarse en un rincón para pasar el final de la noche, mientras el bongo se hundía en las entrañas de una selva cada vez más densa, con su tripulación de niños armados jugando sobre la cubierta y su carga de presos exhaustos encogidos en su añoranza. Mauricio se situó en la proa: con un enorme proyector entre las rodillas, apuntaba al túnel de agua y vegetación que se abría adelante. Con su único brazo daba instrucciones al capitán, que se encontraba de pie en la popa, y no pude dejar de pensar que estábamos a merced de un nuevo tipo de piratas.

Al cabo de una hora, Camilo volteó un balde metálico que estaba tirado en la cubierta, se lo encajó entre las piernas y lo transformó en timbal. Su ritmo endiablado nos despertó el alma y prendió la fiesta. Las canciones revolucionarias se mezclaron con las populares. Era simplemente imposible mantenerse al margen de la embriaguez colectiva. Las chicas improvisaban cumbias contoneándose y girando sobre sí mismas, como presas del vértigo de vivir. Las voces se desgañitaban y las palmas de las manos llevaban la cadencia con entusiasmo. Camilo ahuyentó el frío y el tedio, también el miedo. Miré el cielo sin estrellas, el río sin fin y aquel cargamento de hombres y mujeres sin futuro, y canté con todas mis fuerzas, buscando en la apariencia de la alegría un dejo de felicidad.

Una vez que atracamos de noche, cerca de un campamento abandonado y fantasmagórico, una voz gangosa nos llamó desde lo alto de los árboles:

—¡Hola, pendejo; el que come solo, muere solo, ja ja!

Luego, desde más cerca:

—¡Te veo, pero tú no, ja ja!

Era un loro hambriento que no había olvidado lo aprendido. Aceptó que le diéramos de comer pero guardó su distancia. Apreciaba su libertad. Al observarlo, me dije que él sí lo había entendido todo. En el momento de zarpar, desapareció. Nada lo hizo bajar de la copa de su árbol.

Más abajo en el río, Pata Grande dispuso la construcción de un campamento permanente. El lugar estaba a orillas del río, entre unas casas campesinas que habíamos visto desde el bongo. Nuevamente, se trataba de un campamento abandonado. Llegamos en plena noche, bajo una tormenta brutal. Los jóvenes armaron nuestras carpas en un abrir y cerrar de ojos, usando parte de las antiguas instalaciones que se mantenían en pie.

Cuando escampó me fijé en un niño menudo, rubio, con el pelo cortado a cepillo y cara de ángel, que parecía incómodo con el fusil en las manos.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté cortésmente.

—Mono Liso —murmuró.

—¿Mono Liso? ¿Es tu apodo?

—Estoy de centinela, no puedo hablar.

Katerina pasaba por ahí. Se burló de él y, dirigiéndose a mí, soltó:

—No le pare bolas al Mono Liso, es una caspa.

Ya no tenía ganas de estrechar vínculos con mis secuestradores. Hacía días que le daba vueltas al asunto. La partida de Jeiner había dañado el ambiente amistoso que predominó durante algunos días. La actitud de la tropa calcaba el comportamiento del superior. Estaba convencida de que, con el tiempo, el deslizamiento hacia el despotismo era inevitable.

Unos meses antes de mi secuestro, encendí el televisor y di con un documental apasionante. En los años setenta, la Universidad de Stanford determinó simular una situación carcelaria para estudiar el comportamiento de personas comunes y corrientes. El sorprendente resultado del experimento reveló que jóvenes equilibrados, normales, que se disfrazaban de guardianes y tenían el poder de cerrar y abrir puertas, podían convertirse en monstruos. Otros jóvenes, tan equilibrados y normales como los anteriores, puestos en el rol de presos, se dejaban maltratar. Un guardia metió a un preso en un armario donde solo cabía de pie. Lo dejó allí durante horas, hasta que se desmayó. Era un juego. Sin embargo, frente a la presión del grupo, solamente una persona supo salir de su papel y pedir que detuvieran el experimento.

Sabía que las Farc jugaban con candela. Estábamos en un mundo cerrado, sin cámaras, sin testigos, a merced de nuestros carceleros. A lo largo de las últimas semanas había observado el comportamiento de aquellos niños obligados a portarse como adultos y con un fusil en las manos. Ya podía ver todos los síntomas de una relación que habría de deteriorarse y pudrirse. Creía que era algo contra lo que se podía luchar, conservando al mismo tiempo la identidad. Pero también sabía que la presión del grupo podía convertir a aquellos niños en guardianes del infierno.

Estaba perdida en mis elucubraciones cuando vi un hombrecito de gafas bien trepadas sobre la nariz y el pelo muy corto. Caminaba como Napoleón, con los brazos cruzados a la espalda. Su presencia me indispuso. Había un aura lúgubre en torno a él: «Otro nuevo», me dije. Se me acercó por detrás para decirme, con vocecita sibilante:

—Buenos días, soy Enrique, su nuevo comandante.

57
A LAS PUERTAS DEL INFIERNO

Muy pronto, para todos fue evidente que la llegada de Enrique cambiaría muchas cosas. Lo habían enviado para que estuviera por encima de Patagrande, quien se había visiblemente resentido. La guerra fría entre ambos se hizo manifiesta. Se evitaban, y la comunicación entre ellos se limitaba a lo estrictamente necesario. Mauricio pasaba mucho tiempo con los rehenes militares. Mis compañeros lo apreciaban. Habíamos recibido un radiecito de múltiples bandas con nuestro pedido, y luego César nos regaló una «panela» grande. Finalmente llegó una tercera «panela» con buenos altoparlantes, que Mauricio nos prestaba para poner vallenatos a todo volumen el día entero. Sabía que ello complacía a los soldados, y aprovechaba la situación para contagiarles la antipatía que sentía por Enrique.

Por su parte, Enrique hacía cuanto podía por hacerse odiar. La primera orden que dio fue prohibir a las muchachas hablar con los prisioneros. Cualquiera que se nos acercara era sancionada. La segunda fue obligar a los guardias a reportar a los comandantes la menor conversación con nosotros. Toda solicitud que tuviéramos debía pasar por él. En pocas semanas los niños adquirieron caras de adultos. Se ensombrecieron. Ya no los veía rodar abrazados por el musgo, ni volvieron a oírse carcajadas. Zamaidy perdió su corte de muchachitas. Lili, la «socia» de Enrique, se las arrebató.

El mismo día de su llegada al campamento, Enrique la metió en su cama. Sin duda era bien agradable. Su piel levemente cobriza hacía destacar la dentadura perfecta con que sonreía. Era una morena de cabellera lisa y sedosa que agitaba al viento con gracia. Coqueta y picara, le brillaban los ojos cuando hablaba con los soldados, para que todo el mundo entendiera que se sentía dispensada de obedecer la orden de Enrique, a quien llamaba «Gafas» con evidente familiaridad. Había asumido, enseguida y con alegría, su papel de «ranguera».

La rivalidad de los comandantes repercutió en las muchachas. Zamaidy se mantenía al margen, tratando ella también de no acercarse demasiado a su competidora, quien, de un día para otro, se había convertido en una pequeña tirana a quien complacía repartir órdenes a diestra y siniestra.

De paso, el trato que recibíamos comenzó a deteriorarse. Los guardias, que antes nos trataban con respeto, comenzaron a permitirse familiaridades que recibí con frialdad. Los soldados no lo tomaban a mal; les gustaba ser tratados con la rudeza del compadreo. En cuanto a mí, temía que la pérdida de ciertas formas de cortesía abriera el camino a maltratos como los que habían predominado en la cárcel de Sombra.

Mis temores resultaron fundados. Muy pronto el tono pasó de la chanza al irrespeto. Los más jóvenes sentían que ganaban prestigio ante sus pares si se atrevían a darnos órdenes sin parar. Eran muy conscientes de que había una pugna mortal entre Gafas y Patagrande, y de su lucha declarada por ampliar cada uno su tajada de poder. La cercanía de Patagrande a los soldados permitió a Enrique imponer decisiones precisas que apuntaban directamente a su contendor. Los chicos eran lo suficientemente agudos para darse cuenta de que cualquier severidad hacia los prisioneros sería apoyada por Enrique.

Patagrande, por su parte, quería hacer el papel de mediador. Creía que al mantener a los rehenes bajo control podía convencer a César de la inutilidad de la presencia de Enrique. Hizo presión para que nos invitaran a las «horas culturales». Estas hacían las delicias de los jóvenes y nuestra presencia los estimulaba.

Nos sentaban en troncos recién pelados. Había adivinanzas, recitaciones, canciones, imitaciones, y a todos nos llegaba el turno de participar. Yo no quería ir. Me vi con mis primos preparando un espectáculo para nuestros padres en la vieja casa de la abuela. Subíamos corriendo la vetusta escalera de madera que llevaba a la mansarda, lo que producía un ruido de mil demonios. Oía a mi abuela, en la planta baja, quejarse de que le íbamos a tumbar la casa. En la mansarda había un baúl donde Mamá guardaba sus vestidos de baile y las coronas que había recibido en tiempos de su reinado, que todos usábamos para disfrazarnos.

Recitábamos, cantábamos y bailábamos como en esta misma selva. Invariablemente algún primo gritaba: «¡Un ratón, un ratón!», y era la desbandada en sentido contrario por las escaleras para ir a echarnos en brazos de mi abuela antes que nos regañara.

Esta magdalena proustiana vino a recordarme lo que había perdido. No podían pintarme como hora cultural ese tiempo que me robaban lejos de los míos. Mis compañeros consideraron que mi actitud era desdeñosa y que yo era una aguafiestas. El único que entendió fue Lucho. «Nadie nos obliga a ir», me dijo, dándome palmaditas en la mano. Luego, con cierto humor, añadió: «Sí, podemos quedarnos para aburrirnos. Podemos incluso hacer un concurso a ver cuál de los dos se aburre más».

Mis reservas fueron informadas a la guerrilla. Patagrande vino a advertirnos: «O participa todo el mundo, o no va nadie».

Un día llegó un cargamento excepcional de ensalada de frutas, traída de una aldea vecina. Había, pues, una carretera que comunicaba al campamento, y la idea de que la civilización no nos fuera totalmente inaccesible me proporcionó cierto alivio. La ensalada de frutas fue repartida exclusivamente entre los miembros de la tropa, pero como yo estaba convaleciente, Gafas autorizó que me guardaran un vasito.

En mi vida había comido algo tan rico. La frutas estaban frescas y en su punto de maduración. Había mango, melocotón, ciruela, sandía, banano y níspero. Su carne era firme y jugosa, tan tierna que se derretía en la boca, y estaba aderezada con una crema dulce y empalagosa que se prendía al paladar. Perdí el habla con el primer bocado, y en el segundo me concentré en recorrerme la boca con la lengua para extraer todos los sabores. Iba a empezar mi tercera cucharada cuando me detuve en seco, con la boca abierta. «No, el resto es para Lucho».

Uno de mis compañeros me vio pasarle el vasito. Se levantó de un salto de la hamaca, como impulsado por resortes, y llamó a Mauricio. Se quejó del trato privilegiado que me daban. Todos éramos prisioneros, yo no tenía por qué comer más que los demás.

Ya al día siguiente sentí que me daban otro apretón de clavijas. Desde Jeiner nos habíamos acostumbrado a ir a los chontos sin tener que pedir permiso. Iba en camino cuando el guardia me interpeló con brusquedad:

—¿A dónde va?

—¿A dónde cree?

—Tiene que pedirme permiso, ¿entendido?

No le respondí, temiendo que las cosas pudieran ponerse feas. Que fue lo que ocurrió, pero por otras razones. Una flotilla de helicópteros pasó rasante sobre el campamento, dio media vuelta a pocos kilómetros y volvió a volar por encima de nosotros, cubriéndonos con su sombra por algunos instantes.

Al punto, Mauricio dio la orden de levantar el campamento y escondernos con nuestros equipos en la manigua. Esperamos, acurrucados entre la vegetación, desde el atardecer hasta la medianoche. Me devoraron garrapatas microscópicas que invadieron hasta el último poro de mi piel. Luchaba contra la comezón que me torturaba, incapaz de pensar.

Ángel, un joven guerrillero, estaba decidido a conversar conmigo. Era bien plantado, buena persona —pensé—, más bien corto de ideas. Escuchaba la radio sentado sobre los talones, con aire impaciente:

—¿Oyó la noticia? —me preguntó, abriendo mucho los ojos para que le diera mi atención.

Yo seguía rascándome desesperadamente, sin entender qué era aquello que se encarnizaba conmigo.

—Son las garrapatas. Deje de rascarse; así las alimenta más ligero. Hay que quitarlas con una aguja.

—¡Garrapatas! ¡Qué horror! ¡Las tengo en todas partes!

—Son diminutas —encendió su linterna y dirigió el haz luminoso hacia su brazo—. Mire: este punto que se está moviendo es una garrapata.

Se clavó la uña en la piel hasta sacarse sangre y declaró: «¡Se me voló!».

Una voz en la delantera gritó: «¡Apaguen las luces, carajo! ¿Quieren que nos bombardeen? ¡Pasen la consigna…!». La voz se repitió como un eco; cada guerrillero la reproducía tal cual, uno tras otro, a todo lo largo de la columna, hasta que llegó adonde Ángel, quien la recitó en el mismo tono de reproche a su vecino, como si no tuviera nada que ver con él. De todas formas había apagado la linterna y se reía como un niño cogido en falta.

Insistió en un susurro:

—¡Y entonces! ¿Oyó la noticia?

—¿Cuál noticia?

—Van a extraditar a Simón Trinidad.

Simón Trinidad había asistido a la reunión de Pozos Colorados, cerca de San Vicente del Caguán, entre los candidatos a la Presidencia y la comandancia de las Farc. Lo recordaba bien; no había abierto la boca, limitándose a tomar apuntes y a pasarle papelitos a Raúl Reyes, quien fungía de jefe del grupo. Durante las negociaciones de paz declaró que el Derecho Internacional Humanitario era un concepto «burgués». Su discurso resultaba tanto más sorprendente cuanto que él mismo provenía de una familia burguesa de la costa, lo que le había permitido estudiar en el colegio suizo de Bogotá y recibir clases de economía en Harvard. Antes del final de la conferencia me levanté a tomar aire. La sesión parecía interminable y hacía mucho calor. Simón Trinidad se levantó detrás de mí y me siguió. Tuvo la galantería de abrirme la puerta y sostenerla mientras yo pasaba. Le di las gracias e intercambiamos un par de palabras. Me pareció que el tipo tenía algo de duro y de seco. Luego me olvidé de él.

Hasta el día en que fue capturado en un centro comercial de Quito, en Ecuador. Estaba indocumentado. Las Farc reaccionaron de inmediato en un tono amenazante. La captura de Trinidad significaba, según ellas, el fracaso de las negociaciones con Europa para mi liberación. Alegaban que estaba en Quito para reunirse con representantes del gobierno francés.

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