Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Algunos días antes de que la información se filtrara a la prensa, un médico de las Farc vino a vernos. Era un muchacho que había hecho algunos años de Medicina en Bogotá pero no había obtenido su diploma. Lo habían reclutado para formar a los enfermeros que serían enviados a diversos frentes, además de asumir la dirección de un hospital en el monte, que debía de estar a poca distancia de nuestro campamento.
Su visita me hizo soñar con la posibilidad de una liberación. Yo me imaginaba que a las Farc les convenía liberar a sus rehenes en condiciones que les permitieran restaurar su reputación a los ojos del mundo. Pensaba, asimismo, que esta prueba de supervivencia que las Farc habían buscado con tal insistencia podía ser una de las condiciones exigidas por Francia para dar inicio a unas negociaciones que, obviamente, debían mantenerse en secreto. El avión partió sin nosotras y me imaginé que el despliegue mediático del asunto tal vez había sido el responsable del fracaso de la misión. Sin embargo, la esperanza había germinado en mí. Había visto que Francia asumía riesgos reales para sacarme de la selva. Yo sabía que Francia seguiría tratando de encontrar la manera de sacarme de las garras de las Farc, y esperaba que otros contactos se produjeran, que otros emisarios fueran enviados y se diera inicio a otras negociaciones.
Algunas semanas más tarde, cuando el miliciano que solía traer las provisiones llegó con la orden de llevarnos, pensé que las negociaciones habían llegado a feliz término. Nos íbamos a la madrugada del día siguiente; debíamos empacar nuestras pertenencias. Hice una selección y escogí apenas lo necesario para los pocos días de camino que, según mis cálculos, nos tomaría llegar al punto de encuentro con los emisarios europeos. Les dejé el resto a las muchachas y, sobre todo, les dejé el diccionario y un mapamundi que acababa de terminar, en colores, sobre el cual había trabajado durante varias semanas y del que me sentía muy orgullosa.
Andrés había organizado una pequeña reunión para despedirnos. Los guerrilleros me daban la mano y me felicitaban por el éxito de las negociaciones y por mi libertad inminente. No dormí en toda la noche, saboreando mi felicidad. La pesadilla se había terminado. Ya podía volver a casa.
Estaba sentada sobre mi bulto, lista para partir. El reflejo plateado de la luna bailaba en el agua perezosa del río. Hacia las cinco de la mañana nos llevaron una taza de chocolate caliente y una cancharina. Mi compañera también estaba lista, sentada en la escalera de su cabaña, con un equipaje que era el doble del mío: No tenía la intención de dejar nada. Yo experimentaba una extraña dicha y una gran serenidad. No era la euforia que había previsto para cuando me anunciaran mi liberación: era, más bien, una felicidad tranquila, un descanso del alma.
Reflexionaba sobre lo que este año de cautiverio había significado para mí. Me veía a mí misma como a un ser extraño, como una entidad distinta de mi yo presente. Esta persona que había vivido en la selva durante todos esos meses se quedaría en el pasado. Volvería a ser yo misma. Un vaho de duda me empañó el espíritu. ¿Volver a ser yo misma? ¿Era ese mi objetivo? ¿Había aprendido lo que debía aprender? Muy pronto me deshice de esas ideas tontas. ¡Qué importaba ahora!
22 de Agosto de 2003
Un cielo inmaculado se perfilaba sobre los árboles entre las dos orillas del río, como una larga serpiente azul. No íbamos rápido. El río se abría paso caprichosamente por entre la selva y en los recodos abruptos era necesario esquivar los pedazos de troncos que se atascaban. Estaba impaciente. A pesar de la espera de esta liberación tan cercana, tenía el estómago crispado de dolor. El tufo del motor, el perfume agridulce de este universo de clorofila, la ausencia de certezas que me obligaba a avanzar a tientas en la vida, todo me devolvía al momento preciso en que sentí que la trampa se cerraba tras de mí.
Fue una semana después de nuestra captura. Nos habían llevado de un campamento al otro, hasta llegar a un lugar, en lo alto de una loma, donde yo había descubierto por primera vez el océano verde de la Amazonia que se perdía en el horizonte. El Mocho César estaba de pie junto a mí. Él ya sabía que esta inmensidad me iba a tragar.
Habían improvisado un campamento en la ladera casi vertical de la loma. Nos bañamos en un arroyo transparente que cantaba al correr por su lecho de piedras traslúcidas. Ahí vi los primeros monos. Estaban en las copas de los árboles y nos lanzaban palos para hacernos salir de su territorio.
Era una selva de vegetación espesa: no se alcanzaba a ver el cielo por entre el follaje. Mi compañera se había desperezado como un gato, se había llenado los pulmones con todo el aire que podían contener y me había sorprendido diciendo: «¡Me encanta este lugar!». Yo estaba tan obsesionada por nuestra huida que ni siquiera me permitía contemplar la belleza del paisaje, para evitar que eso nos ablandara en nuestro impulso. De hecho, me sentía asfixiada y me habría sentido igualmente asfixiada si estuviera secuestrada en un banco de hielo. La libertad era mi único oxígeno.
Solo esperaba la caída de la noche para ejecutar nuestro plan. Contaba con la luna llena: eso facilitaría nuestra huida.
Un camión rojo apareció en un recodo. Como hormigas, en menos de dos minutos los guerrilleros cargaron el camión. Ya habían desmantelado el campamento y no nos habíamos dado cuenta.
Tomamos la carretera que serpenteaba cuesta abajo. En medio de un cementerio de árboles, había dos casitas tristes cuyas chimeneas despedían humo. Un niño corría detrás de un balón reventado. Una mujer embarazada lo miraba desde la puerta, con las manos en la cintura, sin duda soportando un dolor de espalda. La mujer se metió rápidamente en la casa al vernos. Luego, nada.
Durante muchas horas, se sucedieron árboles idénticos los unos a los otros. En un momento dado, la vegetación cambió. Los árboles fueros reemplazados por arbustos. El camión abandonó la carretera destapada y tomó por un camino apenas visible por entre los helechos y los matorrales. Súbitamente, frente a nosotros, como puesto allí por error, apareció un robusto puente de hierro lo suficientemente grande como para que pasara el camión rojo sobre él. El chofer hizo chirriar los frenos. Nadie se movió. Del otro lado del puente, salieron de la selva negra dos personas en uniforme camuflado, con grandes morrales a la espalda. Caminaban resueltos hacia nosotros. Me imaginaba que se subirían al camión y que luego cruzaríamos el puente. No había visto el río verdoso de aguas malsanas que se arrastraba debajo. Tampoco había visto la gran canoa que nos esperaba, ya con el motor prendido, lista para partir.
En ese momento me vino un recuerdo a la memoria. En noviembre de 2001, durante mi campaña presidencial, en un bonito pueblo colonial del departamento de Santander, me abordó una mujer que insistía en hablarme sobre un tema grave y urgente. El piloto de la avioneta que nos transportaba había aceptado retrasar media hora el horario previsto, para darme tiempo de hablar con la mujer. Era joven y bonita, de aspecto serio, vestida de manera sencilla. Llevaba cogida de la mano a su hija de cinco años. La mujer me tomó del brazo, después de indicarle a la niña que se fuera a sentar un poco más lejos, y me explicó con nerviosismo que tenía visiones, y que esas visiones siempre se hacían realidad.
—No quiero molestarla, y usted va a pensar que estoy loca, pero no voy a quedar en paz hasta decirle lo que sé.
—¿Qué es lo que sabe?
La mujer trató de mirarme directo a los ojos pero su mirada se perdió. Sentí que ya no me veía a mí.
—Hay como un andamiaje. Algo que se cae. No pase por encima. Aléjese. Hay una barca en el agua. No es en el mar. No se suba. Pero oiga bien lo que le digo, es muy importante que no se suba en esa barca.
Yo trataba de entender. Esta mujer no estaba fingiendo. Pero lo que me decía me parecía totalmente incoherente. Sin embargo, entré en el juego:
—¿Por qué no me debo subir en esa barca?
—Porque no va a volver.
—¿Podría morir?
—No, no se va a morir… Pero se va a demorar muchos años en volver.
—¿Cuánto tiempo?
—Tres años. No. Va a ser más tiempo. Más de tres años. Mucho tiempo, un ciclo completo.
—Y después, ¿cuando yo vuelva?
—¿Después?
—Sí, después. ¿Qué hay después?
El capitán vino a buscarme. El aeropuerto cerraba antes del atardecer, a las seis en punto. Había que despegar inmediatamente. Me subí en la avioneta y me olvidé de lo que había dicho la mujer.
Hasta el momento en que vi la canoa bajo el puente. Sentada en la cabina del camión rojo, observaba estupefacta la embarcación que nos esperaba. No debía subirme en ella. No debía hacerlo. Miré a mi alrededor: era imposible huir, pues todos estaban armados. Tenía un nudo en el estómago, las manos lavadas en sudor. Un miedo irracional se había adueñado de mí; yo no quería ir. Uno de los guerrilleros me agarró del brazo, creyendo que me negaba a bajar la pendiente abrupta por miedo a resbalarme. Los jóvenes saltaban como gacelas: estaban orgullosos de su entrenamiento. Me empujaban, me halaban. Me deslicé por el talud de arena negra hasta abajo; puse un pie en la lancha, luego el otro. No tenía más remedio. Estaba en sus manos. Había caído en la trampa. Por mucho tiempo, había dicho la mujer. Un ciclo completo.
Navegamos desde el crepúsculo hasta el amanecer. Ya se estaba terminando el verano y el río estaba en su nivel de agua más bajo. Era necesario mantener la embarcación en el centro de la corriente para evitar encallar. De vez en cuando, uno de los guerrilleros saltaba de la lancha, vestido, con el agua hasta la cintura, para empujar. Yo tenía miedo. ¿Qué hacer para regresar? Mi sensación de claustrofobia aumentaba con cada hora.
Al comienzo, pasamos junto a algunos ranchos que miraban desde la penumbra el paso de nuestra caravana. Por entre los árboles enormes que rodeaban estas viviendas se filtraban los últimos rayos del atardecer, dejando entrever que un poco más atrás, la selva había sido arrasada, para hacerle campo a algún cultivo. Muy pronto, la densidad de la selva ahogó lo que quedaba de luz y entramos en un tenebroso túnel de vegetación. Ya no había ninguna señal de vida humana, ni la menor traza de civilización. Los ruidos de la selva nos llegaban en ecos lúgubres a pesar del ronquido del motor. Yo iba sentada sosteniéndome el vientre con los brazos para mantener las vísceras en su lugar. Algunos árboles muertos, con las ramas blanqueadas por el sol, yacían en el agua como cadáveres calcinados, con sus miembros torcidos, esperando todavía el socorro de la Providencia.
El capitán había prendido una linterna potente para iluminar las aguas oscuras por las que navegábamos. En las orillas, se encendían luces rojas a nuestro paso. Eran los ojos de los caimanes, prestos para cazar en la tibieza del río.
«Algún día tendré que nadar este río para volver a mi casa», pensé.
La luna apareció más tarde en la noche. El mundo en que penetrábamos se hacía fantasmagórico. Yo temblaba. ¿Cómo hacer para salir de ahí?
Este miedo no me abandonaría jamás. Cada vez que me montaba en una de esas canoas, rememoraba inexorablemente las sensaciones de este primer descenso al infierno, en este río negro del Caguán que me había engullido.
En ese momento debería haberme dejado ir en la contemplación de la naturaleza exuberante, que celebraba la vida en esta mañana feliz del mes de agosto de 2003. Pero la angustia aleteaba en mi estómago. ¿La libertad? ¿Era, acaso, demasiado hermoso para ser cierto?
La canoa salió del laberinto de agua, estrecho y sinuoso, para desembocar en el gran río Yarí. Nos dirigimos a contracorriente en diagonal hacia la orilla opuesta y fondeamos entre los árboles que ya empezaban a cubrir la subida del agua. Nos ordenaron bajar ahí. Creí que estábamos solos, en medio de la nada. Para mi gran sorpresa, descubrí ocultos entre los árboles a varios guerrilleros que no conocía. Estaban ocupados doblando sus carpas y empacando sus pertenencias. Desplegaron un gran plástico negro a la sombra de una ceiba enorme y Clara y yo nos acomodamos debajo, entrenadas ya a esperar sin hacer preguntas. Una muchacha se acercó y nos preguntó si queríamos comer huevo. Hasta entonces no había visto que, un poco más lejos, habían instalado una rancha, donde hervían unas ollas sobre un fuego de leña. ¡Huevos! Me puso de buen humor pensar que nos estaban dando un tratamiento especial ante la perspectiva de nuestra liberación.
A la derecha, un hombre sentado como nosotras contra un árbol me miraba desde la distancia. El hombre, que parecía un comandante, se puso de pie, caminó de un lado al otro, y luego, tomando impulso, se acercó a nosotras:
—¿Ingrid? ¿Eres Ingrid?
Era un hombre maduro. Una barba gris, casi blanca, le tapaba media cara. Tenía grandes ojeras negras debajo de sus ojos, hinchados y húmedos, como si estuviera a punto de llorar. Su emoción me conmovió. ¿Quién era este guerrillero? ¿Dónde lo había visto antes?
—Soy Luis Eladio. Luis Eladio Pérez. Fuimos senadores al mismo tiempo.
Lo había comprendido antes de que terminara su frase. Ese hombre que me pareció ser un viejo guerrillero no era otro que mi antiguo colega, Luis Eladio Pérez, secuestrado por la guerrilla seis meses antes que yo. Me encontraba en el Congreso cuando se hizo el anuncio público de su captura. Los senadores aprovecharon para levantar la sesión en señal de protesta y cada uno se fue para su casa, feliz de tener la tarde libre. Cuando la noticia de su secuestro ocupó la primera plana de la prensa, yo no lograba recordarlo. Éramos cien senadores. Por lo menos debía reconocer su cara en las fotos. Pero no, nada. Tenía la sensación de no haberlo visto jamás. Pregunté a la gente cercana, tratando de refrescarme la memoria. Todos me hablaban de Luis Eladio en términos elogiosos. Yo debería saber de quién se trataba.
—Sí, claro, acuérdate. Se sienta detrás de nosotros. Lo has visto miles de veces. Él te saluda cuando tú llegas.
Me sentía culpable de no recordarlo. Buscaba en lo profundo de mi memoria —blanco completo—. Peor aún: yo sabía que le había hablado!
Al oír su nombre, al comprender que era Luis Eladio, le salté al cuello y lo abracé, tratando de contener las lágrimas. ¡Dios mío! ¡Me producía un dolor tremendo verlo en tan mal estado! Parecía que tuviera cien años. Tomé su cabeza entre mis manos para verlo bien. Esos ojos, esa mirada, ¿dónde los había metido yo, que no lograba encontrarlos? Era frustrante: todavía no conseguía reconocerlo ni superponer una imagen del pasado a la cara que tenía frente a mí. Sin embargo, acababa de reencontrarme con un hermano. No había ninguna distancia entre este desconocido y yo. Le agarré la mano y le acaricié el pelo, como si nos conociéramos de toda la vida. Lloramos, sin saber si era de felicidad, por estar el uno con el otro, o si era de pesar, al ver los estragos que el cautiverio había impreso en el rostro del otro.