Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
—Yo quisiera acompañarla. —Parecía tímido y nervioso a la vez—. No me gusta lo que le están haciendo.
—¿Ya habló con su superior?
—Sí.
—Si va conmigo, ¿corre el riesgo de que lo despidan?
—Seguramente.
—No, mire: este no es momento para echarse más dificultades encima —le dije. Luego buscando su consejo le pregunté—: ¿Qué opina de esta carretera? ¿Usted cree que hay peligro?
Él sonrió con tristeza y me respondió con un dejo de resignación:
—No más que en otras partes. —Luego, como revelándome sus pensamientos más profundos, agregó—: Hay ejército por todos lados. Seguramente habrá menos peligro que cuando fuimos al Magdalena. Llámeme cuando llegue a San Vicente. Yo me encargo de hacer que el regreso se dé en las mejores condiciones posibles.
Mi equipo de campaña había cubierto la camioneta con pancartas improvisadas que tenían mi nombre y la palabra «Paz». Ya nos disponíamos a arrancar cuando el hombre del departamento de seguridad, que había puesto a nuestra disposición la camioneta, llegó corriendo visiblemente agitado. Llevaba unas hojas en la mano y explicó con la respiración entrecortada:
—No pueden irse sin firmar primero un descargo de responsabilidad para el carro. Como este es un vehículo del Estado, si llegan a tener un accidente deben cubrir los gastos.
Cerré los ojos. Era como estar metida en una película de Cantinflas. Definitivamente estaban haciendo todo para retardar nuestra partida. Sonreí, armándome de paciencia, y pregunté:
—¿Dónde le firmo?
Clara cogió la hoja y me dijo amablemente:
—Yo me encargo de eso. ¡Espero que mis estudios de derecho me sirvan para algo!
La dejé firmar, despreocupada. Ya era mediodía, el calor era sofocante y no había tiempo que perder.
Emprendimos el camino con el aire acondicionado puesto al máximo. El solo hecho de pensar que pasaríamos dos horas encerrados en este horno metálico, respirando un aire artificial, me producía una profunda desazón.
—Hay un retén militar a la salida de Florencia. Una simple cuestión de rutina para revisar los documentos de identidad, —dije.
Ya había hecho muchas veces el mismo trayecto. Los militares siempre estaban un poco tensos. En poco tiempo llegamos al lugar. Los carros esperaban con paciencia en fila. Todo el mundo debía ser requisado. Detuvimos la camioneta y nos bajamos todos.
El celular me sonó. Escarbé entre la cartera y me tomó un tiempo pescarlo y contestar. Era Mamá. Me sorprendió que su llamada hubiera entrado. En general, a las afueras de Florencia ya no se podía captar la señal. Le conté en detalle las últimas peripecias:
—Mis escoltas recibieron la orden de no venir conmigo. Parece que la orden fue dada por la Presidencia. Yo voy a ir de todas maneras: les di mi palabra. Me gustaría estar con Papá. Dile que le mando montones de besos.
—No te preocupes, mi amor. Yo le digo. Estoy contigo cada segundo; en cada paso que des estoy contigo. Cuídate.
Mientras hablaba con Mamá, los militares tomaban posesión del vehículo. Examinaban minuciosamente los tapetes, la guantera y las maletas. Colgué y me contuve de llamar a Papá. Me dirigí hacia el oficial que estaba apartado y que parecía ser el encargado del desarrollo de las operaciones. Quería averiguar por el estado de la carretera.
—No hay novedad. No hemos tenido incidentes.
—¿Usted qué opina?
—No tengo nada que opinar.
—Bien. Gracias de todos modos.
Empezamos a avanzar detrás de un bus. A nuestro lado iba una moto pequeña, conducida por una muchacha que llevaba una blusa sin mangas y el pelo al viento. Tenía la mirada clavada en el asfalto. Aunque aceleraba la moto a fondo, escasamente alcanzaba la misma velocidad que nosotros: parecía apostando carreras. El cuadro era simpático y nos pareció divertido. Sin embargo, el ruido de su motor era infernal. Aceleramos para adelantarla y llegar más rápido a la bomba de gasolina de Montañitas, etapa ineludible del recorrido. Siempre que había tomado esta ruta me había detenido ahí para tanquear, tomar agua helada y hablar con la dueña.
Ella estaba, como siempre, en su lugar de trabajo. La saludé con alegría de encontrar una cara amable. La mujer echó una mirada a su alrededor y me dijo, como quien hace una confidencia:
—¡Es un alivio que se hayan ido! Esos guerrilleros se paseaban por esta zona como si fueran los dueños. Yo tuve bastantes problemas con ellos. Pero ya el ejército los sacó. Menos mal.
—¿Ya no tienen los puestos de control que había antes en las carreteras?
—No. La vía está totalmente despejada. Si hubiese cualquier cosa yo sería la primera en saberlo. Cuando un carro se devuelve por culpa de un retén, aquí es donde para. Y aquí es donde se da la alerta.
Me subí a la camioneta, satisfecha, y les conté a mis compañeros de viaje lo que me había dicho la mujer. Luego confesé con amargura:
—Estoy convencida de que ellos no querían que fuéramos a San Vicente. No importa. Vamos a llegar tarde pero vamos a llegar de todos modos.
Un cuarto de hora después de haber arrancado, vimos a lo lejos dos personas sentadas en plena carretera. Al acercarnos un poco más, nos pareció que había reparaciones. En el viaje anterior, habíamos tenido exactamente el mismo problema al regresar de San Vicente. Era época de lluvias, el río estaba crecido y la fuerza de la corriente había debilitado la estructura del puente, Tuvimos que salirnos de la carretera, como ahora, y cruzar el rio en carro. Esta vez, el río era apenas un hilo de agua, y tocaba hacer una pequeña desviación en el camino. Las dos personas se levantaron para señalarnos la ruta con el brazo extendido. Había que tomar a la izquierda y bajar la pendiente hasta el río.
Delante de nosotros un jeep blanco de la Cruz Roja, bajando por el mismo camino que nosotros íbamos a tomar, desapareció de nuestra vista cuando volvió a subir la cuesta y retomó la carretera, al otro lado del puente. Nosotros lo seguíamos con cuidado.
Cuando nuestra camioneta terminó de subir la cuesta, los vi. Estaban vestidos de pies a cabeza con uniformes del ejército, con fusiles terciados, rodeando el vehículo de la Cruz Roja. Por reflejo, les miré los pies. Tenían puestas unas botas de caucho, como las que usan los campesinos para andar por terrenos pantanosos. Había aprendido a identificar así a los guerrilleros: si las botas eran en cuero, sé trataban de militares; si las botas eran de caucho, ¡eran las Farc!
Uno de los guerrilleros nos vio llegar y se fue corriendo hasta nuestro vehículo, con el fusil en la mano.
—Den la vuelta, no hay paso, la carretera está cerrada —ordenó.
Nuestro improvisado conductor, Adair, me miró sin saber qué hacer. Yo dudé un segundo, un segundo de más. Ya antes había tenido que pasar por los retenes de las Farc. Uno hablaba con el comandante del grupo, él pedía autorización por radioteléfono y nos dejaban seguir. Pero eso era en la época de la zona de distensión, cuando se estaban llevando a cabo las negociaciones en San Vicente. Todo había cambiado en las últimas veinticuatro horas.
—Demos media vuelta, ¡rápido! —le dije a Adair. La maniobra no era fácil: estábamos atrapados entre el jeep de la Cruz Roja y la pendiente. Adair empezó a maniobrar en medio de una tensión enorme—. ¡Rápido, rápido! —gritaba yo. La cuadrilla tenía puestos sus ojos sobre nosotros. El jefe les dio una orden a sus hombres y los llamó desde lejos. Uno de ellos vino corriendo hacia nosotros, malencarado. Nos faltaba poco para terminar la maniobra cuando el guerrillero llegó hasta nuestra camioneta. Puso la mano en una puerta y le indicó con un gesto a Adair que bajara la ventana.
—¡Paren ahí! El comandante quiere hablar con ustedes. Dele despacio.
Respiré profundo y recé. Yo no había reaccionado con la suficiente rapidez. Habíamos debido dar media vuelta y devolvernos sin dudarlo. Me dio rabia conmigo misma por haberme demorado ese segundo. Me volteé. Mis compañeros estaban lívidos.
—No se preocupen —les dije sin convicción—. Todo va a salir bien.
El comandante metió la cabeza por la ventanilla y nos miró atentamente, uno por uno. Luego se quedó viéndome a mí y dijo:
—¿Usted es Ingrid Betancourt?
—Sí, soy yo.
Era difícil negarlo, con todas las pancartas que rodeaban el vehículo y llevaban mi nombre de manera inocultable.
—Bueno, síganme. Cuadren la camioneta a un lado de la carretera. Tiene que pasar por en medio de los dos buses.
El hombre no soltaba la puerta y nos obligaba a avanzar lentamente. En ese momento sentí un fuerte olor a gasolina. Un hombre con un bidón amarillo en la mano rociaba con gasolina la carrocería de los dos buses. Oí el ruido de un motor y me di media vuelta. La muchacha de la moto había caído como todos nosotros en la emboscada. Uno de los guerrilleros la hizo bajar, cogió la moto y le ordenó retirarse. Ella se quedó ahí parada, los brazos caídos, indecisa. También la moto la rociaron de gasolina. La muchacha comprendió lo que iba a pasar y se fue corriendo hasta el puente.
Al otro lado de la carretera, un hombre fuerte, de piel tostada y gran bigote negro, sudaba profusamente, se abanicaba con un trapo rojo y daba pasitos nerviosos. Se retorcía las manos hasta ponerse blancos los nudillos de los dedos, estaba desencajado por la angustia. Debía de ser el chofer del bus que iba delante de nosotros.
En un instante, mientras pasábamos entre los dos buses, perdimos de vista a los pasajeros del jeep de la Cruz Roja, que esperaban a un lado de la carretera; un hombre armado les apuntaba con el fusil. Todos estaban pendientes del desarrollo de los acontecimientos y nos miraban a nosotros fijamente.
El comandante hizo detener nuestra camioneta unos metros más adelante. El hombre que había bañado en gasolina los vehículos, abandonó la moto de la muchacha junto a la carrocería de un bus, y empezó a correr hacia nosotros cuando lo llamó su jefe. A unos diez metros, cuando venía por el borde de la carretera, una explosión nos llenó a todos de pavor. Vi que el hombre se elevaba por los aires y volvía a caer como un bulto. Cayó al suelo, en medio de un charco enorme de sangre. Su mirada sorprendida se cruzó con la mía. El guerrillero me miraba desconcertado, sin comprender qué le había pasado.
El comandante vociferaba, maldiciendo e insultando al mundo entero. Al mismo tiempo, el guerrillero herido empezó a gritar despavorido, mientras recogía la bota que había quedado detrás de él, llena de un pedazo de pierna empapada en sangre, con un hueso que sobresalía y que ya no le pertenecía. «¡Me voy a morir! ¡Me voy a morir!», berreaba.
El comandante ordenó a sus hombres subir al herido en el platón de nuestra camioneta. El hombre estaba bañado en la sangre que le salía a chorros. Su pierna había volado en pedazos sanguinolentos que se habían quedado adheridos a la carrocería y al parabrisas de nuestro vehículo. También se habían pegado en la ropa de algunos y en la cara y el pelo de otros. El olor a carne quemada, mezclado con el de sangre y gasolina, era atosigante. Me oí decir:
—¡Podemos llevarlo al hospital! ¡Podemos ayudarlos! Le hablaba al jefe de la banda como si fuera una víctima más de un accidente de tránsito.
—Usted va donde yo diga.
Luego dándose media vuelta le gritó al herido que se callara. Este obedeció de inmediato, y empezó a gemir suavemente como un perro, preso entre el dolor y el miedo. El comandante pareció satisfecho.
Arranque —le ladró a nuestro chofer—. Con mañita y rápido. Adair no se hizo rogar. Arrancó cuando terminó de saltar al platón el último de los miembros de la cuadrilla.
Un guerrillero se subió en el asiento de atrás de la cabina, agarrando el fusil por el cañón y empujando a mis compañeros para abrirse campo. El muchacho se excusó por incomodarlos, se puso el fusil en posición vertical entre las piernas y sonrió sin dejar de mirar al frente. Todos apretaban los codos contra el cuerpo, tratando de evitar el contacto con el nuevo pasajero.
Hablando en francés, le dije al periodista que nos había acompañado: «No se preocupe. Es a mí a la que quieren llevarse. A usted no le va a pasar nada». El asintió, sin parecer convencido. Tenía la frente perlada de sudor. Por el vidrio trasero, yo veía cómo se desarrollaba una escena aterradora. El herido lloraba y se agarraba con las manos el muñón. Sus compañeros le habían hecho una especie de nudo con una camisa, pero la sangre seguía saliendo a borbotones a través de la tela empapada. La camioneta brincaba todo el tiempo, con lo cual se hacía casi imposible ponerle al herido un mejor torniquete. El comandante le dio un golpe al techo de la cabina vociferando, y el vehículo disminuyó su velocidad. El herido balanceaba la cabeza. Tenía las ojeras violetas y estaba medio inconsciente.
Llevábamos veinte minutos andando por una carretera destapada y polvorienta, en un calor infernal, cuando el jefe dio la orden de parar, justo antes de una curva que flanqueaba una ladera.
De todas partes salieron jóvenes en uniforme. Unas muchachas, con el pelo recogido en una moña trenzada, sonreían de oreja a oreja, ajenas al drama. Todos eran adolescentes. Entre varios bajaron al herido del platón hacia un lugar medio oculto entre la vegetación, donde se adivinaba el techo de una casa.
—Es nuestro hospital —afirmó orgulloso el muchacho que se había sentado con nosotros en la cabina—. El compañero se va a recuperar. Ya estamos acostumbrados.
No llevábamos allí más de medio minuto cuando el comandante dio de nuevo la orden de arrancar. Otros hombres se subieron en el platón y se quedaron de pie, a pesar de los sacudones y de la velocidad. Todos estaban armados, amenazantes.
Al cabo de diez minutos, la camioneta se detuvo. Uno de los hombres recién subidos saltó del platón y abrió las puertas.
—Salgan todos, rápido —nos dijo, apuntándonos con el fusil, y agarrándome a mí de un brazo con violencia—. Deme su celular. Muestre qué tiene ahí dentro, —el guerrillero escarbó en mi cartera y me empujó clavándome el fusil en la espalda.
Desde el comienzo, yo guardaba la esperanza de que nos llevarían a un lugar donde pudieran atender al herido y que luego nos dejarían ir.
Solo en ese momento tuve la seguridad de lo que me estaba sucediendo. Esto era un secuestro.
Yo le había dado la mano a Marulanda, al Mono Jojoy, a Raúl Reyes y a Joaquín Gómez —la última vez, solo dos semanas antes— y eso me hizo creer que había un clima de diálogo entre nosotros y que yo estaba de alguna manera cubierta contra sus acciones terroristas. Habíamos hablado de política durante muchas horas, habíamos compartido la comida en torno a una mesa. No lograba concebir que, de la noche a la mañana, esas personas afables hubieran tomado la determinación de secuestrarnos.