Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
—¡Nos vamos a ahogar! —gritó Lucho.
—No, no nos vamos a ahogar. Es normal, llovió toda la noche. Déjate llevar.
Íbamos tan rápido que tuve la impresión de ir cayendo. El río se había vuelto sinuoso y estrecho. Las riberas eran más altas y en ocasiones la línea de los árboles desaparecía para ceder el lugar a inesperados acantilados, como si la orilla hubiera sido mordida. La tierra, sanguínea y desnuda, se abría como una herida en medio de las encrespadas tinieblas de la vegetación.
Cuando sentí los primeros escalofríos y me apremió la necesidad de salir del río, la corriente se volvió menos agresiva y nos permitió nadar a la ribera opuesta, del lado en que el monte nos pareció menos denso. No habíamos alcanzado aún la orilla cuando se hizo de día. Alarmada, aceleré el ritmo. Nos volvíamos presa fácil para cualquier equipo que se hubiera lanzado en nuestra búsqueda.
Nos adentramos aliviados hasta el abrigo de la penumbra.
En lo alto el terreno estaba bien seco y las hojas muertas crujían a nuestro paso. Castañeando, me dejé caer sobre el plástico y quedé profundamente dormida.
Abrí los ojos sin entender dónde estaba. No había guardias. No había carpas ni hamacas. Aves de colores carnavalescos se peleaban sobre una rama encima de mí. Cuando logré, a través de un dédalo de recuerdos dispersos, ubicarme nuevamente en la realidad, me sentí colmada por una dicha de tiempos inmemoriales. No quería moverme.
Lucho se había ido. Lo esperé tranquila. Estaba inspeccionando los alrededores.
—¿Crees que en este río haya transporte de civiles? —me preguntó al regresar.
—Seguro que sí. Recuerda el bote que se nos cruzó cuando acabábamos de salir del campamento de la Maloca.
—¿Y si tratáramos de interceptar alguna embarcación?
—¡Ni se te ocurra! Lo más probable es que demos con la guerrilla.
Conocía los peligros de nuestra fuga, pero a lo que más temía era nuestra propia debilidad. Tras el choque de adrenalina del momento de la fuga, seguía un relajamiento de la vigilancia cuando uno se sentía fuera de peligro. Era en esas horas de relajamiento cuando sobrevenían las ideas negras y podía perderse la perspectiva del sacrificio realizado. El hambre, el frío y la fatiga se hacían entonces más presentes que la misma libertad, pues al haberla recobrado se devaluaba en contraste con nuestras propias urgencias.
—Bueno, comamos, démonos gusto.
—¿Nos quedan provisiones para cuánto tiempo?
—Ya veremos. Pero tenemos los anzuelos. No te preocupes, cada día que pasa nos acerca un poco más a nuestras familias.
El sol acudió a la cita. Nuestra ropa se secó, lo que contribuyó a que recuperáramos los ánimos. Pasamos la tarde imaginando qué debíamos hacer si se acercaba la guerrilla.
Salimos más temprano, esperando recorrer un trayecto más largo. Abrigábamos la ilusión de encontrar señales de presencia humana en nuestro recorrido.
—Si encontráramos una canoa podríamos avanzar en seco toda la noche —dijo Lucho.
Habíamos escogido un lugar que nos pareció propicio, pues la orilla, visible a través del follaje, se extendía sobre una playa de unos treinta metros. Llegamos al amanecer y la elegimos porque uno de los árboles que más se adentraba en el agua tenía ramas que crecían horizontalmente, lo que nos permitiría, pensábamos, hacer turnos de guardia para vigilar el río.
El sol de la víspera nos había devuelto el aplomo, y el día se anunciaba igualmente cálido. Para recobrar energías decidimos pescar. Habría que aguantar mucho tiempo; semanas, incluso meses.
Mientras Lucho buscaba una vara adecuada para servir de caña, me dediqué a buscar carnada. Había visto, medio sumergido en el agua, un tronco podrido. Lo despanzurré de una patada, como había visto hacer a los guerrilleros. En su interior se retorcía una colonia de lombrices de color malva. Un poco más lejos, aves del paraíso brotaban en abundancia. Con una de sus hojas hice un cono, que rellené con los pobres bichos. Até el hilo de nailon y el anzuelo a la caña de Lucho y sujeté cuidadosamente la carnada, aún viva, antes de lanzarla al agua. Lucho me miraba entre asqueado y fascinado, como si el ritual que yo oficiaba me convirtiera en poseedora de algún poder oculto.
En cuanto la carnada se hundió en el agua saqué un hermoso caribe. Busqué una horqueta que clavé cerca de mí y ensarté en ella a mi presa, confiando que después de semejante ganga la suerte me seguiría sonriendo. Aquella pesca fue milagrosa más allá de cualquier expectativa. Lucho se moría de risa. Llenamos tres sartas de pescados en tiempo récord. Todas nuestras preocupaciones se volatilizaron. Podríamos comer todos los días hasta nuestra salida.
Sin ser conscientes de ello, habíamos comenzado a hablar muy alto. No escuchamos el motor hasta cuando nos pasó por el frente. Era una barca bastante cargada que navegaba a ras del agua llevando una decena de personas apeñuscadas una tras otra; mujeres, alguna con un bebé, hombres, adolescentes, todos civiles, vestidos de colores abigarrados. El corazón me dio un vuelco. Grité pidiendo socorro cuando ya la barca había pasado, comprendiendo que ya no podía vernos, y mucho menos oírnos. ¡Habían estado tan cerca de nosotros esos pocos segundos! Los vimos desfilar ante nuestros ojos, captando cada detalle de la aparición, paralizados primero por el miedo y la sorpresa, luego frustrados de ver cómo se nos escapaba nuestra mejor oportunidad de ponernos a salvo.
Lucho me miró con expresión de perro apaleado. Las lágrimas le hinchaban los párpados.
—Hubiéramos debido vigilar el río —me dijo con amargura.
—Sí, tendremos que ser más cuidadosos.
—Eran civiles —me soltó.
—Sí, eran civiles.
Ya no tenía ganas de pescar. Recuperé el hilo de nailon y el anzuelo para guardarlos.
—Hagamos una fogata y tratemos de cocinar los pescados —dije, para echarle tierra al asunto.
El cielo había cambiado. Las nubes se amontonaron sobre nosotros. Tarde o temprano llovería, había que apurarse.
Lucho recogió algunas ramas. Teníamos un encendedor.
—¿Sabes encender una fogata? —me preguntó Lucho.
—No, pero me imagino que no debe ser tan difícil. Hay que encontrar un bizcocho, el árbol que usan en la rancha.
Pasamos dos horas intentándolo. Recordaba haber oído decir a los guardias que había que pelar la madera todavía húmeda.
Teníamos tijeras, y a pesar de todos nuestros esfuerzos no pudimos descortezar ni siquiera una rama. Me sentí ridícula con mi encendedor y toda aquella madera alrededor, incapaz de encender aun cuando fuera una llamita. Aunque no hablamos de ello, estábamos en una carrera contra el tiempo. La enfermedad de Lucho no tardaría en manifestarse de una u otra forma. Estaba atenta a las primeras señales. Hasta entonces no había observado nada alarmante en él, a no ser la expresión de tristeza luego del paso de la barca, pues a veces, antes de sus crisis, caía en un estado de aflicción parecido. En tales casos, su congoja no tenía ninguna causa específica. Aparecía como síntoma de los desórdenes de su metabolismo, mientras que el abatimiento que acababa de ver sí tenía una razón evidente. Entonces me pregunté si nuestra decepción no sería suficiente para provocarle un ataque, y la idea me atormentó más que el hambre o el cansancio.
—Bien, escucha, no hay problema. Si no podemos encender fuego nos comeremos el pescado crudo.
—¡Ni de fundas! —exclamó Lucho—. Prefiero morirme de hambre.
Su reacción me produjo un ataque de risa. Salió corriendo como si pensara que yo iba a perseguirlo para obligarlo a tragarse los caribes crudos con todo y sus dientecitos puntiagudos y sus ojos fijos y brillantes.
Tomé las tijeras y, sobre una hoja de ave del paraíso, corté la carne de los caribes en pequeños filetes transparentes, que alineé encima meticulosamente. Tuve cuidado de botar los restos al agua, donde inmediatamente fueron recibidos por un hervidero de peces hambrientos.
Lucho regresó, desconfiado, pero entretenido por mi labor.
—¡Hummm! ¡Absolutamente delicioso! —dije, con la boca llena y sin mirarlo—. ¡Tú te lo pierdes, es el mejor sushi que he comido en mi vida!
Sobre la hoja ya no había peces muertos. Sólo láminas de carne fresca finamente cortadas. El espectáculo tranquilizó a Lucho, quien, instigado por el hambre, se comió una, luego dos y, finalmente, tres.
—Voy a vomitar —terminó diciendo.
Ya estaba tranquila. Sabía que la próxima vez comeríamos sin resabios.
Fue nuestra primera comida de verdad desde nuestra huida del campamento. El efecto psicológico fue instantáneo. Nos preparamos de inmediato para nuestra próxima etapa: recogimos todas nuestras cosas, hicimos el inventario de nuestros tesoros y del resto de provisiones. El día dejaba un saldo a favor: nos ahorramos dos galletas y nos sentíamos en buena condición física.
Lucho cortó unas palmas y las entrelazó al pie de un árbol, extendió los plásticos y puso encima los morrales y las timbas. Íbamos a tendernos cuando la tormenta se desató sin avisar. Apenas tuvimos tiempo de recoger todo y taparnos con los plásticos, constatando con resignación que un implacable viento lateral desbarataba todos nuestros esfuerzos por permanecer secos. Vencidos por la borrasca, nos sentamos sobre los restos del tronco podrido a esperar que escampara. A las tres de la mañana amainó la tormenta. Estábamos agotados.
—No podemos tomar el río en este estado, sería peligroso. Tratemos de dormir un poco, saldremos caminando mañana.
Las pocas horas de sueño fueron reparadoras. Lucho salió de primero con paso decidido.
Dimos con una trocha que bordeaba el río. Debían de haberla abierto hacía años. Los arbustos que habían cortado a ambos lados de la vía estaban ya secos. Imaginé que podía haber un campamento de la guerrilla en cercanías y me preocupé, pues no podía tener la certeza de que estuviera abandonado del todo. Caminábamos domo autómatas y a cada paso sentía que estábamos arriesgándonos demasiado. Seguimos avanzando a pesar de todo, pues las ganas de llegar a cualquier parte nos impedían ser sensatos.
Por el camino reconocí un árbol que Tigre me había mostrado un día. Los indígenas decían que si uno pasaba por delante de él, había que devolverse y maldecirlo tres veces para evitar que fuera el árbol quien lo maldijera a uno. Lucho y yo evidentemente no respetamos el ritual, sintiendo que no se aplicaba a nosotros.
Hicimos un alto al final de la jornada en una minúscula playa de arena fina. Lancé mis anzuelos y conseguí suficiente pescado para una comida decente, Lucho comió el pescado crudo con dificultad, pero terminó admitiendo que no era tan malo.
La luna hizo su aparición. Su claridad fue suficiente para permitirnos reaccionar a tiempo al ser atacados por un hormiguero.
Aquella noche nos esperaba otra plaga: la manta blanca. Nos cubrió como nieve y se nos metió dentro de la ropa hasta la piel para infligirnos dolorosas picaduras que nos fue imposible evitar. La manta blanca llegaba como nube compacta de endebles mosquitos microscópicos de color perla y alas diáfanas. Resultaba difícil creer que aquellos frágiles bichitos que volaban con tanta torpeza pudieran hacer tanto daño. Traté de matarlos con la mano pero eran insensibles a mi reacción, pues su natural ligereza hacía que fuera imposible aplastarlos contra la piel. Tuvimos que batirnos en retirada y tomar el camino del río antes de tiempo. Nos sumergimos con alivio, arañándonos la cara con las uñas para tratar de librarnos de los últimos especímenes que nos perseguían.
De nuevo la corriente nos aspiró hacia la mitad del río, esta vez justo a tiempo. Detrás de Lucho, los ojos redondos de un caimán acababan de salir a la superficie. ¿Pensó tal vez que éramos una presa demasiado grande para él, o no quiso alejarse de la orilla? Lo vi ondular la cola y dar media vuelta. Lucho no se dio cuenta, venía descuadrado, tratando de acomodar sus timbas para recobrar el equilibrio, que perdía constantemente en la agitación de la corriente. No le dije nada, pero tomé la decisión de salir armada con un palo la próxima vez.
La corriente nos revolcó durante horas. No podíamos evitar dar vueltas alrededor del otro, y la cuerda que nos unía se enredaba caprichosamente, como para asfixiarnos. Después de una curva, el río se ensanchó en una inundación de tierras que nos asustó. Grandes árboles parecían haber sido sembrados en medio del río, y temí que una mala maniobra nos enviara directo a ellos.
Hice lo posible para desviarnos hacia una de las orillas, pero la corriente y el peso de Lucho parecían jalar en sentido contrario. Seguíamos ganando velocidad y, simultáneamente, perdíamos control.
—¿Sí oyes? —me preguntó Lucho casi gritando.
—No, ¿qué?
—¡Debe haber caídas en alguna parte, me parece oír ruido de cascadas!
Tenía razón. Un ruido nuevo se superponía al rugido del río, que nos tenía ya habituados. Si la aceleración que sentíamos se debía a la existencia de cachiveras, era preciso ganar la orilla lo más rápidamente posible. Lucho también lo había comprendido. Nos pusimos a nadar con fuerza en sentido contrario.
Un tronco de árbol, llevado también por la corriente, se nos acercó peligrosamente. Sus ramas calcinadas por el sol salían del agua como hierros puntiagudos. Giraba y cabeceaba rabiosamente, cada segundo más cerca de nosotros. Si nuestra cuerda llegaba a enredarse en el ramaje, los giros del tronco bastarían para aprisionarnos y ahogarnos. Había que hacer lo que fuera por alejarnos.
Lo que hicimos con éxito, antes de estrellarnos contra un árbol plantado en medio del río. Lucho fue arrastrado de un lado del árbol y yo del otro, y quedamos colgados de la cuerda acaballada sobre el tronco.
—No te preocupes, no es nada. Déjame hacer, ya voy por ti.
Logré llegar al lado de Lucho remontando la cuerda que, de manera inexplicable, había dado vueltas y hecho nudos en torno de una rama sumergida del árbol. Ni hablar de soltarnos para recuperarla: la corriente era demasiado fuerte. Toco zambullirse para seguir en sentido inverso el recorrido de la cuerda y deshacer todos los nudos.
Hacía rato era de día cuando logramos liberarnos. Por suerte, no pasó ninguna embarcación de la guerrilla. Volvimos a cubierto para escondernos de nuevo. Solo entonces me di cuenta de que había dejado mi anzuelo en la playa de las hormigas y la manta blanca.
Fue un duro golpe. No teníamos muchos anzuelos. Me quedaba uno exactamente igual al que había perdido, otro un poco más grande y media docena de anzuelos rudimentarios de los que Orlando había elaborado en la cárcel de Sombra.