Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Finalmente, uno de los muchachos se dirigió hacia nosotras y preguntó, poniendo mala cara:
—¿No habrán sido ustedes las que cogieron el machete de Ferney?
Una oleada de adrenalina me bloqueó el cerebro y respondí tontamente:
—¿Por qué?
—Ferney dejó aquí el machete ayer por la tarde —contestó en tono amenazante.
Tartamudeé algo, sin saber qué decir, angustiada ante la idea de que interrogaran también a mi compañera.
Era demasiado evidente que yo tenía miedo. Sabía que iban a requisarnos y entraba en pánico con solo pensarlo.
Fue entonces cuando Ferney vino a mi rescate.
—No creo que lo haya dejado aquí. Me acuerdo que me lo llevé cuando me fui. Creo que lo dejé por el lado del aserradero, cuando fui a buscar las tablas. Ahorita lo busco. Vámonos.
Habló sin mirarme a los ojos. Dio media vuelta y se llevó con él a sus compañeros, felices de quedar relevados de su misión.
Mi compañera y yo quedamos allí, extenuadas. Tomé el libro entre mis manos temblorosas y traté de retomar la lectura. Pero me fue imposible fijar mi vista en la página. Dejé caer el libro en el colchón. Nos miramos como si hubiéramos acabado de ver al diablo y soltamos a reírnos, con una risa contenida y nerviosa, dobladas en dos para que no nos vieran los guardias.
Por la noche, al hacer el recuento de los acontecimientos del día, sentí surgir en mí un sentimiento de culpabilidad que me pareció ridículo: me sentía mal por haber engañado a Ferney.
No nos habían vuelto a poner las cadenas. Podíamos movernos libremente alrededor de la caleta. A pesar de ello, la mayor parte del día la pasábamos sentadas en el universo de dos metros cúbicos que delimitaba el toldillo, pues ya nos habíamos acostumbrado. El velo que nos separaba del mundo exterior era una barrera psicológica que nos protegía del contacto, de la curiosidad y de los sarcasmos que provenían de afuera. No obstante, la sensación de poder salir de «nuestra caleta» y caminar de un lado a otro, si nos daba la gana, era una libertad muy valiosa, sobre todo ahora que comprendíamos que corríamos el riesgo de perderla. La usábamos con moderación, pues nos daba miedo que nos vieran muy exaltadas de tenerla y les diera por usarla como instrumento de chantaje.
Poco a poco, estaba tomando el camino del desprendimiento de las pequeñas y de las grandes cosas, para no estar sometida a mis deseos o a mis necesidades, puesto que al no tener el control de su satisfacción, me tornaba aún más dependiente de mis carceleros.
También nos habían traído un radio. Fue algo tan inesperado que ni siquiera nos dio gusto. El Mocho César nos lo había mandado, tal vez porque en nuestra última conversación le había dicho que no sabía nada del mundo y que lo más increíble de todo era que me daba igual. En efecto, probablemente después de la muerte de Papá, me parecía que el mundo exterior era algo extraño y lejano. Para nosotras, la radio era una molestia.
Era un radio Sony, de los grandes, que los jóvenes llamaban «la panela», pues era cuadrado y negro, un modelo que gozaba de cierta popularidad entre los guerrilleros, porque tenía un parlante potente con el que la tropa oía a todo volumen la música popular que estaba de moda. Cuando Jessica nos trajo la radio, comprendí de inmediato que no le había gustado en absoluto el gesto de su comandante. Y lo peor es que se sintió ofendida ante nuestra falta de interés:
—¡Acá no van a tener nada mejor!
Interpretó nuestra reacción como un acto de desprecio, creyendo que «en la civil» estábamos acostumbradas a cosas mucho mejores. No podía comprender que en nuestro estado mental lo único que nos interesaba era la libertad.
Jessica se vengó a su manera. Al día siguiente vino a buscar la navaja que el Mocho César me había regalado antes de irse, con el pretexto de que el comandante César la había mandado pedir. Yo sabía a la perfección que se quedaría con ella. Jessica era la novia del comandante. Podía hacer lo que quería. Le entregué la navaja a regañadientes, diciéndole que era un regalo, lo que duplicó su placer de quitármela.
El radio, por su parte, se convirtió poco a poco en un objeto de discordia. Al comienzo, Clara y yo nos lo turnábamos para tratar de oír los noticieros del día. Sin embargo, con un radio tan caprichoso el ejercicio no era fácil. Había que mover el aparato como un radar en todas las direcciones, buscando el ángulo de recepción más eficaz. Por desgracia, la señal siempre estaba saturada de interferencias.
Lo que me parecía sorprendente es que en la caleta vecina había un radio igual, exactamente la misma «panela», que recibía una señal perfecta. Descubrí que los guerrilleros traficaban los radios «envenenando» los circuitos: instalaban al interior pedazos de cable para aumentar la potencia de la recepción. Le pregunté a alguien si me podía «envenenar» mi «panela». Me mandaron adonde Ferney.
—Claro, yo le hago eso. Pero cuando terminen de construirles la casa nueva.
Sentí como si me hubiera caído un baldado de agua fría.
—¿Cuál casa nueva?
—La casa que el comandante César mandó construirles. Ahí van a estar bien. Van a tener una pieza para ustedes. Ahí nadie la va a poder ver cuando se desvista.
Esa era la menor de mis preocupaciones. ¿Una casa de madera? ¡La guerrilla se estaba preparando para mantenernos secuestradas durante meses! Entonces no iba a estar en mi casa para el cumpleaños de Melanie, ni para el de Lorenzo; iba a cumplir catorce años, y dejaría de ser un niño. Estar lejos de él en ese momento me rompía el corazón. Dios mío, ¿y si el cautiverio se prolongaba hasta Navidad?
La angustia no me abandonaba. Había perdido por completo el apetito.
Una vez hubieron cortado las tablas, la construcción de la casa se hizo en menos de una semana. La levantaron sobre pilotes, con un techo de palmas trenzadas cuya elaboración me pareció un prodigio de belleza y habilidad. Era una construcción simple, en un plano rectangular, cerrada con paredes de madera de dos metros de alto por tres costados y con la fachada, que daba al campamento, totalmente abierta al exterior. En la esquina izquierda de este espacio, hicieron dos paredes interiores para construir una habitación cerrada, con una verdadera puerta. En el interior había cuatro tablas, sostenidas por dos caballetes de madera a modo de cama y en los rincones unas piezas de madera que servirían como estantes. Fuera de la habitación habían hecho una mesa para dos y un banco pequeño.
Andrés quiso ser el encargado de llevarnos a nuestro nuevo alojamiento. Estaba orgulloso del trabajo que había hecho su equipo. Yo no podía ocultar mi desazón. La puerta estaría cerrada con un gran candado por la noche y no veía cómo podríamos escaparnos. Aun así, probé suerte:
—Habría que hacer una ventana. La habitación es muy pequeña y oscura. Nos vamos a ahogar.
El comandante me miró con desconfianza y yo no insistí. Sin embargo, al día siguiente llegó un grupo de guerrilleros con una sierra para abrir una ventana. Suspiré aliviada: con una ventana tal vez tendríamos más oportunidades.
Nuestra vida cambió. Paradójicamente, aunque el nuevo espacio era más cómodo que nuestras condiciones de vida anteriores, las tensiones con Clara se hicieron insoportables. Yo había establecido una rutina que me permitía estar activa al tiempo que evitaba al máximo importunarla. Pero sus reacciones no eran previsibles. Si yo barría, ella me perseguía para quitarme la escoba de las manos. Si me sentaba a la mesa, quería tomar mi lugar. Si yo caminaba de un lado a otro para hacer ejercicio, me interrumpía el paso. Si yo cerraba la puerta para descansar, me exigía que saliera. Si me negaba, ella me saltaba encima como un gato con las garras afuera. Yo ya no sabía qué hacer. Una mañana, al descubrir una colmena de abejas en un rincón de la cocina, se puso a gritar y con la escoba tiró todo lo que había en los estantes junto a la pared. Luego, se fue corriendo a la selva. Los guardias la volvieron a traer, empujándola con sus fusiles.
Cuando Ferney vino a encargarse de nuestro radio, nos trajo una escoba nueva que hizo para nosotras. «Quédense con ella. Es mejor que no pidan prestadas las cosas. Eso molesta a la gente».
Ferney se tomó el tiempo de explicarme cuáles eran los programas que se podían captar y a qué horas los pasaban. Antes de las seis de la mañana no había nada. Por el contrario, en la noche podíamos captar todas las emisoras del país. Sin embargo, se le olvidó contarnos lo esencial: la existencia de un programa radial que transmitía los mensajes que nos dirigían nuestras familias.
La tensión aumentó una mañana, muy temprano, cuando sentí que me molestaba un chirrido abominable. Clara estaba sentada contra la pared, con la radio entre las piernas, girando los botones en todas las direcciones, inconsciente del ruido que estaba haciendo. El candado de nuestra puerta solo se abría a las seis. Me senté en silencio a esperar. Mi mal humor iba en aumento. Le expliqué lo más calmadamente que pude que no podía captar nada antes de las seis y media de la mañana, con la esperanza de que apagara la radio. Pero no le importaba la molestia que producía y siguió haciendo ruido con el aparato. Yo me levantaba, me volvía a sentar, daba vueltas en medio de la cama y la puerta para manifestar mi desespero. Poco antes de que abrieran el candado, por fin decidió hacer callar la «panela».
Al día siguiente, la escena se repitió idéntica, salvo que esta vez no fue posible hacerle apagar la radio. Yo la miraba, concentrada oyendo el traqueteo del aparato, y pensaba: «Se volvió loca».
Una mañana, cuando había salido y estaba cepillándome los dientes en un balde de agua que los guerrilleros ponían en un extremo de la casa. Oí un estruendo dentro de la habitación. Fui corriendo a ver qué había pasado, nerviosa, y encontré a Clara con los brazos caídos y la radio roto a sus pies. Miraba fijamente el aparato.
—Qué vaina. Después vemos si alguien puede arreglarlo —dije, tratando de no guardarle resentimiento.
A las seis de la tarde, cuando todavía había luz, el guardia venía a poner el candado en la puerta. Le daba una vuelta a la barraca, pasando por detrás, y cerraba la única ventana, con un gran candado también. Luego se iba al frente, a ocupar su puesto de vigilancia durante la noche. Yo seguía sus movimientos con sumo interés, tratando de encontrar la falla en el sistema que nos permitiría escapar.
Habría que programar la operación en dos tiempos. Antes de las seis de la tarde, Clara debía salir por la ventana, correr y refugiarse en los arbustos que había detrás de la casa. Debería llevarse el morral donde meteríamos todo lo necesario. El guardia llegaría a las seis en punto a cerrar la puerta. Me vería a mí junto a un bulto que confundiría con mi compañera dormida. Pondría el candado antes de hacer la ronda y cerrar la ventana por detrás. Yo tendría el tiempo justo para salir por la ventana y saltar al techo para esconderme allí. El guerrillero le pondría el candado a la ventana y se iría a su puesto de vigilancia. Así, me dejaría el campo libre para ir hasta donde Clara, detrás de la choza. Enseguida, deberíamos tomar a la derecha para alejarnos del campamento y luego girar en ángulo recto hacia la izquierda, lo que nos llevaría hacia el río. Habría que nadar y dejarse llevar por la corriente lo más lejos posible. Tendríamos que escondernos durante el día, pues los guerrilleros se habrían lanzado a nuestra búsqueda y peinarían toda la zona. Sin embargo, después de dos noches de navegación, sin saber de qué lado nos habíamos ido, ya no podrían encontrarnos. Deberíamos, entonces, buscar la casa de algún campesino y correr el riesgo de pedir ayuda.
Me producía aprensión la idea de nadar en las aguas negras de esta selva en plena noche, pues había visto los ojos brillantes de los caimanes escondidos cerca de las orillas, al acecho de su presa. Tendríamos que llevar una cuerda y amarrarnos para evitar que la corriente nos separara, y para no perdernos en la oscuridad. Si a una de las dos la atacaba un caimán, la otra la salvaría con el machete. Había que hacerle un estuche al machete, para poder llevarlo amarrado a la cintura sin que nos molestara para nadar. El morral habría que llevarlo a la espalda, y nos los tendríamos que turnar. El contenido debía ser meticulosamente enrollado en bolsas de plástico y cerrado herméticamente con cauchos elásticos. Nuestra resistencia en el agua era un verdadero problema. Habría que fabricar flotadores, pues debíamos nadar muchas horas.
Resolví el problema de los flotadores utilizando una hielera de poliestireno en donde le habían traído unos medicamentos a la enfermera. Le pedí a Patricia que me dejara conservar la hielera y ella se rio ante mi curiosa petición. Me dio la hielera como quien le regala un juguete roto a un niño para que se divierta. Volví muy orgullosa de mi adquisición y cerramos bien la puerta de la habitación. Clara y yo cortamos la hielera con el machete, hablando fuerte y riéndonos para tapar el ruido destemplado que producía el filo en el poliestireno. Elaboramos flotadores con los costados de la hielera, lo suficientemente grandes para apoyar el torso pero lo suficientemente pequeños para meterlos en el morral.
El resto de los preparativos era más fácil. Un atardecer descubrí, justo antes de que nos encerraran para pasar la noche, que había en el travesaño de la puerta un gigantesco alacrán hembra con su progenie pegada al abdomen. Medía más de veinte centímetros de largo. El guardia la mató de un machetazo y la puso en un frasco con formol. Según él, se le podía sacar un antídoto milagroso. Insistí en el peligro de no tener luz en el interior de la habitación, impresionada por la posibilidad de que el animal me hubiera caído en la nuca al cerrar la puerta. Andrés nos mandó la linterna de bolsillo, la cual soñaba para nuestra fuga.
Sin embargo, aunque estábamos preparadas, nuestros planes se retrasaron. Tuvimos una semana de temperaturas apenas por encima de cero, especialmente al amanecer. «Son las heladas del Brasil», me dijo el guardia, en tono de experto. Me alegré de no haber huido todavía. Luego me dio una gripa que también nos retrasó. Sin medicamentos, la fiebre y la tos se prolongaron. Con todo, el principal obstáculo para nuestra evasión era el comportamiento ciclotímico de Clara. Un día, me explicó que no iba a escaparse porque quería tener hijos y el esfuerzo de la huida podía perturbar su capacidad para concebir.
Una tarde, buscando refugiarme en la habitación, escuché una conversación sorprendente. Mi compañera le contaba a la muchacha que hacía guardia un episodio de mi vida que yo le había revelado, con las mismas palabras que yo había usado para describirlo. Yo reconocía con exactitud mis expresiones, las pausas que había tenido que hacer, la entonación de la voz. Todo igual. Lo inquietante es que Clara me había suplantado en la narración. «Esto no puede sino ir de mal en peor», pensé.