No hay silencio que no termine (58 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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La tensión aumentó en el campamento. La rivalidad entre Mauricio y Gafas estaba en su punto culminante. Pedí azúcar para Lucho y se armó un lío tremendo. Mauricio vino a verme con un paquete grande que me entregó frente a todo el mundo: «Le traigo mi propia reserva de azúcar porque Gafas se niega a facilitársela. Va a tener que hablar con César».

La relación con los guardias también se había vuelto tensa. El que quisiera gozar de prestigio sabía que castigándonos se haría aplaudir.

Construyeron garitas en las cuatro esquinas de nuestro perímetro. Una mañana Mono Liso, el niño con carita de ángel, estaba de guardia; empuñaba el revólver y tomaba muy en serio su función de vigilante. Un compañero salió a los chontos y olvidó avisarle. En cierto modo no era siquiera necesario, ya que los chontos eran visibles desde el puesto de guardia.

—¿A dónde va? —aulló Mono Liso desde su percha. Mi compañero se volteó, pensó que la pregunta iba dirigida a otra persona y prosiguió su camino. Mono Liso sacó su revólver, apuntó y le disparó tres veces a las piernas.

Un silencio sepulcral se abatió sobre el campamento. Mono Liso tenía buena puntería. Las balas habían rasguñado las botas, sin herirlo.

—La próxima vez se la pongo en el muslo para que aprenda a respetar las consignas.

Todos estábamos pálidos. «Habrá que pensar en irnos», me susurró Lucho.

Algunos guerrilleros ofrecían suministrarnos lo que nos hacía falta a cambio de algún trabajo de costura, de remendar un radio o de cigarrillos. Cada vez que nos faltaba algo, o sea a diario, teníamos que ofrecerles alguna cosa a cambio. Los guardias, que al principio se habían mostrado dispuestos a ayudarnos, se dieron cuenta de que detentaban un poder absoluto sobre nosotros y se volvieron más y más groseros y autoritarios.

Lucho y yo sufrimos más que los demás. Dieron la orden de mantenernos aparte y humillarnos. Cualquier solicitud nos era negada de forma sistemática.

—Eso es por no trabajarles —me advirtió Lucho.

Aparecieron algunos casos de leishmaniasis, primero en la guerrilla y luego entre nosotros. Nunca había visto con mis propios ojos los efectos de la enfermedad. Aunque entre rehenes hablábamos a menudo del tema, tampoco había entendido cabalmente su gravedad. Se le llamaba también «lepra de la selva», debido a que producía la degeneración de la piel, en primer lugar, luego de los demás tejidos que iba alcanzando, como si se pudrieran. Comenzaba como un granito de acné y generalmente no se le prestaba atención. Pero la enfermedad seguía avanzando de manera implacable. Pude ver los estragos en la pierna y el antebrazo de Armando. Era un hueco enorme de piel reblandecida, como si le hubieran derramado ácido, donde se podía introducir todo un dedo sin que el afectado sintiera dolor. Cuando Lucho me mostró el granito que le había salido en la sien me encogí de hombros; no podía imaginar que se trataba del famoso pito.

Cuando Patagrande vino a informarnos que habría una celebración por Navidad, Lucho y yo sentimos que nos tendían una trampa. Hablamos al respecto con Bermeo y los demás. Nuestros compañeros también estaban prevenidos, temíamos que la guerrilla montara eventos para filmarnos a escondidas y hacerle creer al mundo que la pasábamos bien. Pero la idea de una fiesta era demasiado atractiva como para rechazarla.

La guerrilla había construido un espacio rectangular delimitado por troncos de árbol. El suelo estaba perfectamente nivelado y enarenado. Habían puesto una caja de cerveza en un rincón y todas las chicas de la tropa estaban sentadas en fila esperándonos. No se veía a un solo hombre alrededor de lo que parecía ser la pista de baile.

En cuanto llegamos nos hicieron sentar frente a las muchachas y la cerveza empezó a circular. Apenas si había probado la mía cuando ya me sentí mareada. A pesar de mi turbación, no perdí la cabeza y me mantuve alerta.

A veces uno hace todo lo contrario de lo que ha previsto. Eso fue lo que me ocurrió a mí aquella noche. El sonido era potente. La música estremecía los árboles a nuestro alrededor. Las muchachas se levantaron al tiempo y sacaron a bailar a los soldados. Ellos no podían negarse. Cuando Ángel atravesó todo el campamento, entró a la pista y me tendió el brazo, me sentí como una tonta. Busqué a Lucho con los ojos. Estaba sentado con una cerveza en la mano y me observaba. Se encogió de hombros y asintió con la cabeza. Pensaba que negarme sería desairar a todo el mundo.

Todos los ojos estaban clavados en mí. Sentí la brutal presión y dudé unos segundos. Finalmente me levanté y acepté bailar. Habría dado un par de vueltas a la pista cuando lo vi. Enrique tenía una cámara de video digital ultraliviana dirigida hacia mí. Estaba escondido detrás de un árbol. La lucecita roja que se enciende para indicar que la cámara está en funcionamiento lo había traicionado. Mi corazón dio un vuelco y me paré en seco. Solté a Ángel y lo dejé solo en medio de la pista para ir a sentarme de nuevo, de espaldas a Enrique. Me daba rabia haber caído en la trampa. Ángel se fue, muerto de la risa, feliz de haber cumplido tan bien su misión.

En la selva, la educación que recibí era un hándicap. A menudo tenía que tragarme las ganas de decir o hacer mi parecer, por miedo a herir la susceptibilidad de estos o de aquellos. Me repetía una y otra vez que debía prescindir de mis buenos modales, pues nadie cedía el paso, nadie ofrecía un asiento, nadie tendía una mano. Cuando el vejamen se disipaba, me reponía. No; debía, por el contrario, ser cada vez más cortés.

La estratagema de Gafas me hizo cuestionar todas mis buenas intenciones. Yo no podía seguir razonando como si pudiera trasponer los rituales y códigos del mundo externo a mi presente vida. Estaba secuestrada. No podía pretender que aquellas mujeres y hombres se comportaran de otro modo. Ellos vivían en un inundo donde el mal era el bien. Matar, mentir, traicionar, formaba parte de lo que se esperaba de ellos. Me acerqué a Lucho, quien estaba fuera de sí:

—Tenemos que hablar con Enrique. No tiene derecho a filmarnos sin nuestro consentimiento.

La música se detuvo a mitad de la canción. Las muchachas desaparecieron y los guardias amartillaron sus fusiles. Fuimos empujados con brutalidad a nuestro alojamiento. Nuestra Navidad acababa de terminar.

Enrique vino a hablar con nosotros al día siguiente. Lucho había insistido en que tenía que hacerlo. La discusión se avinagró rápidamente. Al principio Enrique negó que se hubiera tratado de una puesta en escena, pero terminó diciendo que la guerrilla hacía lo que le daba la gana, lo que a todas luces constituía una confesión. Cuando Lucho le manifestó la indignación que semejante actitud le producía, Enrique lo acusó a su vez de ser grosero y de haber insultado al comandante Trinidad.

Se separaron en pésimos términos. Concluimos que podíamos esperar lo peor de Enrique. En efecto, lo peor llegó. Los guardias recibieron la consigna de infligirnos tratos crueles. Una mañana Lucho se levantó muy preocupado:

—No podemos quedarnos aquí. Tenemos que fugarnos. Si de aquí al 30 de diciembre las Farc no han aceptado la propuesta de Uribe… comenzaremos a prepararnos para salir.

El 30 de diciembre las Farc estuvieron calladas. En la tarde del 31, Simón Trinidad fue embarcado en un avión rumbo a Estados Unidos bajo cargos de narcotráfico. Largos años de cautiverio nos esperaban. Era preciso ocupar cada día y no pensar en el futuro.

Debido a la angustia, los casos de leishmaniasis se exacerbaron. El granito en la sien de Lucho no desaparecía. Decidimos consultar la opinión de William, pues, en su condición de enfermero del ejército, era el único cuyo criterio resultaba fiable. Su diagnóstico no dejaba lugar a dudas:

Hay que comenzar el tratamiento inmediatamente, antes que la enfermedad llegue al ojo o al cerebro.

La venganza de Enrique consistió en prohibir que Lucho recibiera cuidados. Sabíamos que la guerrilla contaba con provisiones considerables de Glucantime. Compraban las ampolletas en Brasil o Venezuela, ya que en Colombia, debido a la guerra contra las Farc, el medicamento era objeto de embargo. El ejército estaba al tanto de que la guerrilla era su principal consumidora, debido a que opera en las regiones donde la enfermedad es endémica.

Gira, la persona encargada de atender a los enfermos, era una mujer seria y prudente que, a diferencia de Guillermo, no había transformado la distribución de medicamentos en un mercado negro. Estuvo examinando a Lucho y pronosticó:

—El tratamiento será largo. Hay que contar por lo menos con treinta ampolletas de Glucantime, a razón de una inyección diaria. Mañana comenzamos.

Pero Gira no vino al otro día, ni los días siguientes. Adujo que el Glucantime se había agotado, aunque la veíamos administrarlo diariamente a los demás prisioneros. Yo vigilaba la progresión de la úlcera con inquietud, y oraba. Una noche Tito, el guardia que nos enseñó a tejer colchones de palma, estaba de guardia y se nos acercó:

—El cucho no quiere autorizarle el tratamiento. Tenemos Glucantime por cajas y estamos esperando que lleguen más. Díganle a Gira que ustedes saben que en la farmacia hay ampolletas, y le tocará comentarlo en el aula.

Seguimos el consejo de Tito. Gira se mostró incómoda ante nuestra insistencia:

—¡Esto es un crimen de lesa humanidad! —le reclamé, ofuscada.

—La noción de crimen de lesa humanidad es una noción burguesa —replicó Gira, volviéndome la espalda.

60
AHORA O NUNCA

Enero de 2005

Comencé a preparar en serio nuestra fuga. Mi plan de huida era simple. Había que salir del campamento en dirección a los chontos y llegar al río. A Lucho le molestaba la idea de nadar durante horas, así que empecé a confeccionar unos flotadores usando los timbos que habíamos conseguido. De hecho, tuve que recuperar los tarros de aceite viejos que mis compañeros desecharon cuando les dieron unos nuevos.

También logré hacerme a un machete. Tigre, un indígena que nos tenía entre ojos porque no habíamos querido darle el reloj de Lucho a cambio de unas yerbas que supuestamente curaban la leishmaniasis, lo había dejado tirado mientras construía la caleta de Armando. Enrique amenazó con aplicar castigos severos si el machete no aparecía. Lo escondí en los chontos. Requisaron el campamento al derecho y al revés y viví el suplicio de sentir que todas las sospechas recaían sobre mí.

Hubo, a finales de enero, el sorprendente anuncio de un «paseo». Enrique quería que fuéramos a bañarnos a las cachiveras, aguas arriba. El nivel del río había aumentado y las cachiveras eran ahora el sitio ideal para nadar. Los soldados estaban entusiasmadísimos con la idea. Yo por mi parte olí una estratagema para alejarnos de las caletas, con el fin de hacer un registro minucioso. La orden fue perentoria: todo el mundo debía ir.

Los días que antecedieron fueron una tortura para Lucho y para mí. Esperábamos a cada instante que nos descubrieran. Creí que iba a ser el fin del mundo.

Mis compañeros salieron felices como niños; Lucho y yo desconfiábamos. La excursión valió la pena, sin embargo. Observé los accidentes del terreno, la vegetación, las distancias recorridas en determinado lapso, e integré todo a mi plan.

Nos dieron permiso de pescar, proveyéndonos de los implementos necesarios: anzuelos y un pedazo de hilo de nailon. Observé el modo en que Tigre encontraba carnadas y cómo lanzaba el sedal. Me puse a la tarea de aprender y logré cierto éxito. «Suerte de principiante», bromeó Tigre. Lo más importante, sin embargo, fue que pudimos guardarnos unos anzuelos y algunos metros de hilo con la excusa de que se nos había roto el sedal.

Explorando entre las piedras, Tigre encontró huevos de tortuga. Delante de mí se sorbió dos huevos crudos, ignorando mis exclamaciones de asco. Lo imité. Tenían un fuerte olor a pescado y un sabor diferente, que no habría sido tan malo, a no ser por la textura arenosa de la yema, difícil de tragar.

En el camino de vuelta decidí devolver el machete. La vegetación en inmediaciones del río no era muy densa; no tendríamos que batirnos contra muros de bejucos ni atravesar bosques de guadua como los que ya había visto. De hecho, no podía seguir viviendo en una paranoia que me agotaba. Para huir, para que nuestra fuga fuera exitosa, nos haría falta mucha sangre fría. La salida me había servido para ver nuestra situación en perspectiva: sobrevivir era posible.

Con mayor razón era clave no correr el riesgo de que nos agarraran por cuenta del machete de Tigre. Aproveché las obras que los guerrilleros adelantaban detrás de nuestros chontos. Tenían la misión de cortar toda la palma posible para construir una maloca. Allí dejé el machete. Ángel lo encontró y se lo llevó a Enrique, con una expresión de desconfianza que daba a entender que no se dejaba engañar. Para mi gran alivio, el caso quedó cerrado.

Cuando Gafas vino a verme para pedirme que le tradujera las instrucciones en inglés de un gps que acababa de recibir, me pareció ver una señal del destino. Era un aparatico amarillo y negro con recepción satelital, brújula electrónica y altímetro barométrico.

—Sí, por supuesto; entiendo el texto —le respondí—. Pero tengo que cuidar a Lucho: está muy preocupado con su leishmaniosis que avanza sin que haya Glucantime para él.

Al día siguiente vino Gira con una sonrisa de oreja a oreja. Acababa de recibir un cargamento de medicamentos.

—¡Qué raro! —ironizó Pinchao—. No oí ningún motor.

No hicimos ningún comentario. Gira sí desinfectó con alcohol la zona donde iba a aplicar la inyección de Glucantime, procedimiento que otros enfermeros consideraban superfluo. El pinchazo era especialmente doloroso, dado que el medicamento tenía la consistencia del aceite y su aplicación hacía sentir una fuerte quemadura.

La enfermedad había avanzado mucho y Gira se sentía responsable. Optó por un tratamiento de choque. Decidió inyectar parte del contenido de la ampolleta directamente debajo de la piel del forúnculo. El efecto fue instantáneo: Lucho perdió el conocimiento y, más grave aún, la memoria.

Cuando Enrique volvió a la carga para pedir la traducción de su manual de instrucciones, cedí con la esperanza de que aceptara darle a Lucho una alimentación adecuada. Sabía que los guerrilleros salían todos los días de pesca. Habían hecho potrillos, especies de canoas talladas en troncos de balso, una madera de corteza semejante al abedul, con la particularidad de flotar como el corcho, que resultaba ideal para navegar en el río y llegar hasta las zonas de aguas profundas donde abunda la pesca. Habían pescado por toneladas pero Enrique no permitía que a nosotros nos dieran.

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