Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Sin embargo, los hombres que estaban bajo su mando eran quienes ahora me amenazaban de muerte y me obligaban a seguirlos. Traté de sacar de la camioneta mi bolso de viaje, pero el individuo que me empujaba con su arma me lo impidió a gritos. Casi histérico ladró la orden de que me separaran de los demás. Vi a mis compañeros de infortunio alinearse lastimeramente al otro lado de la carretera, cada uno de ellos custodiado por un hombre armado. Rezaba con toda mi alma para que no les pasara nada, entregada ya a la evidencia de mi suerte. Mi mente flotaba en una neblina espesa y registraba los sonidos y los movimientos con algunos segundos de desfase, como si tuviera un tapón en las orejas. Yo ya había visto esta carretera. Esta escena, yo ya la había vivido. O quizá la había imaginado. Recordaba una foto en el periódico que me había llenado de espanto. En esta misma carretera, o tal vez en una parecida, había un automóvil estacionado en un costado, como lo estaba el nuestro.
Había cadáveres regados alrededor del vehículo, todavía con las puertas abiertas. La mujer que había sido asesinada, junto con sus escoltas, era la madre de un parlamentario. Al mirar la foto, imaginé la escena completa: el terror de la mujer ante la inminencia de la muerte, su resignación ante lo inevitable. Luego, la vida que se detiene, el disparo, la nada. Ahora comprendía por qué me había obsesionado tanto con eso. Era un espejo de lo que me esperaba, un reflejo de mi futuro. Pensé en mis seres queridos y me pareció una tontería morir de esa manera. Me sentía metida en una burbuja, enconchada en mi propio ser. No oí el motor que se acercaba. Cuando el hombre detuvo su gran camioneta Toyota último modelo junto a mí, bajó la ventana automática y me habló, yo no logré hacer contacto con su mirada ni comprender sus palabras.
—Doctora Ingrid.
—Doctora Ingrid. ¡Ingrid! Salí de mi sopor.
—Súbase —ordenó. Aterricé en el puesto delantero, junto a este hombre que me sonreía y me agarraba la mano como a una niña—. No se preocupe. Conmigo usted no corre peligro.
—Sí, comandante —le dije sin reflexionar.
Era César, el «Mocho» César, jefe del frente quince de las Farc. No me había equivocado: en efecto, era el comandante. Parecía feliz de que yo lo hubiera adivinado.
Mirando a todo nuestro alrededor, preguntó:
—¿Quiénes son ellos?
—Ella es mi asistente.
—Y esos, ¿son guardaespaldas?
—Para nada. Trabajan en mi campaña. Uno se encarga de la logística: es el que organiza los desplazamientos. El otro es un camarógrafo que contratamos para que haga el registro gráfico de los eventos. El mayor de todos es un periodista extranjero, un fotógrafo francés.
—Con usted no hay problema. Pero con ellos tengo que verificar la identidad de cada uno.
Palidecí, pues comprendía demasiado bien lo que significaban esas palabras.
—Créame, le suplico. No hay ningún agente de seguridad…
El hombre me miró con una gran frialdad, durante el instante de un parpadeo, y luego su actitud volvió a ser amable.
—¿Tiene todo lo que necesita?
—No. No me dejaron llevarme el bolso.
El comandante sacó la cabeza por la ventana y dio algunas órdenes. Yo comprendía su significado más por los gestos que por las palabras mismas. Temblaba de pies a cabeza. Vi que separaban a Clara del grupo y la obligaban a subirse en el platón de la camioneta. Un hombre corrió a buscar mi bolso y me lo tiró rápidamente sobre las piernas antes de saltar al platón de la camioneta, justo cuando el comandante César empezaba a dar reversa. Me volteé. Clara estaba sentada en uno de los dos bancos que habían instalado en el platón trasero, apretada entre una docena de hombres y mujeres armados hasta los dientes que no había visto hasta el momento. Nuestras miradas se cruzaron. Clara me sonrió imperceptiblemente.
Volví a mirar al frente y alcancé a ver que empujaban a mis otros compañeros dentro de la camioneta que habíamos usado para venir desde Florencia. Un guerrillero iba al volante.
—¿No le molesta el aire? —me preguntó el comandante, en tono cortés.
—No. Así está bien, gracias.
Lo miré atentamente. Era más bien bajito, de piel morena, calcinada por el sol. Debía de andar por los cincuenta años. A pesar de su gran barriga, se podía adivinar que alguna vez había tenido un cuerpo atlético. Noté que le faltaba un dedo. No parecía molestarle la inspección a la cual lo estaba sometiendo.
—Obviamente me dicen «el Mocho» —dijo. Me mostró su muñón, y concluyó—: es un regalo de los militares. —¿Le produzco miedo?
—No. ¿Por qué iba a producirme miedo? Usted es más bien cortés.
Se rio a carcajadas, encantado con mi respuesta.
—Los comandantes me mandan decirle que le envían sus saludos. Ya verá que las Farc la van a tratar bien.
—¿Le gusta la música? ¿Qué le gusta? ¿El vallenato, el bolero, la salsa…? Abra la guantera. Ahí hay de todo. Hágale. Escoja.
Esta conversación me parecía completamente surrealista. Viendo los esfuerzos que el comandante hacía para relajarme, decidí jugar el juego. Varios cds polvorientos yacían tirados en desorden. No conocía a ninguno de los intérpretes y me costaba trabajo leer lo que quedaba de las etiquetas donde estaban escritos sus nombres. Era, a todas luces, una bella colección de discos pirateados. Fui descartándolos uno por uno y noté la impaciencia de César ante mi falta de entusiasmo.
—Saque el azul, ese… sí. Voy a ponerla a escuchar nuestra música. Un puro producto de las Farc. ¡El autor y los intérpretes son guerrilleros! —explicó, levantando el índice para subrayar sus palabras—. Lo grabamos en nuestros propios estudios. ¡Escuche!
Era una música destemplada que le rompía a uno los tímpanos. El equipo de sonido parecía ultramoderno, con luces fosforescentes que brillaban por todas partes, como el tablero de comandos de una nave espacial. No pude evitar pensar: «Digno de un narco».
Me sentí culpable por haberlo pensado, al ver la expresión de orgullo infantil de aquel hombre. Tocaba todos los botones del aparato con la destreza de un piloto de avión al mismo tiempo que lograba maniobrar el timón en esta carretera infernal.
Llegamos a un pueblo. Mi asombro era total: ¿cómo era posible que este individuo pudiera pasearse conmigo, su secuestrada, tan despreocupado, delante de todo el mundo?
De nuevo, César me leyó el pensamiento:
—¡Aquí, el rey soy yo! Este pueblo me pertenece. Es la Unión-Penilla. Todo el mundo aquí me quiere.
Para demostrar la veracidad de sus afirmaciones, abrió la ventana y sacó una mano para saludar a la gente que iba pasando por ahí. En la calle principal del pueblo, que era evidentemente una calle comercial, todos le respondían y lo saludaban amablemente, como si fuera el alcalde.
—Ser el rey de un pueblo no me parece propio de un revolucionario —le dije.
El comandante me miró sorprendido. Luego soltó una carcajada.
—Tenía ganas de conocerla. Yo la había visto a usted en televisión. En televisión sale más bonita.
Ahora me tocaba a mí el turno de reírme.
—Muy amable. Gracias por levantarme la moral.
—Con nosotros va a comenzar una nueva vida. Tiene que prepararse. Yo voy a hacer todo lo posible para facilitarle las cosas, pero va a ser muy duro para usted.
Ya no se reía. Hacía cálculos, planificaba, tomaba decisiones. En esa cabeza se estaban definiendo cosas esenciales para mí, cosas que yo no podía ni prever ni sopesar.
—Necesito pedirle un favor. Mi papá está enfermo. No quiero que se entere de mi secuestro por la prensa. Quiero llamarlo.
El comandante me miró fijamente un largo rato. Luego, midiendo cada palabra, me respondió:
—No puedo permitirle llamar. Podrían localizarnos y eso la pondría a usted en peligro. Pero voy a permitirle que le escriba. Yo mando eso por fax. Él puede recibir su carta hoy mismo.
Transcurrieron más de tres horas después de nuestro paso por la Unión-Penilla. Yo tenía una fuerte urgencia de ir al baño. César me aseguró que nos faltaban unos minutos para llegar, pero esos minutos resultaron siendo una hora más y lo único que se veía a nuestro alrededor eran campos vacíos.
De repente, después de una curva, vi seis pequeñas cabañas de madera alineadas tres de un lado y tres del otro del camino. Todas eran parecidas, como cajas de zapatos, sin ventanas, con el techo de metal oxidado y cubiertas de un barniz de polvo que uniformaba de gris la pintura de color que alguna vez debió de adornar las paredes.
César frenó en seco frente a una de ellas. La puerta estaba abierta de par en par y se veía hasta el fondo del jardín trasero. Era una casita modesta pero limpia, sombreada y fresca.
César me empujó hacia el interior de la casa pero yo no quise seguir avanzando, pues quería verificar que Clara nos seguía. Ella se bajó y me tomó la mano, como para estar segura de que no fueran a separarnos.
—No se preocupe. No las vamos a separar.
César nos hizo entrar y me señaló los baños, al fondo del jardín.
—Vaya. Una muchacha le va a mostrar el camino.
El jardín estaba lleno de flores de todos los colores. Yo pensaba, en ese momento, que si nuestro lugar de reclusión iba a ser esa casita podría soportar mi cautiverio con paciencia.
Un cuchitril con una puerta de madera parecía ser el baño. Solo vi a la muchacha algunos segundos más tarde. No debía de tener más de quince años, y su belleza me impactó. Con uniforme camuflado y sosteniendo el fusil contra el pecho, la muchacha se mantenía de pie, con las piernas separadas, con un movimiento coqueto de las caderas. Tenía el pelo rubio recogido en un moño arriba de la cabeza, como un nido puesto allí encima; llevaba puestos unos aretes cuya feminidad contrastaba con el rigor de su uniforme. La muchacha me saludó, casi tímida, con una linda sonrisa.
Entré en el cuchitril, el olor era pavoroso. No había papel higiénico. Un grupo de grandes moscas verdes que zumbaban sobre el agujero nauseabundo hacía la tarea todavía más difícil. Salí de ahí, a punto de desmayarme.
César esperaba de pie, dentro de la casa, con una bebida fresca que nos tendió orgullosamente junto con dos hojas de papel que puso en la mesita que había en el centro. Nos explicó que podíamos escribir un mensaje a nuestras familias.
Pensé largamente en las palabras que quería emplear para escribirle a Papá. Le explicaba que acababa de ser secuestrada pero que me trataban con consideración; que no estaba sola, pues Clara estaba conmigo. Le describí las condiciones en que nos habían atrapado, la aflicción que me producía haber visto que uno de los guerrilleros perdía una pierna tras pisar una mina antipersonal que ellos mismos habían instalado y, para terminar, le decía que detestaba la guerra.
Quería que sintiera, a través de mis palabras, que no tenía miedo. Quería prolongar nuestra última conversación, pedirle que me esperara.
César volvió. Nos dijo que podíamos tomarnos nuestro tiempo pero que no podíamos dar ninguna indicación de tiempo ni de lugar, ni mencionar nombres, pues en ese caso no podría enviar nada.
Iba a leer mi carta, por supuesto. ¡Podía incluso censurarla! Se fue de nuevo, pero yo sentía que me respiraba en la nuca, como si estuviera leyendo por encima de mi hombro. No importaba. Escribí lo que había pensado, teniendo cuidado de impedir que las lágrimas se me salieran y cayeran sobre el papel. Sin embargo, el panorama que se avecinaba era tenebroso. Mi buena estrella acababa de apagarse.
César volvió al poco tiempo. Lo acompañaba un tipo bajito y gordo como un tonel, con un gran bigote en forma de cepillo y con el pelo reluciente de grasa. Miraba para todos lados con pánico, como si hubiera visto el diablo. Entrelazaba nerviosamente los dedos de las manos y esperaba a todas luces las instrucciones de su jefe.
—Le presento a la doctora Ingrid, —el recién llegado me tendió una mano enorme cubierta de hollín, que trató de limpiar rápidamente sobre sus bluyines y su camiseta llena de huecos. César continuó en un tono pausado, articulando bien cada palabra, como si quisiera hacerse entender bien, para no tener que repetir—: Vaya a comprar ropa, pantalones, bluyines, algo elegante, y camisetas bien bonitas para las muchachas, ¿me entiende? —el hombre asintió con la cabeza, rápidamente, con los ojos clavados en el suelo, en señal de extrema concentración—. Traiga también ropa interior. Bien femenina, de la mejor calidad, —la cabeza del hombre subía y bajaba, como accionada por un resorte, y contenía la respiración—. Y botas de caucho. Compre de las buenas, de las Venus. No las nacionales. Y me trae también un buen colchón, de doble grosor, con un mosquitero. Pero de los buenos. No me vaya a traer esos coladores que me trajo la vez pasada. Y me manda eso donde Sonia inmediatamente. Cuento con usted. Quiero calidad, ¿me entendió? —el tipo salió caminando hacia atrás antes de dar media vuelta en el escalón de entrada y desaparecer—. Si están listas, nos vamos ya mismo.
El día se acercaba a su fin. El calor era más soportable y la carretera no era más que una pista polvorienta, reventada de cráteres enormes con barro estancado. Grandes árboles centenarios bloqueaban el horizonte y el cielo que serpenteaba por encima de la carretera parecía un corredor de sangre. Ahora Clara y yo íbamos juntas en la cabina delantera. El equipo de sonido por fin se había apagado, y nuestro silencio había sido invadido por el gorjeo de millones de pájaros invisibles que se escapaban hacia el cielo por puñados negros a nuestro paso, para volver enseguida sobre sí mismos a recuperar su lugar en medio de la oscuridad del follaje. Trataba de sacar la cabeza por la ventana para observar, en la copa de los árboles, la silueta de esos pájaros fantásticos y libres. Si hubiera estado con Papá, él habría querido contemplarlos como yo. Por primera vez, sentí que este espectáculo maravilloso me hacía daño, que la felicidad de estos pájaros me dolía, lo mismo que su libertad.
—Va a tener que acostumbrarse a comer de todo —señaló César—. ¡Aquí solo hay carne de mico!
—Yo soy vegetariana… —no era cierto, pero necesitaba responderle con alguna salida decorosa—. Tendrá que encontrarme frutas y verduras. Me imagino que en medio de todo este verdor no será difícil.
César se quedaba callado. Sin embargo, parecía divertido con mi conversación. Para llevar la cosa un poco más lejos, añadí—: ¡Y si realmente quieren hacerme feliz, me pueden traer queso!
Diez minutos después, detuvo su camioneta en medio de la nada. Los guerrilleros que iban atrás bajaron a estirar las piernas y a orinar delante de todo el mundo sin pena. César se bajó también y dio algunas órdenes. Luego se fue con dos hombres a una casa pequeña, escondida entre los árboles, que yo no había visto. Volvió sonriente con una bolsa de plástico en cada mano, los otros dos lo seguían con una caja de cerveza.