No hay silencio que no termine (18 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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El nuevo acantonamiento que nos esperaba era muy diferente del anterior. Los guerrilleros consideraron más prudente construir nuestra caleta lejos de su lugar de habitación. Desde el sitio que nos habían asignado era imposible ver sus actividades o su organización. Estábamos aisladas, bajo la vigilancia de un guardia ubicado a dos metros de nuestro mosquitero, malgeniado, sin duda molesto por estar condenado a aburrirse lejos de sus compañeros en tan fastidioso cara a cara.

A mí, eso me parecía mejor. Sería más fácil, cuando las circunstancias lo permitieran, burlar la vigilancia de un solo hombre.

Ya habíamos vuelto a encontrar nuestras marcas y regresábamos a nuestro bordado cuando vi a Patricia, la enfermera, acercarse con un hombre desconocido para mí. Era joven, en sus treintas, de piel bronceada, con un bigotico negro brillante y el pelo muy corto. Tenía el pantalón caqui reglamentario, las botas de caucho habituales y una camisa desabotonada hasta el ombligo que dejaba ver un torso corpulento y peludo al que poco le faltaba para llegar a la gordura. Al cuadro se agregaba una imponente cadena de oro en el pecho de la que colgaba un colmillo amarillento.

Llegó muy sonriente, balanceando los hombros para mostrar la musculatura, y no pude evitar pensar que este debía de ser un hombre sanguinario. Patricia nos presentó:

—Este es el comandante Andrés —dijo ella con una expresión dé adulación que me sorprendió.

Era evidente que el tipo quería hacer una entrada exitosa e impresionar a una parte de la cuadrilla que se había reunido a algunos metros, para asistir al espectáculo.

—¿Qué hace? —preguntó, entre autoritario y relajado.

—Buenos días —respondí, levantando la mirada de mi bordado.

Me clavó los ojos, como si quisiera descifrar mis pensamientos, y soltó una carcajada mientras se alisaba el bigote. Luego siguió:

—¿Qué es eso?

—¿Esto? Un mantel para mi mamá.

—Deje ver.

Le pasé mi costura, teniendo cuidado de no levantar demasiado el mosquitero. Andrés hacía el ademán de revisar mi trabajo como si fuera un experto y estaba a punto de devolvérmelo diciendo «está bien», cuando una bella jovencita que estaba detrás de él y que yo no había visto, le quitó el bordado de las manos con una confianza que no dejaba ninguna duda sobre la naturaleza de su relación. «¡Qué lindo! Yo quiero hacer lo mismo. ¡Por favor!». Ella movía las caderas, con toda la intención de seducirlo. Andrés se veía encantado. «Después miramos», dijo riéndose.

Patricia intervino de nuevo:

—¡Es el nuevo comandante!

Este era, pues, el hombre con quien debíamos entendernos de ahora en adelante. Ya echaba de menos al joven César, que había sido destituido a causa de nuestra fuga.

—¿Qué es eso que tiene en el cuello? —le dije para pagarle con la misma moneda.

—¿Esto? Un colmillo de tigre.

—¿De tigre?

—Sí. Era enorme. Lo maté yo mismo.

Sus ojos negros brillaban de placer. Su expresión transformó, hasta casi parecer atractivo.

—Esos animales están en vías de extinción. No hay que matarlos.

—Aquí, en las Farc, somos ecologistas. No matamos: ¡ejecutamos!

Giró sobre sus talones y desapareció seguido por su ejército de mujeres.

Mi compañera me miró con mala cara:

—¡Tan pendeja!

—Sí… Pero no pude evitarlo.

Volví a sumirme en mi labor pensando en Papá. Hacía diez días que no comía, necesitaba hacer mi duelo, marcar su muerte en mi carne y grabar en mi memoria esos días de dolor, en un tiempo y un espacio desprovistos de todo punto de referencia. «Tengo que aprender a no ser tan bocona», concluí para mí misma, pinchándome con una aguja.

En la oscuridad, venían a asaltarme mis remordimientos más profundos. El recuerdo de Papá era el principal detonante. Ya había dejado de luchar, diciéndome que más valía llorar hasta que se agotara mi dolor. No obstante, también intuía que mi sufrimiento, en lugar de disolverse, evolucionaba y que esa evolución lo volvía más compacto y no más liviano. Decidí, entonces, hacer frente a mi desconsuelo por etapas. Me daba permiso para arrullarme en el dolor al evocar los momentos que habían forjado el amor por mi padre, pero me prohibía dedicar el menor pensamiento a mis propios hijos.

Eso era para mí sencillamente insoportable. Las pocas veces en que había abierto una brecha diminuta para pensar en ellos, creí volverme loca. Tampoco podía pensar en Mamá. Desde que Papá había muerto, me torturaba el temor de que ella también podría desaparecer en cualquier momento. Esta idea, que llegaba siempre de la mano con su recuerdo, como una obsesión perversa, me llenaba de horror, pues yo había imaginado la muerte de Papá y se había hecho realidad, como si yo hubiera adquirido el poder abominable de materializar mis aprensiones.

No sabía nada de mi familia. Desde el 23 de marzo, día en que completamos un mes de secuestro, día también en que se dio la orden de no dejarnos oír radio, perdimos todo contacto con el mundo de los vivos. Una sola vez el joven César había venido a compartir las noticias con nosotras: «Su papá habló por la radio. Le pide que resista, que sea fuerte. Y quiere que sepa que se está cuidando y que la está esperando». Después de enterarme de la muerte de Papá, me preguntaba si César me había mentido, si se había inventado esta historia para calmarme. Pero no quería creerlo. Me ayudaba que Papá me había mandado un mensaje para tranquilizarme antes de morir.

Con todo y eso, entrada la noche, yo iba a reunirme con Papá. Tal vez porque tenía la convicción de que ambos hacíamos parte del mundo de los muertos, me dejaba llevar a hablarle y lloraba en las tinieblas que compartíamos, con la sensación de que podía refugiarme en sus brazos, como lo había hecho siempre.

Descubrí el mundo del insomnio y el efecto hipnótico que producía sobre mí. Esas horas de vigilia nocturna me daban acceso a otra dimensión de mí misma. Otra parte de mi cerebro asumía el control. En la inmovilidad física que me imponía el compartir el pequeño colchón en el que vivíamos, mi mente se paseaba por otros mundos y me hablaba a mí misma, como le hablaba a Papá, como le hablaba a Dios, con lo que aquellas largas horas oscuras se convertían en mi único momento de intimidad.

Por la noche emergía otro tipo de naturaleza. Los ruidos adquirían una resonancia profunda que daba la medida de la inmensidad de este espacio desconocido. La cacofonía del croar de la fauna alcanzaba tal magnitud que se volvía dolorosa. Fatigaba el cerebro, lo incomodaba con sus vibraciones, lo sumergía en estímulos disonantes e imposibilitaba la reflexión. Era también la hora de las grandes oleadas de calor, como si la tierra evacuara lo que había almacenado durante el día, y despedía hacia la atmósfera calores sulfurosos que nos daban la sensación de haber caído en un estado de fiebre. Pero eso pasaba rápido. Una hora después la temperatura bajaba vertiginosamente y había que premunirse contra un frío que hacía añorar el sofoco del crepúsculo.

En este ambiente fresco, las aves nocturnas salían a cortar el aire con su aleteo seco y atravesaban el espacio llevando consigo su siniestro ulular de almas solitarias. Yo las seguía con mi imaginación, esquivando con ellas la formación de árboles que rozaban a gran velocidad y volaba tras ellas más allá de la selva, más arriba de las nubes, hacia las constelaciones donde soñaba con la felicidad del pasado.

La Luna se desplazaba entre el espeso follaje: siempre retrasada, siempre caprichosa e imprevisible. Me obligaba a volver a plantearme cuidadosamente todo lo que creía saber sobre ella sin jamás haberlo comprendido a cabalidad: la danza de la Luna alrededor de la Tierra, sus diferentes fases y su poder. Ausente, la Luna me intrigaba aún más.

En los días de luna nueva caía un embrujo sobre la selva. En la oscuridad total, el suelo se iluminaba con millones de estrellas fosforescentes, como si el cielo se hubiera derramado sobre la tierra. Al principio, creí que deliraba. Después, tuve que rendirme a la evidencia de que la selva estaba encantada. Pasaba la mano por debajo del mosquitero y recogía las pepitas luminiscentes que se encontraban por montones en el suelo. A veces traía de vuelta una piedra, o una ramita, o una hoja. Pero al tocarlas perdían su luz sobrenatural. Sin embargo, bastaba con volverlas a poner en el suelo para que recuperaran sus poderes y se encendieran de nuevo.

El mundo inanimado salía de su letargo y la vida retenía su aliento. Aquellas noches, el sonido de la selva era mágico. Miles de campanitas suspendidas en el aire tintineaban alegremente y ese ruido mineral parecía eclipsar el clamor de los animales. Por absurdo que parezca, había una melodía en ese carillón nocturno y no podía evitar pensar en las campanas de Navidad en pleno mes de julio y llorar amargamente evocando el tiempo perdido.

En una de esas noches sin luna, cuando escuchaba a lo lejos las conversaciones susurradas de los guardias, como si estuvieran hablándome al oído, oí por azar a uno de ellos decirle a Yiseth que nosotras habíamos estado a un pelo de tener éxito en nuestra fuga.

Al final de la carretera de los puentes podridos había un caserío en la orilla del río. Los militares se habían establecido ahí poco tiempo antes y habían comenzado a hacer trabajo de infiltración para los servicios de inteligencia del ejército. Esta información duplicaba mis remordimientos: nunca debimos detenernos al borde del camino.

También me había enterado que algunos guerrilleros nos espiaban a la hora del baño. Cuando le pedí a Andrés que instalara un cubículo a la orilla del río para bloquear la vista, me respondió que sus hombres tenían mejores cosas que hacer que ver «a dos cuchas bañándose». A pesar de todo, al día siguiente hizo instalar el cubículo.

Durante otra de mis noches de insomnio, oí a uno de los guardias decir: «Pobre mujer. ¡De aquí saldrá cuando le llegue el pelo a los talones!». El comentario me hizo sobresaltar. No quería ni siquiera pensar que eso fuera posible considerarlo. Yo había hecho un esfuerzo enorme por aceptar que debía esperar a que se produjera una negociación que condujera a nuestra liberación, pero cuanto más tiempo pasaba, más se complicaba la ecuación que podría conducir a nuestra salida.

10
PRUEBAS DE SUPERVIVENCIA

Una mañana, el Mocho César, jefe del frente que me había capturado, regresó. Aunque no podíamos ver nada de lo que ocurría, los ires y venires nerviosos de la tropa, así como el porte impecable de los uniformes, eran señales evidentes de la presencia del jefe.

Yo estaba sentada con las piernas cruzadas, debajo del toldillo, los pies descalzos y la gran cadena amarrada al pie. Estaba empezando una nueva costura. Había tomado conciencia de que mi relación con la duración de las cosas había sido perturbada por completo. «En la civil», para tomar prestada la terminología farquiana, los días transcurrían con una rapidez alucinante y los años se desgranaban lentamente, lo que me daba una sensación de realización, de haber vivido una vida plena.

En cautiverio, mi conciencia del tiempo se había invertido totalmente. Los días parecían no tener fin, cruelmente alargados entre la angustia y el aburrimiento. En contraste, las semanas, los meses y, más adelante, los años parecían acumularse a toda velocidad. Ese tiempo irremediablemente desperdiciado despertaba en mí el terror de sentirme enterrada en vida.

Cuando César llegó yo estaba tratando de huirles a los demonios que me perseguían, concentrando mi mente en enhebrar una aguja.

César me miraba los pies, hinchados por las innumerables picaduras de bichos invisibles. Su mirada me molestaba y me senté escondiendo los pies bajo las nalgas, lo que me produjo un dolor espantoso por culpa de la cadena que me tallaba.

—¿Qué le dio por volarse así, en la selva? La hubiera podido atacar un tigre. Eso fue una locura.

—¿Qué hubiera debido hacer? ¿Mandarles el cadáver a sus hijos?

—No entiendo. Usted sabe que no tiene ningún chance.

Yo lo miraba en silencio. Sabía que no le gustaba verme en ese estado e intuía que, en el fondo, sentía vergüenza.

—Usted habría hecho lo mismo. La diferencia es que usted sí lo habría logrado. Mi deber es recuperar mi libertad, así como el suyo es impedírmelo.

Sus ojos brillaban con un destello inquietante. Me miraba a los ojos, pero no era a mí a quien veía. ¿Acaso observaba cómo sus recuerdos desfilaban ante sus ojos? De repente, parecía haber envejecido cien años. Se dio media vuelta, encorvado, como abatido por una enorme fatiga. Antes de irse, con una voz profunda como quien habla a sí mismo, me dijo:

—Le vamos a quitar las cadenas. Voy a prohibir que se las vuelvan a poner. Le voy a mandar queso y frutas.

Y cumplió su palabra. Un joven guerrillero vino a la hora del atardecer a quitarnos las cadenas. Varias veces había tratado de mostrarse amable y de iniciar una conversación que yo había evitado siempre. No lo reconocí al principio, pero era el guerrillero que estaba sentado en la parte trasera de la cabina de nuestra camioneta, el día del secuestro. Abría el candado con precaución. Mi piel estaba azul debajo de la cadena.

—¿Sabe? ¡A mí me alivia más que a usted! —dijo con una gran sonrisa.

—¿Cuál es su nombre? —le pregunté, como despertándome de un sueño.

—¡Me llamo Ferney, doctora!

—Ferney, dígame Ingrid, por favor.

—Bien, doctora.

Solté la carcajada. Él se fue corriendo.

Las frutas y el queso también habían llegado. César nos había mandado una gran caja de cartón con unas treinta manzanas verdes y rojas y gruesos racimos de uva. Al abrirla, tuve el reflejo de ofrecerle alguna a Jessica, la «socia» del comandante, quien las había traído. Hizo una mueca de desagrado y respondió:

—La orden es traerle fruta a los prisioneros. ¡No podemos aceptar nada de ustedes!

Giró sobre sus talones y se fue sacando pecho. Yo comprendía que no debía de ser fácil para ella. Sabía demasiado bien que las frutas y el queso eran un lujo escaso en un campamento de las Farc. Nuestro régimen diario era arroz y frijol.

César volvió a aparecer la semana siguiente.

—¡Le tengo una buena noticia!

El ritmo del corazón se me aceleró. La esperanza de una próxima liberación era mi obsesión en todo momento. Tratando de parecer lo más indiferente posible, le pregunté:

—¿Una buena noticia? ¡Eso sí que sería una sorpresa! ¿Cuál?

—El Secretariado dio la autorización para que le mande pruebas de supervivencia a su familia.

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