Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
César me ofreció una de las bolsas de plástico.
—Aquí tiene, esto es para usted. Cada vez que pueda, le traigo. Pero no es fácil por aquí.
No pude evitar sonreír. En la bolsa había un gran pedazo de queso fresco y una docena de limones verdes pequeños. Me di cuenta que los muchachos me observaban de soslayo y guardé la bolsa a la sombra, debajo del asiento.
El camino era más angosto y la vegetación de árboles era más tupida. No se veía más el cielo salvo apenas a través de la bóveda que formaba el follaje.
De repente, después de cruzar una cuneta, la camioneta giró bruscamente a la izquierda y se fue de frente contra los matorrales. Yo puse las manos delante de mí, para evitar el impacto, pero el vehículo se abrió paso y llegó a un claro de tierra pisada. El espacio había sido desnudado de toda vegetación. La noche empezaba a caer.
El chirrido de los frenos anunció nuestra llegada y un pastor alemán grandote se vino trotando, ladrando con juicio, seguro de estar cumpliendo a cabalidad su deber. César se bajó de la camioneta. Yo hice lo mismo por el otro lado.
—Cuidado, es un perro bravo.
En efecto, el perro se me lanzó, ladrando con todas sus fuerzas. Lo dejé que se acercara, se puso a olerme, y entonces intenté darle una caricia entre las orejas. César me observaba por el rabillo del ojo.
—Me gustan mucho los perros —me animé a explicarle. No quería que César pensara que me podía intimidar.
En torno al claro había algunas chozas. Más lejos, tiendas de campaña y a un lado un gran cobertizo, como un galpón en el cual cada medio metro se alineaban mesas a baja altura, hechas con tablas de madera apoyadas sobre caballetes. Solo una de las chozas estaba completamente cerrada con una pared de tierra. Otra, totalmente abierta, tenía bancas alineadas como en una iglesia, frente a un televisor colgado en la rama de un gran árbol que se había colado por un costado. Entraba por primera vez en un campamento de las Farc.
—Le presento a Sonia.
Una mujer alta, con el pelo parado con corte militar tipo «mesa» y teñido de rubio Marilyn, me tendió la mano. Yo no la había visto venir y le extendí la mano con unos segundos de retraso. La mujer me estrujó los huesos y yo grité de dolor. Me soltó la mano y la sacudí fuertemente para que me volviera la circulación a los dedos. César estaba disfrutando el espectáculo.
Sonia, doblada sobre el estómago, lloraba de la risa. Luego, tras recuperar el aliento, me dijo:
—Qué pena. No era mi intención lastimarla.
—Bueno, le quedó claro, ¿no? Me la trata con cuidado —dijo César burlándose, y se fue.
Antes que pudiera despedirme de César, Sonia me tomó de los hombros, como una vieja amiga de curso, y nos llevó a hacer el tour del campamento con Clara.
Sonia estaba al mando de este campamento. Vivía con su compañero, un hombre más joven y de menor rango, a quien le daba órdenes de manera ostensible para demostrarnos que el jefe era ella. Nos mostró su alojamiento, la única cabaña que tenía pared y que, por tanto, permitía tener algo de intimidad. En medio de un colchón puesto en el suelo y una silla de plástico Rimax, Sonia nos señaló una pequeña nevera eléctrica. La abrió, sacando pecho. Adentro no había más que dos gaseosas y tres botellas de agua. Como para explicar por qué disponía de semejante lujo, dijo:
—Es para los medicamentos.
Yo la miré sin entender.
—Sí. Este campamento es un hospital de las Farc. Aquí recibimos a todos los heridos de la región, los que esperan mientras los operan en la ciudad y los que se están recuperando.
Enseguida nos llevó al gran cobertizo. En torno a una de las mesas bajas del fondo, unas muchachas miraban con curiosidad el contenido de unas grandes bolsas negras de plástico. Había, también, un colchón enrollado con pitas y un rollo en forma de embutido de tela de gasa.
—¡Isabel y Ana! Ustedes se van a turnar para hacer la guardia. Vayan a arreglarles la cama.
En realidad esas mesas bajas sobre caballetes eran las camas. En el otro extremo del cobertizo, unos guerrilleros comenzaban a instalar mosquiteros y se preparaban para acostarse sobre unos plásticos que habían puesto cubriendo las tablas. En las cuatro esquinas del galpón había un guerrillero haciendo guardia. Era difícil salir de ahí sin ser visto.
Las muchachas acabaron de preparar una cama. Miré a mi alrededor y vi que no había movimiento para arreglar una segunda. Al preguntarles, una de ellas me respondió que la orden era ponernos a Clara y a mí a dormir juntas.
Una luna inmensa y redonda iluminaba el campamento. Le pregunté a Clara si quería caminar un poco conmigo. Pronto estábamos afuera respirando el aire ligero de una bella noche tropical. Todavía me sentía libre y me resistía a entrar en el rol de rehén. Las muchachas que nos seguían nos habían dado una linterna a cada una.
—Solo la pueden usar en caso de estricta necesidad. Nunca se les ocurra alumbrar hacia arriba. La apagan apenas oigan venir un avión o un helicóptero, o cuando les demos la orden. Tenemos que volver ya. Si necesitan cualquier cosa, nos llaman. Una de nosotras se queda al lado de ustedes.
La guerrillera que había hablado se había ubicado a cierta distancia, de pie frente a nosotras. Había puesto la culata del fusil en el suelo y apoyaba un codo en el cañón. Supuse que ella era nuestra custodia personal y que los otros cuatro eran los vigilantes que había allí de manera habitual.
Me senté en la orilla del colchón, sin fuerzas para mirar dentro de la bolsa negra donde estaba la ropa que nos habían traído. No había probado bocado en todo el día. Vi el talego que nos había entregado César: estaba vacío y unos limones flotaban en el suero del queso. Clara ya estaba dormida, debajo del mosquitero, vestida y tapada con una sábana habana de flores marrones. Me acosté tratando de ocupar la menor cantidad de espacio posible. Examiné el mosquitero con mi linterna, pues no quería que hubiera algún bicho por dentro. Luego la apagué. ¿Dónde estaban los demás? ¿Adair? ¿El fotógrafo francés? Una tristeza repentina me invadió y lloré en silencio.
No pegué los ojos en toda la noche. Yo espiaba a los guardias más de lo que ellos me vigilaban a mí. Cada dos horas, nuevos hombres armados llegaban a hacer el relevo. Estaban demasiado lejos de mí y no alcanzaba a oír lo que decían, pero el procedimiento era corto, un golpecito en la espalda y los unos se iban dejando a los otros en su puesto, en la oscuridad. Las muchachas que se turnaban para vigilarnos junto a la cama habían terminado por sentarse al frente, y cedían poco a poco al sueño. ¿Cómo salir de ahí? ¿Cómo emprender el camino? ¿Cómo regresar a casa? ¿Habría un cerco de guardias más adelante? ¿A la salida del campamento? Tenía que fijarme más en detalle, preguntar, observar. Me imaginaba partiendo con mi compañera hacia la libertad. ¿Estaría ella dispuesta a seguirme? Iría derecho adonde Papá. Llegaría a su habitación de sorpresa. Él estaría sentado en su sillón de cuero verde. Tendría puesta su máscara de oxígeno. Él me extendería feliz los brazos, yo me resguardaría en ellos y lloraría de la dicha de estar con él. Después, llamaríamos a todo el mundo. ¡Qué felicidad! A lo mejor tendría que coger un bus por la carretera o tal vez caminar hasta llegar a algún pueblo. Eso sería más seguro. La guerrilla tenía informantes por todas partes. Habría que buscar una base militar o un puesto de Policía. Cuando César se detuvo a recoger el queso y las cervezas, señaló con un dedo hacia la derecha. Se rió, explicando que la base militar estaba muy cerca de ahí. Dijo que los chulos eran unos idiotas. Yo no sabía que llamaban chulos a los soldados. Me sentí herida, como si fuera un insulto dirigido contra mí. No dije nada a pesar de todo, y pensé. «Desde ahora, siempre estaré del lado de los militares».
¿Cómo habría reaccionado el país al enterarse de mi secuestro? ¿Qué irían a hacer mis contendores? ¿Serían solidarios conmigo? Pensaba en Piedad Córdoba, mi colega en el Senado. Yo había conocido a Manuel Marulanda, jefe de las Farc, a través de ella. Habíamos recorrido el camino entre Florencia y San Vicente en taxi. Era la primera vez que yo iba allá. Habíamos tomado una carretera espantosa, como una montaña rusa. Varias veces quedamos atrapadas entre el barro, y nos vimos obligadas a caminar para aligerar el peso del vehículo. Empujamos, halamos y levantamos el carro, y llegamos negras de barro al lugar del encuentro, a una avanzada de las Farc que lindaba con la selva. Vi cómo el viejo Marulanda tenía el control absoluto de todos sus hombres. En un momento dado, se quejó del barro que tenía debajo de los pies. Literalmente lo levantaron con todo y silla, como un emperador, mientras que otros comandantes ponían tablas en el suelo y le hacían un piso de madera improvisado.
Piedad Córdoba había sido secuestrada por los paramilitares seis meses después de nuestra visita a las Farc. Castaño, el jefe de los paramilitares, acusaba a Córdoba de estar aliada con la guerrilla. Fui a hablar con un viejo hacendado que yo conocía. Algunos decían que él le hablaba al oído a Castaño. Le pedí que interviniera a favor de la liberación de Piedad. Mucha gente había abogado por ella. Algunos días más tarde, la liberaron. Yo tenía la esperanza de que mi caso fuera similar al suyo. Tal vez mi liberación serla una cuestión de semanas. Todos esos asuntos en los que se mezclaban mis fantasías con la realidad me mantuvieron despierta la noche entera.
Pronto llegaría el alba del primer día de mi vida en cautiverio. El mosquitero que nos habían dado era blanco, con la malla muy apretada. Yo seguía a través de él, el mundo extraño que se despertaba a mi alrededor, como si estuviera metida en un capullo, con la ilusión de poder ver sin ser vista. Los contornos de los objetos comenzaban a desprenderse de la noche negra. El clima estaba casi frío. Eran las cuatro y media de la mañana cuando uno de los guerrilleros prendió un radio a un volumen lo suficientemente fuerte como para que yo alcanzara a oírlo. Estaban hablando de nosotros. Agucé el oído, sin atreverme a salir de mi refugio para acercarme al radio. La voz confirmaba que yo había sido secuestrada por la guerrilla.
Al escuchar las declaraciones de Mamá, mi corazón se contrajo de dolor y no logré prestarle bien atención a lo que decía. Enseguida hablaron de Clara. La desperté para que oyera conmigo las noticias. El guerrillero cambiaba de emisora. Cada vez caía justo en la noticia de nuestro secuestro. Otra persona, no lejos de ahí, sintonizó la misma estación y luego una tercera hizo lo mismo. El sonido nos llegaba en estéreo y nos facilitaba la escucha.
Antes de las cinco de la mañana, alguien pasó a nuestro lado haciendo un chillido de boca desagradable y fuerte, con el objeto de despertar al campamento. A eso le llamaban «la churuquiada», otro de esos términos típicamente farquianos que designaba en esta ocasión, la imitación del llamado de los micos. Era la diana de la selva.
Los guerrilleros convalecientes que dormían con nosotros bajo el cobertizo se levantaron de inmediato. Retiraron los mosquiteros, los doblaron rápidamente e hicieron con ellos un embutido apretado con las mismas pitas con que los suspendían en las esquineras de las camas. Yo los observaba fascinada, mientras oía las noticias. Clara y yo nos levantarnos, pedí que me llevaran al baño.
Nuestra guardia se llamaba Isabel. Era una mujer bajita, de unos treinta años, con el pelo extremadamente largo y crespo, que se recogía en un moño. Tenía unos bonitos aretes de oro y ganchos de niña para evitar que se le fueran las mechas rebeldes a la cara. Estaba ligeramente pasada de peso y llevaba unos pantalones en tela de camuflado demasiado apretados para ser cómodos. Evidentemente complacida de ocuparse de nosotras, la guerrillera atendió mi petición correspondiéndome con una de sus más bellas sonrisas. Me tomó de la mano y me enganchó el brazo bajo su codo, en un gesto de afecto y complicidad inesperado:
—Se va a amañar con nosotros, va a ver. ¡Ya después no va a querer irse!
Seguí a Isabel al baño, me imaginaba que iría a encontrar una letrina parecida a la que había usado el día anterior, en la casita de la carretera, y estaba preparándome para contener la respiración, para evitar los malos olores.
Algunos metros, escasos veinte, y ya nos estábamos adentrando en una vegetación espesa. Todavía no lograba divisar ninguna cabaña por los alrededores. Fuimos a dar a un claro bastante grande. El suelo se veía movido por todas partes. Un ruido de motor me llamó la atención. Le pregunté a Isabel qué máquina funcionaba por ahí. Ella no entendió mi pregunta y luego, prestando mayor atención, afirmó:
—No, no hay ningún ruido de motor.
—Claro que sí. No estoy loca. Hay un ruido fuertísimo. ¡Oiga!
Isabel volvió a escuchar con atención y después de unos instantes soltó una carcajada, tapándose la nariz como una niña traviesa. —¡No! ¡Ese ruido son moscas!
Miré aterrada hacia el suelo. Revoloteando entre mis pies, montones de moscas de todo tipo, grandes, gordas, amarillas, verdes, se arremolinaban alrededor, tan exaltadas que se estrellaban unas con otras y caían con las patas al aire, las alas vibrando inútilmente contra la tierra. Descubrí entonces un mundo de insectos extraordinariamente activo. Avispas que atacaban a las moscas antes de que estas pudieran alzar el vuelo. Hormigas que atacaban a las otras dos para transportar su botín aún trepidante a sus hormigueros. Cucarrones de coraza brillante y de vuelo pesado que entraban en colisión contra nuestras rodillas. No pude contener un grito de susto cuando me di cuenta de que una miríada de hormigas diminutas me había invadido los pantalones y ya me llegaba a la cintura. Traté de sacudírmelas trepidando nerviosamente en el puesto para evitar que siguieran escalándome.
—¿Bueno, y dónde están los tales baños?
—¡Aquí! —dijo Isabel, muerta de la risa—. Estos son los chontos. Vea: ahí todavía hay huecos que se pueden utilizar. Usted se acuclilla encima del hueco, hace sus necesidades y tapa con la tierra que hay al lado, así, con el pie.
Me fijé con más atención. En algunos lugares, el suelo había sido cavado. En los huecos el espectáculo era asqueroso. Los insectos se retorcían en los excrementos que habían quedado mal tapados. Mi malestar aumentaba e instintivamente me doblé en dos, sorprendida por los espasmos y el olor nauseabundo que me subía por las narices. Vomité sin tener tiempo de avisar, y las dos quedamos salpicadas hasta la camisa. Isabel dejó de reírse. Se limpió con la manga de la chaqueta y tapó mi vómito con el montículo de tierra más cercano.