Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Los días eran iguales los unos a los otros y se arrastraban lentamente. Me costaba trabajo recordar las cosas que había hecho el día anterior. Todo lo que vivía iba a dar a una gran nebulosa y solo memorizaba los cambios de campamento, pues me resultaban dolorosos. Hacía siete meses me habían secuestrado y sentía las consecuencias. Mi centro de interés se había deslizado: el futuro ya no me interesaba y el mundo exterior tampoco. Eran simplemente inaccesibles para mí. Vivía el presente en la eternidad del desconsuelo, sin esperanzas de que llegara a su fin.
No obstante, el cumpleaños de mi hija me cayó encima, como si el tiempo se hubiera acelerado caprichosamente solo para perturbarme. Llevaba trabajando dos semanas en su correa. Estaba orgullosa. Los guerrilleros pasaban frente a la casa para admirar mi obra: «¡La cucha aprendió!», decían con algo de sorpresa, queriendo hacer un cumplido. En su argot, llamarme «cucha» no tenía ninguna connotación peyorativa. Utilizaban el mismo término para hablar del comandante, en un tono familiar y respetuoso a la vez. Sin embargo, me costaba trabajo acostumbrarme. Me sentía relegada irremediablemente al armario de las reliquias. Pero mi hija iba a cumplir diecisiete años. A mi edad, yo podía ser la madre de todos ellos.
Seguía tejiendo, perdida en diez mil reflexiones que se agregaban unas a otras, como los nudos que iba cerrando pacientemente en mi labor. Por primera vez después de mi captura, sentía prisa. Este descubrimiento me maravilló. El día anterior al cumpleaños de Melanie, a las seis de la tarde, justo antes de que nos encerraran, cerré el último nudo de su correa. Estaba orgullosa.
Tenía que ser un día de alegría. Me decía que era la única manera de rendirle homenaje a ella, que había venido a llenar de luz mi vida, incluso hasta el fondo de este horrible hueco verde. Pasé la noche entera reviviendo mentalmente su vida. Volví a ver el día de su nacimiento, sus primeros pasos, el miedo mortal que le producía una muñeca mecánica que caminaba mejor que ella. La veía en su primer día de colegio, con sus colitas y sus boticas blancas de bebé, y poco a poco la veía crecer, siguiéndola en su recorrido hasta la última vez que la tuve entre mis brazos. Lloré, pero mis lágrimas eran de otra naturaleza. Lloraba de felicidad por haber estado allí, y por haber acumulado tantos instantes mágicos que podía evocar ahora para apagar mi sed de felicidad. Era, sin lugar a dudas, una felicidad triste, pues la ausencia de mis hijos me resultaba terriblemente dolorosa, pero era la única a la cual podía aspirar.
Me levanté mucho antes de que abrieran la puerta. Había esperado sentada en el borde de la cama, cantando en mi cabeza la canción de cumpleaños, cuyas vibraciones debían llegarle a mi hija, siguiendo un recorrido que yo hacía mentalmente desde esta casa de madera, pasando por encima de los árboles y la selva, más allá del mar Caribe, hasta su habitación, en la isla de Santo Domingo, donde la imaginaba durmiendo tal como yo la había dejado. Me imaginaba despertándola con un beso en su mejilla fresca y creía firmemente que ella debía de estar sintiéndome.
El día anterior había pedido permiso para hacer una torta y Andrés había dicho que sí. Jessica vino a ayudarme. Preparamos una masa con harina, leche en polvo (era una concesión sorprendente), azúcar y chocolate negro que pusimos a derretir en una olla aparte. Como no teníamos horno, decidimos hacerla frita. Jessica se encargó del glaseado: para eso utilizó un sobre de refresco en polvo, con sabor a fresa, y lo mezcló con leche en polvo diluida con un poco de agua. Con la pasta espesa que obtuvo transformó la torta negra en un disco rosado-fucsia sobre el que escribió con letras y arabescos: «De parte de las Farc».
Andrés había dado permiso para que usáramos su grabadora y Jessica volvió a nuestra barraca con el aparato, la torta y el Mico, ese mismo guerrillero frente a cuyas narices nos escapamos. Estaba ahí para hacernos bailar, pues Jessica estaba decidida a aprovechar la ocasión. Por mi parte, yo también me había preparado. Me había puesto el bluyín que tenía el día que nos secuestraron (Melanie me lo había regalado en Navidad) y la correa que le había tejido a mi hija, pues había adelgazado mucho y el pantalón me nadaba.
Durante algunas horas, estos jóvenes se transformaron como por arte de magia. Ya no eran guardias, ni terroristas, ni asesinos. Eran jóvenes, de la edad de mi hija, que se divertían. Bailaban divinamente, como si no hubieran hecho otra cosa en la vida. Sus pasos, perfectamente sincronizados, transformaban la choza en un salón de baile, dando vueltas y girando con coquetería y elegancia. El espectáculo era fascinante. Jessica, con su pelo negro largo y rizado, era bonita y se sabía observada.
Movía las caderas y los hombros justo lo necesario para hacer resaltar la armonía de sus formas. El Mico, que era bastante feo, parecía haberse metamorfoseado. El mundo le pertenecía. ¡Me habría gustado tanto que mis hijos hubieran estado ahí! Era la primera vez que me venía a la cabeza esta idea. Habría querido que conocieran a estos jóvenes, que descubrieran su extraño modo de vida, tan diferente y sin embargo tan cercano, pues todos los adolescentes del mundo se parecen. Yo había visto a estos muchachos en su faceta cruel, déspota, humillante. Al verlos bailar ahora, no podía evitar preguntarme si mis hijos, en las mismas condiciones que ellos, no habrían actuado de la misma manera.
Aquel día comprendí que nada nos hace tan diferentes los unos de los otros. Recordé mis épocas en el Congreso. Durante mucho tiempo había señalado y denunciado gente, para desenmascarar la corrupción de mi país. Ahora me preguntaba si estaba en lo correcto. No porque tuviera dudas sobre la veracidad de mis acusaciones, sino porque tomaba conciencia de la complejidad de la condición humana. Gracias a eso, veía la compasión desde otra perspectiva, como un valor esencial para manejar mi presente. «La compasión es la clave del perdón», pensaba, rechazando toda veleidad de venganza. El día del cumpleaños de Melanie me dije que no quería perder la oportunidad para tenderle la mano a mi enemigo cuando el momento se presentara.
Después de ese día, mi relación con Jessica cambió. Vino a preguntarme si yo podría darle clases de inglés. La petición me sorprendió: me preguntaba para qué podían servirle a una joven guerrillera los cursos de inglés en la selva.
Jessica llegó el primer día con un cuaderno nuevo, un bolígrafo y un lápiz con su borrador. Ser la novia del comandante tenía sus ventajas. Por otra parte, también era cierto que desde el primer día mostró las características de una magnífica alumna: buena letra, una organización mental y espacial metódica, una gran concentración y muy buena memoria. La dicha que le producía aprender me motivaba a preparar mejor mis clases. Para mi sorpresa, yo esperaba con impaciencia su visita.
Al cabo del tiempo, empezamos a mezclar las clases con pequeñas conversaciones más privadas. Ella me contaba, escalofriada, cómo había sido la muerte de su padre, guerrillero él también, y cómo había sido su reclutamiento. Me describía su relación con Andrés. De vez en cuando, subía la voz y me hablaba del comunismo, de la alegría de haberse alzado en armas para defender al pueblo, del hecho de que las mujeres no eran discriminadas en las Farc y que el machismo estaba formalmente prohibido. Bajaba la voz para hablarme de sus sueños, de sus ambiciones, de sus problemas de pareja. Yo comprendía que le preocupaba que nos oyeran los guardias.
—Toca tener cuidado porque pueden malinterpretarme y luego me piden explicaciones en el aula.
Fue así como supe que todos los problemas se discutían en público. Todos estaban vigilados y tenían el deber de informarle al comandante sobre el menor comportamiento sospechoso de sus compañeros. La delación hacía parte intrínseca de su sistema de vida. Todos la padecían y la practicaban, indistintamente.
Un día llegó con la letra en español de una canción que le fascinaba. Quería que yo se la tradujera al inglés para cantarla «como una gringa». Trabajaba duro para perfeccionar su acento.
—Usted es muy buena con el inglés, y debería decirle a Joaquín Gómez que las Farc la manden a prepararse en el extranjero. Yo sé que muchos de los hijos de los miembros del Secretariado están en las mejores universidades de Europa y otras partes. Podría interesarles alguien como usted, que hable buen inglés…
Vi que sus ojos se iluminaron por un instante. Luego, recuperó la compostura y dijo en voz alta:
—Nosotros estamos aquí para dar la vida por la revolución, no para hacer estudios burgueses.
No volvió al curso de inglés. Eso me produjo tristeza. Una mañana que Jessica estaba de guardia, la abordé para preguntarle por qué había abandonado las clases de inglés, a pesar de que lo aprendía tan bien.
Miró a su alrededor y me dijo en voz baja:
—Discutí con Andrés. Me prohibió seguir estudiando inglés y me quemó los cuadernos.
Al amanecer, Ferney vino a vernos: «Empaquen todas sus cosas. Nos vamos. Tienen que estar listas en veinte minutos».
Sentí que las piernas se me volvían de trapo. El campamento ya estaba a medio desmantelar. Todas las carpas habían sido recogidas y los primeros guerrilleros se iban con sus morrales a la espalda, en fila india, bordeando el río. Nos hicieron esperar.
A las doce del día en punto volvió Ferney, agarró nuestras cosas y nos ordenó seguirlo. Atravesamos el cocal como si nos hubiéramos metido en un horno, pues el sol calcinaba. Pasamos frente al limonero y bajé algunos limones para llenarme los bolsillos. Era un lujo que no podía dejar pasar. Ferney me miraba con impaciencia, hasta que se decidió también él a coger algunos limones, al mismo tiempo que me obligaba a seguir caminando.
Volvíamos a entrar a la manigua. La temperatura cambió al instante. Del calor asfixiante del sembrado de coca pasamos a la frescura húmeda del sotobosque. Olía a podrido. Yo detestaba este mundo en perpetuo estado de descomposición y el bullicio de esos insectos de pesadilla. Era una tumba que solo esperaba un pequeño descuido para cerrarse encima nuestro. El agua estaba tan solo a unos veinte metros: íbamos bordeando el río. Eso quería decir que nos desplazaríamos en lancha. Pero no veía ninguna embarcación.
El guardia se sentó en el suelo, se quitó las botas y se acomodó como quien va a esperar largo tiempo. Yo miraba a mi alrededor, con la esperanza de encontrar un lugar propicio para descansar. Giré sobre mí misma, indecisa, como un perro que quiere sentarse. Ferney reaccionó riéndose.
—¡Espere!
Desenfundó el machete y despejó un espacio de terreno alrededor de un árbol muerto. Después cortó las hojas de un inmenso plátano silvestre y las dispuso con cuidado sobre el tronco.
—Siéntese, doctora —dijo en tono burlón.
Nos hicieron esperar todo el día, sentadas en ese viejo tronco a la orilla del río. A través del denso follaje se veía un cielo azul, de color cada vez más profundo, que me llenaba el alma de pesares: «Señor, ¿por qué? ¿Por qué?».
Un ruido de motor nos sacó del sopor. Todo el mundo se levantó. Aparte del piloto —que no era otro que Lorenzo—, ya venían en la lancha Andrés y Jessica. Logré relajarme un poco al ver que íbamos río arriba. Después de navegar un tiempo, llegamos a un río dos veces más ancho que el anterior. En la penumbra del crepúsculo brillaba por aquí y por allá un número cada vez mayor de lucecitas provenientes de casas. Hacía todo lo posible para no ceder al efecto hipnótico de las vibraciones del motor. Los demás roncaban a mi alrededor en posiciones inverosímiles, para evitar el viento que nos azotaba la cara.
Desembarcamos frente a una cabaña dos días después. Nos esperaban unos caballos. Llevadas de cabestro, atravesamos una finca inmensa con potreros llenos de ganado bien alimentado. De nuevo, rogué: «¡Dios mío, haz que este sea el camino a la libertad!». Sin embargo, abandonamos la finca y seguimos por una carretera destapada, muy bien cuidada y bordeada de cercas recién pintadas de blanco. Estábamos de vuelta en la civilización. Una sensación de ligereza me invadió. Esto debía de ser un buen augurio.
Luego, en un cruce de caminos, nos hicieron bajar de los caballos, nos dieron nuestras pertenencias para que las cargáramos y nos dieron la orden de caminar. Alcé la mirada y vi una columna de guerrilleros que nos llevaba la delantera y que se adentraba de nuevo en la selva ascendiendo por una pendiente abrupta. Me preguntaba cómo lograría imitarlos. Con un fusil acuñado en la espalda, lo hice, un pie tras otro, como una mula. Andrés había resuelto establecer el nuevo campamento en la cima.
El aprovisionamiento en este nuevo lugar parecía más cómodo de organizar. Llegó un cargamento de champú y de objetos de cuidado personal que yo no había cesado de pedir desde hacía meses. Sin embargo, al ver la caja con todos esos frascos de supermercado, comprendí que mi liberación no estaba incluida en el programa. Los guerrilleros calculaban que yo seguiría allí en Navidad. También llegó un cargamento de ropa interior. Debía de haber algún comercio no muy lejos de ahí. El camino que habíamos tomado tendría que llevar a alguna parte. Tal vez habría un puesto de policía en los alrededores, o incluso un destacamento militar.
Decidí llevar una rutina con el propósito de no despertar las sospechas de los guerrilleros. Vivíamos en una caleta que nos habían hecho bajo un inmenso plástico negro. También nos construyeron una mesa con dos sillas ubicadas frente a frente y una cama del tamaño apenas suficiente para nuestro único colchón y el mosquitero.
Le pedí permiso a Andrés para que nos hicieran una «pasera», un estante donde poner nuestras cosas. Jessica, que estaba detrás de él en ese momento, dijo con desdén: «¡Las instalan como unas reinas y todavía se quejan!». Me sorprendió su resentimiento.
Lo percibí un día, a la hora del baño. Debíamos bajar una pendiente que se había vuelto un barrizal desde el segundo día que llegamos, para acceder hasta una quebradita de ensueño que serpenteaba en la parte baja de nuestra colina. Ahí el agua era absolutamente transparente y corría por un lecho de piedrecitas como de acuario, que reflejaban la luz en una multitud de haces de colores.
Era mi momento preferido del día. Bajábamos al arroyo al comienzo de la tarde, para no molestar el trabajo de los cocineros, que por la mañana iban al mismo lugar a aprovisionarse de agua y lavar las ollas. Dos muchachas nos vigilaban mientras lavábamos la ropa y nos bañábamos.