Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
—¡Son avispas africanas! —me oí gritar a mí misma, fuera de control.
—¡Cállate! ¡Las vas a alborotar más! —me dijo Clara.
Nuestras voces resonaban en eco en la jungla. Si nuestros secuestradores nos habían oído, sabrían dónde buscarnos. Yo seguía gritando, llena de pánico, bajo el efecto del dolor de cada picadura. Luego, de improviso, la razón me volvió. Me alejé de la carretera y me lancé al matorral más cercano. Noté que, al desplazarme, lograba deshacerme de algunas avispas. Eso me devolvió valor. La proximidad de una vegetación más tupida hizo extraviar a algunas avispas y otras más me abandonaron para ir a sumarse al gran enjambre. Todavía tenía muchas avispas pegadas al pantalón. Con dos dedos, las agarraba de las alas, que batían frenéticamente, y las arrancaba una a una, para ponerlas bajo mi zapato y aplastarlas sin compasión. Los avispones crujían desagradablemente y eso me producía escalofrío. Me obligué a mí misma a continuar metódicamente. La mayor parte del tiempo, el efecto de la operación era que los insectos se partían en dos y el abdomen, con su aguijón aún trepidante, se quedaba incrustado en mi piel. Le agradecía al cielo que fuera yo quien estuviera viviendo esa situación y no mi madre o mi hermana, pues habrían muerto. Hacía un esfuerzo enorme por controlarme, no tanto para evitar dejarme llevar por el efecto del miedo sino más bien para controlar la aversión nerviosa que me hacía temblar de repugnancia al sentir el cuerpo frío y húmedo de esos insectos.
Finalmente gané mi batalla, sorprendida de no tener dolor, como si estuviera bajo el efecto de una anestesia. Me di cuenta de que mi compañera había hecho lo mismo que yo, solo que a ella la habían atacado más los avispones y había logrado conservar su sangre fría mejor que yo.
—Mi papá tenía colmenares en el campo. Aprendí a conocer a estos insectos —me dijo cuando le expresé mi admiración. El asalto de los avispones nos había desestabilizado. Pensaba en el ruido que habíamos hecho y no descartaba la idea de que hubieran enviado un grupo de reconocimiento hacia el lugar donde estábamos.
El puente de las avispas era el primero de una larga serie de puentes de madera levantados cada cincuenta metros, como los que habíamos cruzado para llegar al campamento del que nos habíamos fugado. A veces, estos puentes parecían viaductos, pues se prolongaban interminablemente, serpenteando a lo largo de cientos de metros entre los árboles. Debían haber sido construidos varios años antes, y fueron abandonados. Las tablas empezaban a podrirse y pedazos enteros se desplomaban devorados por una vegetación hambrienta. Caminábamos por los puentes, a dos metros del suelo, inspeccionando las tablas y los pilotes sobre los cuales avanzábamos, con miedo de caer al vacío en cualquier momento. Éramos conscientes del riesgo de ser vistas por la guerrilla si anduviera por ahí, pero esos puentes nos evitaban luchar contra la trampa de las raíces y las lianas enredadas que moraban debajo.
Habíamos decidido llevar el bolso por turnos. Sin haber comido casi y bebiendo muy poco, habíamos acumulado una gran fatiga.
Cuando los puentes empezaron a hacerse menos frecuentes, decidimos colgar el bolso en el palo que yo usaba como bastón. Cada una llevaría sobre el hombro un extremo del palo, la una caminando adelante y la otra atrás. Esta técnica nos permitía aligerar las cargas y andar más rápido. Así lo hicimos durante algunas horas.
Los colores de la selva empezaron a volverse opacos y, poco a poco, la atmósfera se hizo más fresca. Debíamos encontrar un lugar donde pasar la noche. El camino ascendía por una ladera y un puente de madera nos esperaba al terminar una curva. Más allá del puente, la selva parecía menos densa, pues la luz que se filtraba por ahí era diferente. Era posible que el río estuviera cerca y, quién sabe, con el río tal vez llegaría la esperanza de encontrar campesinos, una canoa, algún tipo de ayuda.
Mi compañera estaba muy cansada. El volumen de sus pies había duplicado: las avispas la habían picado por todas partes. Ella quería detenerse antes de que cruzáramos el puente. Yo reflexioné. Sabía que el cansancio era muy mal consejero y rezaba para no tomar una decisión equivocada. O tal vez porque percibía que me estaba equivocando sentí la necesidad de pedir ayuda al cielo. La noche caería en menos de una hora. Los guerrilleros debían de estar volviendo al campamento para hacer el balance de un día sin éxito. La idea me tranquilizaba. Decidimos, pues, detenernos y le expliqué a mi compañera las precauciones que debíamos tomar. Yo no había visto que ella había puesto el bolso apoyado contra un árbol, visible desde el camino, antes de bajar a tomar agua en un manantial que corría más abajo.
Oí las voces de los guerrilleros. Llegaban por detrás y hablaban tranquilamente mientras caminaban, sin imaginar que nosotras estábamos a algunos metros. Se me heló la sangre. Los vi antes de que ellos me vieran a mí. Si Clara se escondía a tiempo, ellos pasarían delante de nosotras sin vernos. Eran dos: la guerrillera bonita que, sin saberlo, había servido para distraer al guardia, y Edinson, un jovencito con cara de avispado que se reía todo el tiempo a mandíbula batiente. Hablaban alto y se los podía oír de lejos. Enseguida dirigí mi mirada hacia Clara, que ya se había levantado velozmente a recuperar el bolso. Con su movimiento, se puso al descubierto y se encontró cara a cara con Edinson. El muchacho la miró con unos ojos que se le salían de las órbitas. Clara se volteó a mirarme a mí, completamente pálida y con los rasgos deformados por el pánico y el dolor. Edinson siguió su gesto y me descubrió. Nuestras miradas se cruzaron. Cerré los ojos. Todo se había acabado. Oí la carcajada carnicera de Edinson y luego una ráfaga de metralleta al aire, con la que festejaba su victoria y se la anunciaba a los demás. Los odié por su fortuna.
Estaba con Papá. Tenía puestas unas gafas cuadradas de carey que no le veía desde los días felices de mi infancia. Yo iba agarrada de su mano y estábamos cruzando una calle llena de carros. Para llamar su atención, balanceaba el brazo de adelante hacia atrás. Yo era una niñita. Me reía de felicidad de estar junto a mi padre. Al llegar a la acera, él se detuvo sin mirarme y tomó aire con fuerza. Se llevó al corazón la mano mía que todavía tenía entre la suya. Su boca se crispó en un rictus de dolor y mi felicidad se convirtió sin transición en angustia.
—Papá, ¿estás bien?
—Es el corazón, mi amor, es el corazón.
Miré para todas partes en busca de un automóvil y nos metimos en el primer taxi que pasó, rumbo al hospital. Pero fue su casa a la que llegamos, y fue en su cama que lo acosté. Todavía sentía dolor y yo hacía grandes esfuerzos para comunicarme con su médico, con mi madre, con mi hermana, pero el teléfono seguía mudo. Papá se desplomaba sobre mí. Yo lo retenía, lo sacudía, era demasiado pesado, me ahogaba bajo su peso. Se iba a morir encima de mí, y yo no tenía la fuerza física para meterlo en la cama, ni para ayudarle, ni para salvarlo. Un grito mudo se quedó atrapado en mi garganta y me desperté sentada bajo el mosquitero, jadeante y bañada en sudor, con los ojos bien abiertos y enceguecidas. «¡Dios mío! ¡Afortunadamente solo era una pesadilla!… ¿Pero qué estoy diciendo? Papá está muerto y yo estoy secuestrada… ¡La verdadera pesadilla es despertarme aquí!». Yo me desmoronaba y me dejaba llevar por los sollozos, incapaz de detener el torrente de lágrimas que me lavaban la cara y me empapaban la ropa. Lloraba durante horas, esperando que amaneciera para enterrar mi dolor en los actos cotidianos que realizaba mecánicamente para tener la impresión de estar todavía viva. Mi compañera dormía junto a mí, pies contra cabeza, y se desesperaba.
«Ya no llores más; no me dejas dormir».
Yo me refugiaba en mi silencio, herida en lo más profundo de mi alma por tener que soportar este destino que no me permitía ni siquiera llorar en paz. Me insubordinaba contra Dios por encarnizarse conmigo. «¡Te odio, te odio! ¡No existes, y si existes eres un monstruo!». Todas las noches, durante más de un año, soñé que Papá moría en mis brazos. Todas las noches me despertaba horrorizada, desorientada, en la nada, buscando descubrir dónde estaba, y entonces comprendía que mis peores pesadillas no eran nada comparadas con la realidad.
Los meses pasaban en una aterradora uniformidad. Era preciso poblar las horas vacías, marcadas por la cadencia de las comidas y el baño. Una distancia hecha de hastío se había instalado entre Clara y yo. Ya casi no hablaba con ella, o muy poco. Solo lo estrictamente necesario para seguir avanzado, a veces para darnos valor. Yo me impedía compartir mis sentimientos, para no desatar una discusión que quería evitar. Todo había comenzado con cosas pequeñas, un silencio, una molestia por haber visto en la otra algo que no queríamos en absoluto descubrir. No era nada, solamente la cotidianidad que se aposentaba a pesar del horror.
Al principio, lo compartíamos todo sin llevar cuentas. Después, fue necesario dividir meticulosamente las provisiones que nos daban en dotación. Nos mirábamos de reojo, nos molestaba el espacio que nos quitaba la otra; imperceptiblemente nos dirigíamos hacia la intolerancia y el rechazo.
El sentimiento de que cada cual vivía en función de sí misma comenzaba a aflorar. Pero había que hacer el esfuerzo de no verbalizarlo. Había una frontera o, mejor, un muro de contención entre nosotras y nuestros secuestradores, constituido por nuestros secretos, nuestras conversaciones inaccesibles a ellos a pesar de la vigilancia constante. Siempre y cuando mantuviéramos nuestra cohesión, me parecía que seguiríamos blindadas. Pero, la cotidianidad nos sometía al desgaste. Un día, le pedí al guardia una cuerda para colgar la ropa. Él no quería ayudarnos. No obstante, la cuerda llegó al día siguiente y me dispuse a instalarla entre dos árboles para usarla, entera de la manera más eficiente. Fui a buscar mi ropa recién lavada y, cuando volví, descubrí que ya no había espacio para mis cosas. Clara lo había utilizado todo para ella.
Otro día, el espacio bajo el mosquitero se convirtió en un problema. Luego, fueron la higiene y el control de los olores. Después, la gestión de los ruidos. Era imposible llegar a un entendimiento sobre las más elementales reglas de comportamiento. Había un riesgo mayor en esta intimidad impuesta: caer en la indiferencia o en el cinismo y terminar por obligar a la otra a soportarnos sin ningún pudor. Una noche, cuando le pedí a Clara que se corriera un poco pues no tenía espacio en la cama, ella explotó: «¡Tu padre se avergonzaría de ti si te viera!». Sus palabras hirieron mi corazón más que si me hubiera dado una bofetada. Quedé aniquilada por lo injustificado de la ofensa, mortificada de comprender que estaba perdiendo la posibilidad de contar con mi compañera de allí en adelante.
Cada día aportaba su dosis de dolor, de amargura, de marchitamiento progresivo. Nos veía cayendo a la deriva. Había que ser muy fuerte para no compensar las constantes humillaciones de los guardias, humillando uno a su vez, a la persona que compartía con uno la misma suerte. Con seguridad no era algo consciente, no-era algo buscado, pero era una válvula de escape para nuestra amargura.
En esa época estábamos encadenadas las veinticuatro horas del día a un árbol y no teníamos más refugio que pasar el día debajo del mosquitero, sentadas prácticamente la una encima de la otra, en un espacio de dos metros de largo por uno y medio de ancho.
Habíamos logrado que nos trajeran tela e hilos, y le agradecía al cielo haberme tomado el tiempo de prestarle atención a mi vieja tía Lucy, que insistió en enseñarme el arte del bordado cuando yo era adolescente. Mis primas habían huido las clases, muertas de aburrimiento, pero yo me había quedado por curiosidad. Comprendía, entonces, que la vida nos da montones de provisiones para nuestras travesías por el desierto. Todo lo que había adquirido de manera activa o pasiva, todo lo que había aprendido voluntariamente o por osmosis, volvía a mí como las verdaderas riquezas de mi existencia, cuando lo había perdido todo.
Me resultaba sorprendente verme haciendo los mismos movimientos de mi tía, copiando sus expresiones y sus actitudes, cuando le explicaba a Clara los rudimentos del punto de cruz, el punto lanzado, el punto de festón. Poco tiempo después, las muchachas del campamento, en las horas en que no debían hacer guardia, venían a mirarnos trabajar. Ellas también querían aprender.
Las horas, los días y los meses transcurrían menos duramente. La concentración necesaria para el bordado hacía más livianos nuestros silencios. Era posible encontrar gestos de fraternidad que aligeraban nuestra fatalidad. Eso duró varios meses y muchos campamentos, hasta que se acabó el hilo.
Algunas semanas después de nuestra fallida escapada, nos hicieron recoger nuestras cosas, sin darnos explicaciones. Nos íbamos en la dirección opuesta de lo que yo consideraba «la salida». Nos sumergíamos todavía más en la selva y por primera vez no vi ningún camino, ninguna marca humana.
Andábamos en fila india, un guardia adelante y otro atrás. Esos desplazamientos imprevistos me producían una angustia enorme. La coincidencia de ese sentimiento que adivinábamos idéntico en la otra, hacía que la guerra de silencio que se había instalado entre Clara y yo —y que se alimentaba de incesantes tensiones cotidianas para marcar nuestro espacio y nuestra independencia la una de la otra— se esfumara en un segundo.
Con una sola mirada nos decíamos todo. En esos momentos terribles, cuando nuestros destinos parecían hundirse más profundamente en el abismo, nos declarábamos vencidas y reconocíamos, entonces, la inmensa necesidad que teníamos la una de la otra.
Mientras la guerrilla estaba terminando de desmontar el campamento, y asistíamos al desmembramiento de este espacio que se nos había vuelto familiar, y mientras los últimos guerrilleros arrancaban los postes que servían para sostener nuestra carpa y los tiraban a los matorrales; cuando ya no quedaba más que un terreno abandonado y fangoso, surcado por nuestros pasos obstinados; cuando todas las pruebas de nuestra existencia en este lugar acababan de ser totalmente eliminadas, Clara y yo nos tomábamos de la mano en silencio, en un esfuerzo instintivo por darle valor a la otra.
Me concentré para memorizarlo todo, con la esperanza de poder guardar en algún lugar de mi cerebro una coherencia espacial que eventualmente me permitiera encontrar el camino de vuelta. Sin embargo, cuanto más caminábamos más se agregaban a mis cálculos nuevos obstáculos. Escalofríos de fiebre me recorrían la piel y las manos se me humedecían de tal forma que me veía obligada a secármelas continuamente en los pantalones. Luego vinieron las náuseas. Ya había hecho el inventario del proceso que se desencadenaba con cada anuncio de partida. Una hora y media después, a lo mucho, me veía obligada a salir corriendo a vomitar detrás de un árbol, para que no me vieran. Siempre tenía la precaución de llevar un pequeño rollo de papel para secarme la boca y la ropa, como si eso pudiera cambiar algo, siendo que ya estaba sucia de barro.