Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Lucho volvió en sí, habiendo perdido no solamente sus recuerdos de infancia sino, lo que era mucho más grave en esta ocasión, el recuerdo de nuestros planes. William dijo que había sido un error inyectarlo en la sien. Por mi parte, quería creer que si le trataban la diabetes sería posible su plena recuperación, ya que lo más importante era rescatarlo a él.
Enrique envió pescado y me puse a trabajar con su gps Garmin. Tuve el aparato en mis manos toda una mañana y tomé nota de la información que contenía. En particular, había un lugar que había sido registrado bajo el nombre de Maloca, con las siguientes coordenadas: N 1 59 32 24 W 70 12 53 39. Me sorprendió que hubieran puesto en mis manos semejante información pero, por supuesto, debían de pensar que no la entendía en absoluto, lo cual era cierto, excepto porque conservaba en mi memoria las bases de las clases de cartografía del colegio.
Orgullosa de mi hallazgo, fui a hablar con Bermeo. Convinimos en que había que encontrar el medio de echar mano a un mapa que indicara paralelos y meridianos. Esta información secreta era esencial para todos nosotros. El creía haber visto en la pequeña agenda de Pinchao un mapita de Colombia con la indicación de las latitudes y longitudes. Entonces recordé que yo misma tenía un juego de mapas del mundo que guardaba en la agenda que llevaba conmigo el día de mi secuestro.
La había conservado para ver la serie de reuniones programadas para los días, las semanas y los meses siguientes, y que había incumplido. La misma agenda se me había convertido en elemento esencial para paliar el tedio. Comencé a aprenderme de memoria las capitales de todos los países del mundo, su extensión y número de habitantes. A veces jugaba con Lucho para matar el tiempo: «¿Cuál es la capital de Suazilandia?». «¡Fácil: Banana!», me respondía Lucho burlándose de nuestras tontas técnicas de memorización.
De modo que tenía un mapa de América del Sur, con una Colombia chiquita sobre la que evidentemente aparecían la línea ecuatorial y algunos paralelos y meridianos, referenciados de manera parcial. El mapa de Pinchao era aún más pequeño pero estaba mucho mejor cuadriculado. Tenía, además, al margen, una escala diminuta que reprodujimos en una cajetilla de cigarrillos para mejorar nuestras aproximaciones. Bastaba dividir la distancia entre dos líneas paralelas para saber dónde quedaba el paralelo que buscábamos.
Un poco más arriba del Ecuador logramos ubicar la coordenada Nl° 59 norte. Los meridianos aparecían de derecha a izquierda a partir del 65 que atravesaba a Venezuela y Brasil, el 70 de lleno en Colombia y el 75 al occidente de Bogotá. W70° 12 nos ubicaba algunos milímetros a la izquierda del meridiano 70. De modo que estábamos aparentemente en el Guaviare, al norte de Mitú, la capital del Vaupés, el departamento limítrofe del Guaviare al sur, y cerca del Guainía, con el que limitaba al oriente.
Pasé horas absorta en el mapita de Pinchao. Si nuestros cálculos eran correctos, debíamos de estar en un pequeño cuerno del departamento del Guaviare que sigue el curso del río Inírida, perteneciente a la cuenca del Orinoco. De estar en alguno de sus afluentes, la corriente debía llevarnos hasta Venezuela. Fantaseé. Con mi reglita improvisada medí la distancia entre aquel puntito imaginario que llamábamos la Maloca y Puerto Inírida, la capital del Guainía, adonde necesariamente teníamos que llegar. Eran poco más de trescientos kilómetros en línea recta, pero el río seguía un curso sinuoso que podía fácilmente triplicar la distancia que efectivamente deberíamos recorrer.
Pensándolo bien, Puerto Inírida no era la meta de nuestro periplo. Nos bastaba encontrar en el camino a un ser humano que no perteneciera a la guerrilla y aceptara guiarnos para salir de aquel laberinto.
Me sentí dueña del mundo. Sabía dónde estábamos y aquello cambiaba todo. Era consciente de que deberíamos prepararnos para aguantar mucho tiempo en la selva. Las distancias eran enormes. Habían escogido muy bien su escondite. No había nada confirmado a menos de cien kilómetros a la redonda, a través de la más espesa de las selvas. La ciudad más cercana era Mitú, al sur, a exactamente cien kilómetros, pero el contacto era imposible por vía fluvial. Emprender la marcha a través del monte sin brújula parecía una locura aún más grande que la que yo proyectaba. ¿Acaso era posible lanzarse a semejante expedición con un hombre enfermo? La respuesta era que sin él no lo intentaría. Habría que aprender a sobrevivir con lo que encontráramos y correr el riesgo. Eso era mejor que esperar a que nuestros secuestradores nos mataran.
El compañero de Gira vino un día a cavar chontos. Era un indígena inmenso de mirada profunda. Esperaba intercambiar algunas palabras con él. Me dijo sin rodeos: «Las Farc no la quieren. Usted representa todo lo que combatimos. De aquí no va a salir ni en veinte años. Tenemos toda la organización necesaria para retenerla por el tiempo que nos dé la gana».
Recordé entonces a Orlando al referirse a uno de nuestros compañeros de cautiverio: «Mira, se porta como una cucaracha. Lo sacan a escobazos y se arrastra para entrar de nuevo». Me vi a mí misma, tratando de ganarme la amistad del indígena, como una cucaracha. «Nada más estimulante para tomar la decisión de fugarme», pensé.
El pescado le sentó a Lucho de maravilla. Dos semanas más tarde sus recuerdos habían vuelto a ocupar el lugar que les correspondía en su cerebro. En los días de su ausencia había tenido la impresión de hablar con un extraño. Cuando regresó a la normalidad y pude contarle cuánto había sufrido por su estado, se divirtió asustándome, fingiendo nuevas lagunas mentales que me producían pánico. Se atacaba entonces de la risa y me abrazaba, avergonzado pero feliz de ver cuánto me importaba él.
Todo estaba listo. Incluso habíamos decidido irnos suspendiendo el tratamiento de Glucantime, que se hacía interminable, ya que Lucho no se curaba del todo. Todavía podíamos mejorar nuestras provisiones, pero pensábamos vivir de la naturaleza para ir lo más livianos posible. De tal modo, nos pusimos a esperar el momento propicio: una terrible tormenta a las seis y media. La esperábamos cada tarde. Cosa curiosa: en aquella selva tropical donde todos los días llovía, el año 2005 fue de una insólita sequía. Muy larga fue nuestra espera.
Decidimos retomar nuestras clases de francés para mantenernos ocupados. Solamente el joven John Pinchao, secuestrado al poco tiempo de haber ingresado a la Policía, decidió unírsenos. Parecía convencido de su mala suerte y, según él, la cadena de acontecimientos que lo había llevado a la maloca probaba que toda su vida estaba condenada al fracaso. Esta convicción le causaba un sentimiento de injusticia que lo amargaba, llevándolo a enojarse con el mundo entero. Me caía muy bien. Era inteligente y generoso, y me daba mucho gusto hablar con él a pesar de que casi siempre terminaba yéndome brava mientras le decía: «¿Te das cuenta? ¡Contigo no se puede hablar!».
Había nacido en Bogotá, en el barrio más humilde de la ciudad. Su padre era albañil y su madre trabajaba donde podía. Tuvo una infancia miserable, que pasó encerrado con sus hermanas en una pieza de inquilinato. Como no podía atenderlos, la mamá los dejaba encerrados todo el día. A los cinco años de edad, su hermana mayor preparaba el almuerzo de los hermanitos en una hornilla que la madre dejaba a ras de suelo. Recordaba el hambre y el frío.
Adoraba a su papá y reverenciaba a su mamá. Como fruto del intenso trabajo y de un valor sin límites, los padres lograron construir una casita con sus propias manos y darles una educación decente. Pinchao era bachiller y, como carecía de recursos para continuar sus estudios, había ingresado a la Policía.
Desde el comienzo de las clases observé que Pinchao aprendía muy rápidamente. Hacía toda clase de preguntas y tenía una enorme sed de conocimientos que yo procuraba calmar lo mejor posible. Se ponía radiante cuando, después de haberme exprimido como a un limón durante todo el día, me declaraba vencida y le confesaba que ignoraba una respuesta.
Me tomó confianza y pidió que lo introdujera a lo que él llamaba «mi universo». Quería que le contara cómo eran los países donde había estado y en los que había vivido. Yo lo llevaba a pasear conmigo por mis recuerdos, por las distintas estaciones, de las que ignoraba todo. Le explicaba que prefería el otoño con su esplendor barroco, aunque fuera tan corto; que la primavera en los jardines de Luxemburgo era un cuento de hadas, y le describía la nieve y las delicias de los deportes de deslizamiento, que él creía que yo inventaba solo por darle gusto.
Después de las clases de francés nos sumergíamos en otra materia de estudio. Pinchao quería aprenderlo todo sobre las reglas de etiqueta. Cuando formuló su petición, pensé inmediatamente que yo no era la persona indicada para semejante tarea.
—¡Definitivamente, mi querido Pinchao, eres muy de malas! Si mi hermana estuviera aquí te daría el mejor de los entrenamientos. Yo casi no sé nada de etiqueta. Pero te puedo enseñar lo que aprendí de mi mamá.
Estaba muy emocionado con el proyecto:
—Creo que me moriría de miedo si algún día tuviera que sentarme a una mesa con montones de tenedores y copas frente a mí. Nunca me he atrevido a preguntar.
Aprovechamos la llegada de un cargamento de tablas para construir una mesa, con la excusa de necesitarla para nuestras clases de francés.
Pedí a Tito que con su machete me tallara unos palitos para simular los tenedores y cuchillos, y jugamos a las comiditas. A Lucho, quien tomaba muy en serio nuestras clases de mundología, le encantaba corregirme cada dos por tres.
—Los tenedores a la izquierda, el cuchillo a la derecha.
—Sí, pero a la derecha también puedes poner la cuchara sopera o la pinza para caracoles.
—Un momento… ¿Qué es una pinza para caracoles?
—No le pares bolas, te quiere descrestar.
—¿Pero cómo hago para adivinar cuál debo utilizar? —insistía Pinchao, angustiado.
—¡No tienes que adivinar! Los cubiertos están dispuestos en el orden de utilización.
—Y si dudas, miras a tu vecino —intervenía de nuevo Lucho.
—Excelente consejo. Por cierto, siempre hay que esperar a que el anfitrión tome la iniciativa. Nunca hagas absolutamente nada antes que él.
—Porque te podría pasar lo que le pasó a cierto presidente africano, de hecho no sé si era africano, huésped de la reina de Inglaterra. Habían puesto lava dedos en la mesa y el tipo creyó que era una copita para beber. Se lo tomó. La reina, para no hacerlo quedar mal, también tuvo que tomarse el lava dedos.
—¿Qué es un lava dedos?
Pasábamos las tardes enteras hablando de la forma de poner la mesa, de servir el vino, de servirse, de comer, y nos perdíamos en el mundo de los buenos modales y los placeres refinados.
Resolví que el día en que regresara pondría atención a los detalles, siempre tendría flores y perfume en casa, y que no me privaría nunca más de helados ni de pastelería. Comprendí que la vida me había dado acceso a demasiadas alegrías, que abandoné por indiferencia. Quise escribirlo en alguna parte para no olvidarlo, pues temía que aquella insoportable levedad del ser lograra hacerme olvidar lo que había vivido, pensado y sentido en cautiverio, una vez estuviera libre. Lo escribí, pero al igual que todo lo demás que escribí en la selva, lo quemé para evitar que cayera en poder de las Farc.
Sentada en mi caleta, pensaba en todo esto mientras preparaba la clase de francés para el siguiente día, cuando de repente hubo un chirrido largo, doloroso, aterrador, que iba creciendo y nos obligó a alzar la vista. Vi un estremecimiento de hojas del lado de los chontos, luego a Tigre, que salía despavorido y abandonaba su puesto de guardia, atravesando nuestro alojamiento como alma que lleva el diablo.
El mayor de los árboles de la selva había escogido aquel preciso instante para morir. Se derrumbó como un gigante. Nuestra sorpresa fue igual a la de los árboles jóvenes que arrastró en su caída, y que se quebraron con un ruido de trueno para abatirse definitivamente sobre nosotros, entre una nube de polvo que se elevó diez metros por encima del nivel del suelo. Unos loros asustados echaron a volar. El pelo quedó barrido hacia atrás por la onda del impacto, y mi rostro recibió una ola de partículas que también cubrió la totalidad de las carpas y el follaje circundante. El cielo se abrió de par en par, develando unas nubes amarillas que se deshilachaban hacia el infinito de un crepúsculo incendiario. Todo el mundo había corrido a guarecerse. A mí ni siquiera se me había ocurrido.
—Pude haber muerto —me dije, alelada, al notar que una rama del gigante se había estrellado a dos centímetros de mi pie. Pero hubiera sido demasiado hermoso.
Me emocionó la idea de que aquella abertura providencial nos permitiría mirar las estrellas.
—¡Olvídate! —me dijo Lucho—. Vas a ver cómo nos cambian de campamento.
Algunos días después, Mauricio dio la señal: había que empacar. El sitio adonde nos trasladaron quedaba alejado de la orilla del río. Tal como en el campamento de la Maloca, había un caño a la izquierda de nuestro alojamiento. Este era mucho más amplio y se ramificaba antes de llegar al río. El brazo más importante abastecía al campamento de la guerrilla. Mauricio nos esperaba ya en el nuevo emplazamiento.
Muy pronto, cada cual retomó sus actividades habituales. Nosotros nos dedicamos a tender nuestras antenas de alambre de aluminio en los árboles para conectarnos con el mundo. No volví a perder ningún mensaje de Mamá. Luego de la extradición de Trinidad, se impuso la tarea de entrar en contacto con todas las personalidades que pudieran tener la posibilidad de hablarle al oído al presidente Uribe. Ahora su intención era convencer a la esposa del Presidente. Mamá contaba todo esto en público, al aire, como si ella y yo estuviéramos hablando frente a frente.
—Ya no sé qué inventarme —me decía—. Me siento terriblemente sola. Tu drama aburre a la gente, tengo la impresión de que todas las puertas se cierran. Mis amigas ya no me quieren recibir. Me acusan de deprimirlas con mi llanto. Y es cierto, mi amor; solo hablo de ti porque es lo único en el mundo que me interesa. Todo lo demás me parece superficial y banal, como si pudiera perder el tiempo andando por ahí sabiendo que estás sufriendo.
Yo lloraba en silencio mientras le repetía en un susurro: —Sé fuerte, mi mamita; te voy a dar una sorpresa. Un día de estos voy a llegar a alguna parte, a un pueblo a la orilla de un río. Buscaré una iglesia, porque habrá guerrilla siguiéndome por todas partes y tendré miedo. Pero veré el campanario desde lejos y encontraré al cura. Él tendrá un teléfono y marcaré tu número. Es el único que no he olvidado: «Dos doce, veintitrés, cero tres». Oiré el timbre llamar una, dos, tres veces. Siempre estás ocupada con alguna cosa. Al fin contestarás. Escucharé el tono de tu voz y lo dejaré resonar por algunos instantes en el vacío, para tener tiempo de dar gracias a Dios. Diré «Mamá» y responderás «¿Astrica?», porque nuestras voces se parecen y no podría ser sino ella. Entonces te diré: «No, mamita, soy yo, Ingrid».