Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Lo dijo con una gran tristeza, casi con resignación. Sus palabras me quedaron pegadas al cerebro, como un enigma. La voz y el tono que había utilizado me habían puesto de golpe al borde del pánico. Miraba frente a mí, incapaz de hablar, con el corazón al galope, escrutando el horizonte para tratar de encontrar una respuesta. Tenía mucho miedo. Sentía el peligro. No podía verlo. No podía reconocerlo. Pero ahí estaba y no sabía cómo evitarlo.
César, adivinando de nuevo mis pensamientos, dijo:
—Para allá va usted.
23 de Marzo de 2009
Estoy sola. Nadie me mira. Al fin estoy sola conmigo misma. En estas exquisitas horas de silencio, me hablo y recuerdo. El pasado, inmóvil e infinito, se esfumó. No queda nada de él. ¿Entonces por qué siento tanto dolor? ¿Por qué este malestar sin nombre? Recorrí el camino que me había propuesto y perdoné. No quiero quedar encadenada al odio ni al rencor. Quiero tener derecho a vivir en paz. Volví a ser dueña de mí misma. Me levanto de noche y camino descalza. Nadie va a venir a enceguecerme con una linterna en la cara, nadie. Y estoy sola. Mi ruido no molesta, mi andar no intriga a nadie. No tengo que pedir permiso, no tengo que explicar. ¡Soy una sobreviviente! La selva se quedó en mi cabeza, aunque no quede nada de ella a mi alrededor como prueba, aparte de la sed con que me bebo la vida.
Me quedo largo tiempo debajo de la ducha. El agua sale hirviendo, en el límite de lo tolerable. El vapor invade el espacio. Puedo dejar rodar el agua en mi boca y permitir que corra lentamente, tibia sobre mi rostro y mi cuello. A nadie le da asco, nadie me mira de reojo. Cierro la llave. Ahora la quiero fría. Mi cuerpo la acepta sin tensarse. Fue un entrenamiento de demasiados años de agua fría, incluso helada.
Hoy hace exactamente siete años Papá murió. Estoy libre y lloro. De felicidad, de tristeza y de gratitud. Me he convertido en un ser complejo. Ya no logro sentir una sola emoción a la vez: ando dividida entre opuestos que me habitan y me sacuden. Soy dueña de mí misma, pero también soy pequeña y frágil; humilde, pues conozco demasiado bien mi vulnerabilidad, y mi inconsistencia. En mi soledad encuentro descanso. Soy la única responsable de mis contradicciones. Sin tener que esconderme, sin el peso del que se burla, ladra o muerde.
Hace siete años, día por día, vi a los guerrilleros reunirse en círculo como en un aquelarre. Me miraban de lejos y hablaban entre ellos. Nos habíamos instalado en un nuevo campamento. La tropa había aumentado. Otras muchachas acompañaban a Betty: Patricia, la enfermera, y Alexandra, una joven muy bonita de quien parecían enamorados todos los muchachos.
Diez días antes había habido una alerta: los militares patrullaban el río. Habíamos tenido que huir y caminar durante días. Yo estuve enferma durante todo el trayecto. Patricia y Betty se mantenían a mi lado para ayudarme. Caminábamos días enteros sin parar. La carretera era lo suficientemente ancha como para permitir la circulación de vehículos en ambos sentidos y unía la orilla de un río con la desembocadura de otro, ubicado a varios kilómetros de distancia. En este laberinto de caños que es la Amazonia, la guerrilla había montado un sistema de vasos comunicantes cuyo secreto guardaba celosamente. Los guerrilleros sabían manejar a la perfección los gps y los mapas digitales para encontrar su camino.
En un momento dado, llegamos al borde de un río que debíamos atravesar. No veía cómo podíamos hacerlo. Hacía menos de un mes me habían secuestrado. Los guerrilleros transportaban mis escasos objetos personales en una bolsa de provisiones. Se la habían pasado de mano en mano durante todo el trayecto. Al llegar a la orilla del río, la pusieron en el suelo como si el encargado de llevarla ya estuviera harto. Cuando me disponía a recogerla, las muchachas me empujaron con brusquedad hacia los matorrales. Yo perdí el equilibrio y me caí al suelo.
—¡Cuidado, carajo! Es la marrana.
—¿La marrana?
Ya me imaginaba abalanzándose sobre mí un porcino salvaje y traté de levantarme lo más rápido posible. Las muchachas me agarraron de los hombros para obligarme a quedarme en el suelo, con lo cual aumentó mi pánico.
—¡Arriba, mire arriba! Allá está la marrana.
Miré hacia el punto que señalaba una de ellas. Justo encima de nosotros, a través de un claro de la selva, se veía bien alto en el cielo y muy lejos, como una minúscula cruz blanca, un avión que sobrevolaba.
—¡Esos son los chulos! Así es como nos miran para después «borbardiarnos».
Pronunciaba mal el verbo «bombardear», como una niña con problemas de dicción. También utilizaban el verbo «mirar» en lugar de «ver». El resultado era sorprendente. Decían: «lo miré», cuando habían visto a alguien. Sonreí.
¿Cómo podrían detectarnos a esa distancia? Me parecía imposible. Sin embargo, no valía la pena discutir sobre el tema. Lo importante era saber que los militares continuaban con su búsqueda; esta «marrana» era el enemigo para ellos y, por tanto, una esperanza para mí.
Era obvio que cada vez nos adentrábamos más en la selva y cada paso nos alejaba de la civilización. No obstante, la presencia de la marrana era la prueba de que el ejército seguía nuestras huellas. No nos habían abandonado. Al cabo de media hora, el avión desapareció. El cielo se cargó de gruesas nubes negras. Una vez más, el mal tiempo se ponía de parte de la guerrilla. Ya no se oía el motor de la marrana. Las muchachas me pasaron un plástico negro.
Gruesas gotas de lluvia formaban círculos en la superficie calmada del río. Alcancé a oír un gallo cantar, no muy lejos, al otro lado.
«¡Dios mío, debe haber gente por aquí!». Me invadió una alegría simple. Si alguien me veía, podrían avisar a los militares para que vinieran a buscarnos.
César, el joven, llegó con cara de satisfacción. Había encontrado una piragua para cruzar el río. En la otra orilla había una gran finca. Habían talado y desbrozado la selva para hacer un inmenso pastizal en medio del cual reinaba una casa de madera, bonita, pintada con alegres colores verde y naranja. Alcancé a distinguir gallinas, cerdos y un perro cansado que empezó a ladrar desde que salimos de la espesura para embarcarnos en la piragua.
César había ordenado que cruzáramos el río bien tapadas para que los «civiles» no pudieran reconocernos. Tomamos un camino. El aguacero se nos vino encima. Yo estaba empapada hasta los tuétanos a pesar del plástico negro, avanzando bajo el aguacero durante horas hasta que quedamos en total oscuridad. Los guerrilleros instalaron una carpa al borde de la vía, entre dos árboles a ras de suelo, dejando apenas el lugar suficiente para colgar el mosquitero debajo. Nos desplomamos de cansancio, empapadas.
Al día siguiente, seguimos caminando hasta un sitio donde se veía claramente que habían dormido otros guerrilleros antes. Era bonito. Una nube de mariposas de colores nos perseguían revoloteando a nuestro alrededor. Estábamos de nuevo cerca del camino y pensé que todavía era posible fugarnos.
Sin embargo, al día siguiente nos hicieron empacar todo otra vez. Sin saber cómo habían llegado hasta allí, numerosas bolsas de provisiones amanecieron apiladas al borde de la vía. Los guerrilleros, ya cargados con sus pesados morrales, debían ahora echarse sobre la nuca una parte de las provisiones, el espinazo doblando dolorosamente.
Al cabo de una hora de camino, al llegar a un grueso tronco atravesado en la carretera, nos desviamos por un sendero lleno de maleza. Este sendero serpenteaba entre los árboles de manera caprichosa. Debía concentrarme para no perder de vista las marcas dejadas por los guerrilleros que iban abriendo trocha a la cabeza para facilitarnos el camino. El lugar era muy húmedo y yo sudaba profusamente.
Cruzamos un puentecito de madera medio podrido. Luego cruzamos un segundo puente y después un tercero. Cada vez a medida que avanzábamos eran más largos. Algunos parecían puentes peatonales construidos sobre pilotes en medio de la selva. Eso me producía una gran desazón, pues veía la dificultad de hacer el mismo recorrido de regreso, por la noche y a tientas.
Al atardecer, llegamos a una especie de claro en un terreno ligeramente inclinado. En la parte de arriba ya habían izado una carpa. Los guerrilleros habían construido en medio de la espesura una verdadera cama con cuatro horquetas, a veinte centímetros del suelo a manera de patas, para sostener las ramas transversales sobre las cuales habían dispuesto el colchón. El mosquitero estaba suspendido, como en una cama con baldaquino, de cuatro palos largos que ellos llamaban esquineras.
Fue allí, en ese campamento que los vi conspirar cerca del economato, donde guardaban las provisiones.
Estábamos a 23 de marzo. Había pasado un mes, día por día, desde que me habían secuestrado. Yo sabía que Francia les había dado un ultimátum. Lo había oído por la radio de uno de los guardias. Si no me liberaban, incluirían a las Farc en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea.
Desde nuestra llegada a ese campamento, diez días antes, una rutina se había impuesto, marcada por el ritmo de los cambios de guardia cada dos horas y las pausas para comer. Tenía perfectamente bien identificado el momento ideal para partir. Clara estaba de acuerdo en irse conmigo.
Los guerrilleros hablaban entre sí y me lanzaban miradas negras. Me imaginaba que habían sido notificados y me producía cierto alivio pensar que se sentían presionados para soltarme. De todas formas, ¡qué me importaba! En algunos días estaría en mi casa, en los brazos de Papá. Me había fijado como fecha límite el siguiente domingo para escaparme. Estaba segura de poder lograrlo. Era el comienzo de la Semana Santa y planeaba huir el domingo de Pascua.
Observaba su conciliábulo. Era evidente que algo les inquietaba. César los hizo dispersarse y Patricia, la enfermera, subió a hablarnos con cara de circunstancia, como si le hubieran asignado una misión delicada. Se acurrucó frente a nuestra caleta.
—¿Han escuchado noticias últimamente?
—Nada especial —me aventuré a responder, después de un silencio con el que buscaba comprender el objetivo de su charla.
Patricia se mostró particularmente amable, para ganarse nuestra confianza. Quería que pensáramos que se solidarizaba con nuestra situación y que su intención era darnos valor. Dijo que debíamos ser pacientes y que si ya habíamos esperado «lo mucho», ahora podíamos esperar «lo poco». Afirmó que seríamos liberadas rápidamente. Sentí que mentía.
No pensaba sino en una sola cosa: ocultar cualquier gesto que pudiera darles una seña de nuestra intención de huir. Tenía el alma blindada. En realidad, a ellos no les preocupaba que nos fuéramos a escapar. La mirada de Patricia no escrutaba la caleta, como quien busca un indicio. Estaba calmada, ponderada, sondeando más bien mis ojos como tratando de adivinar mis pensamientos. Yo creí que Patricia estaba molesta por no haber podido sonsacarnos nada. Me equivocaba. De hecho, se retiró aliviada.
Mi padre acababa de morir y yo lo ignoraba. Los guerrilleros simplemente querían verificar que yo no lo sabía. A partir de ese momento, me impidieron oír las noticias para evitar que me enterara. Temían que el dolor me empujara a hacer locuras.
3 de Abril de 2002
Volvimos al campamento tres días después de nuestra segunda huida, empujadas por los dos guardias que nos habían capturado. Clara tenía los pies hinchados. Casi no podía caminar. Yo estaba mortificada y deploraba con todo mi ser no haber tenido mejores reflejos, no haber sido más previsiva, no haber tenido mayor prudencia. Pensaba en Papá. No estaría con él para su cumpleaños. No estaría allá para el día de la madre. Luego, en septiembre, mi hija cumpliría diecisiete años. Y si para entonces no me habían liberado, también me perdería el cumpleaños de mi hijo. Tenía tantas ganas de estar ahí cuando cumpliera sus catorce años…
Los guardias nos empujaban. Se burlaban. Habían disparado al aire cuando íbamos llegando al campamento; la jauría cantaba y daba vivas al vernos venir. César, el joven, nos miró de lejos, con ojos de rabia. No quería participar en el ambiente festivo que se desató con nuestro regreso. Les hizo señas a las recepcionistas para que fueran a encargarse de nosotras. Estaba alterado. Lo vi caminar en su caleta de lado a lado, como una fiera enjaulada.
La enfermera del campamento vino a vernos. Escarbó en nuestras pertenencias y confiscó mezquinamente todos los objetos que nos eran preciosos: el pequeño cuchillo de cocina, las vitaminas C efervescentes, las cuerdas y el anzuelo que uno de los muchachos nos había dado. Y, por supuesto, la linterna de bolsillo.
Nos hizo montones de preguntas. Yo fui lo más evasiva posible. No quería que pudiera deducir la hora ni el camino que habíamos utilizado para escaparnos. Pero era inteligente. Hacía tantos comentarios, disimulando preguntas capciosas por aquí y por allá, que yo debía concentrarme y morderme los labios hasta la sangre, para no caer en la trampa.
Clara estaba herida. Le pedí a la enfermera que se hiciera cargo de mi amiga. Patricia sintió que ya no podía continuar con su interrogatorio y se levantó de mal humor:
—Voy a mandarle a alguien para que la sobe —dijo en voz alta dirigiéndose a ella.
La vi irse directamente hacia la caleta del comandante. César pareció tener una agria discusión con ella. Era un tipo grande, muy espigado y tal vez más joven que ella. Parecía exasperado por lo que Patricia le decía. César volteó los talones y la dejó hablando sola, mientras subía la pendiente para llegar a nuestra caleta.
Llegó con la cara larga. Después de un largo momento de silencio, se echó un discurso:
—La cagaron harto, ¿no? Habrían podido morirse en esa selva. Se las habría podido tragar cualquier animal. Aquí hay tigres, osos, caimanes listos para devorarnos. Ustedes pusieron su vida en peligro y también la de mis hombres. No me vuelven a poner un pie por fuera del mosquitero sin permiso de los guardias. Para ir a los chontes, las acompaña una de las muchachas. No les vamos a quitar los ojos de encima.
Enseguida, en un tono más bajo, casi, íntimo, me dijo:
—Todos hemos perdido seres queridos. Yo también sufro, porque estoy lejos de las personas que quiero. Pero no voy a tirarme la vida por eso. Usted tiene hijos que la están esperando. No haga bobadas. Ahora tiene que pensar es en seguir viva.
César dio media vuelta y se fue. Yo me quedé en silencio. Su discurso era absurdo. No podía comparar nuestro sufrimiento con el suyo, porque él había escogido su destino mientras que nosotras padecíamos involuntariamente el nuestro. Sin duda, debió de pasar horas aciagas por la preocupación: tendría que rendir cuentas a sus superiores por causa de nuestra huida. Tal vez, incluso, temía ser juzgado en consejo de guerra y ejecutado. Yo suponía que iría a ser violento y despiadado como el resto de sus hombres. Pero era él, por el contrario, quien los atajaba. Evitaba burlarse de nosotras como lo habían hecho los guerrilleros durante el camino de vuelta, como si temiera más por nosotras que por él mismo.