Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Una de las muchachas, en uniforme de camuflado, con las botas brillantes como para un gran desfile, perfectamente peinada con una trenza recogida en un moño, se acercó con una gran sonrisa y llevando dos platos enormes en las manos. ¿Cómo hacía para estar impecable después de haber corrido toda la noche?
Nos dieron la orden de caminar de nuevo. En fila india, empezamos a subir por un camino en dirección a la cumbre. La guerrilla quería avanzar rápido; el ruido de los helicópteros se acercaba. Me sorprendía la resistencia de las muchachas, que llevaban cargas tan pesadas como los hombres y caminaban a la misma velocidad que ellos. Una guerrillera, la pequeña Betty, era impresionante. Parecía una tortuga, arqueada bajo un morral enorme, dos veces más grande que ella, como si llevara un piano. Sus piernas pequeñas se movían presurosas para no quedarse a la zaga, y la guerrillera encontraba la manera de sonreír.
Los helicópteros nos seguían de cerca. Yo sentía el rugido de sus motores en la nuca. William, el guardia que me habían asignado para la marcha, me ordenó acelerar el paso. Aunque hubiera querido, no podía.
El guardián me dio un golpe secó que me dejó sin respiración. Me di media vuelta, indignada. William estaba listo para darme otro golpe en el estómago con la culata.
—¡Hijueputa, va a hacer que nos maten! ¿No ve que los tenemos encima?
Efectivamente, arriba de nuestras cabezas, a unos sesenta metros del suelo, la barriga de los helicópteros en formación parecía rozar la copa de los árboles. Yo alcanzaba a ver los pies del que maniobraba la artillería y que colgaban en el aire a cada lado del cañón. Ahí estaban. ¡Imposible que no nos hubieran visto! Si iba a morir, prefería morir así, en una confrontación en la que, al menos, tenía la oportunidad de ser liberada. La idea de morir por nada, engullida por esta selva maldita, tirada en un hueco y condenada a desaparecer de la faz de la Tierra sin que mi familia pudiera ni siquiera rescatar mi cadáver, me producía horror. Quería que mis hijos supieran que al menos lo había intentado, que había luchado, que había hecho todo lo posible para volver a su lado.
El guardia debió de adivinar mis pensamientos. Cargó el fusil. Sin embargo, en sus ojos se leía un miedo primario, visceral, esencial. No pude evitar mirarlo con desprecio. Ya no se lo veía altanero, él, que no hacía sino pavonearse todo el día en el campamento.
—Corra como un conejo si quiere. Yo no voy a ir más rápido.
Su compañera escupió en la tierra y dijo:
—¡Yo no me voy a hacer matar por esta vieja hijueputa!
Salió corriendo y se perdió en el primer recodo.
Al cabo de algunos minutos, los helicópteros desaparecieron. Todavía se alcanzaban a oír dos, pero dieron media vuelta antes de llegar adonde estábamos nosotros y luego desaparecieron definitivamente. Sentí rabia. ¿Cómo era posible que no nos hubieran visto? ¡Tenían en sus narices una columna entera de guerrilleros!
Inconscientemente, empecé a caminar más rápido, frustrada y contrariada, sintiendo que habíamos rozado de cerca una posibilidad de liberación.
Al cabo de un largo descenso, la cuadrilla entera se reunió en un linde de la selva. Un poco más allá había un gran maizal, y luego, selva otra vez. Andrés había mandado preparar una bebida con agua y fresco con sabor a naranja.
—¡Tome! Eso evita la deshidratación.
No esperé a que me repitieran la orden. Estaba lavada en sudor.
Andrés explicó que debíamos atravesar el maizal en grupos de cuatro. Señaló hacia el cielo con el índice. En lo alto del cielo, casi imperceptible, volaba un minúsculo avión blanco.
—Hay que esperar a que coja más altura. Es el avión fantasma.
La consigna fue seguida al dedillo. Crucé el campo abierto, mirando el avión diminuto que planeaba en línea vertical sobre mi cabeza. Lamentaba no tener un espejo para hacer señales, ni nada brillante, nada que pudiera llamar la atención. Una vez más, los guerrilleros habían logrado escurrirse entre las redes del ejército. Al otro lado, un campesino desdentado y con la piel tostada por el sol nos estaba esperando.
—Ese es el baquiano —susurró alguien que iba delante de mí.
Sin previo aviso, se sintió un frío que penetró la selva. El cielo se puso gris y en un segundo la temperatura se redujo en varios grados. Como si hubieran recibido una orden perentoria, todos los guerrilleros pusieron los equipos en el suelo, sacaron sus grandes plásticos negros y se cubrieron con ellos.
Alguien me pasó un plástico y yo me enrollé en él, imitando a los muchachos. Un segundo después, un aguacero torrencial se desgajó sobre nosotros. A pesar de todos mis esfuerzos, en poco tiempo quedé empapada hasta los huesos. Así llovería todo el día y toda la noche siguiente. Tendríamos que caminar los unos detrás de los otros hasta el amanecer. Pasamos muchas horas atravesando la selva en silencio, inclinados hacia adelante para esquivar el agua que el viento nos lanzaba a la cara. Luego, a la hora del crepúsculo, tomamos un camino que bordeaba una ladera, convertido en un verdadero barrizal con el paso de la tropa. A cada paso, debía rescatar mi bota, que se quedaba hundida en cincuenta centímetros de barro espeso y maloliente. Todo el mundo hacía lo mismo. Yo estaba sin fuerzas, tiritando de frío. Salimos del bosque, con sus bajadas y subidas abruptas, y llegamos a un valle caliente, cultivado y habitado. Atravesamos fincas donde los perros ladraban y las chimeneas humeaban. Parecían mirarnos pasar con desprecio.
Llegamos justo antes del atardecer a una finca magnífica. La casa del dueño había sido construida en el mejor estilo de los narcotraficantes. Nada más el establo habría bastado para satisfacer mis sueños. Ya era tarde, tenía sed, tenía hambre, tenía frío. Tenía los pies despedazados a causa de unas ampollas gigantescas que se habían reventado y se habían pegado a las medias mojadas. Me habían picado por todas partes unos piojos minúsculos que no alcanzaba a ver pero que sentía recorriéndome todo el cuerpo. El barro que tenía adherido al cuerpo y debajo de las uñas me templaba la piel y me la cortaba. Yo sangraba sin lograr identificar mis incontables heridas. Me desplomé en el suelo, decidida a no moverme más.
Media hora después, Andrés dio la orden de seguir caminando. Nos volvimos a poner de pie, arrastrando nuestra miseria, caminando como galeotes en la espesura de la noche. No era el miedo lo que me hacía caminar; no eran las amenazas lo que me hacía poner un pie delante del otro. Todo eso me era indiferente. Lo que me empujaba a avanzar era el cansancio. Mi cerebro se había desconectado, mi cuerpo se desplazaba sin mí.
Antes del amanecer, llegamos a lo alto de una loma que dominaba el valle. Una lluvia fina seguía persiguiéndonos. Había una especie de cobertizo de tierra pisada con un techo de paja. Ferney instaló una hamaca entre dos palos, puso un plástico negro en el suelo y me pasó mi bolso.
—Cámbiese. Vamos a dormir aquí.
Me desperté a las siete de la mañana en el laboratorio de cocaína que nos había servido de refugio. Ya todo el mundo se había levantado, incluida Clara, que sonreía contenta porque yo le había dado la ropa seca que había logrado sacar a último momento. Este día también se anunciaba largo y difícil, y decidimos volver a ponernos la ropa mojada y sucia del día anterior y guardar la ropa seca para dormir. Realmente necesitaba darme un baño y me levanté con la idea fija de encontrar un lugar para bañarme. Había un manantial a diez metros y me dieron permiso para ir. Me pasaron un pedazo de jabón de tierra y me froté la piel y el cuero cabelludo con rabia para tratar de deshacerme de los piojos y las garrapatas que había acumulado durante la caminata. La muchacha que me escoltaba me presionaba para que terminara rápido, irritada al ver que me estaba lavando el pelo, cuando la orden era que me diera un baño rápido. Sin embargo, no había prisa. Cuando volvimos a subir al refugio encontramos a los guerrilleros ociosos, a la espera de nuevas instrucciones.
El campesino desdentado del día anterior volvió a aparecer. Llevaba una mochila, una de esas que tejen los indios, con dos gallinas amarradas por las patas, que se agitaban adentro, en espasmos convulsivos. Lo liberaron de su carga con gritos de victoria: el desayuno se convertía en un festín. Una vez pasada la euforia, me acerqué al campesino sin la menor vergüenza para pedirle que me regalara la mochila. Estaba sucia, grasosa y llena de huecos, pero para mí era un tesoro. Podría meter allí mis objetos para poder caminar con las manos libres. Si la lavaba y la cosía, me serviría para meter allí las provisiones y mantenerlas fuera del alcance de los roedores. El hombre me miró sorprendido, sin comprender qué valor podía atribuirle a esta mochila vuelta nada. Me la alcanzó sin chistar, como si en lugar de una petición hubiera recibido una orden. Le agradecí con tal efusión de felicidad que soltó una carcajada de niño. Eso lo animó a iniciar conmigo una pequeña conversación a la que yo iba a responder encantada, cuando Andrés nos llamó secamente al orden. Volví a sentarme en mi rincón y miré de reojo a Andrés, sorprendida de sentir la violencia de su mirada sobre el regalo que acababan de hacerme. «No me va a durar mucho tiempo», pensé.
El día fue muy largo. Inmediatamente después del desayuno nutritivo, donde, para mi inmensa dicha, me dieron la pata de una de las gallinas, volvimos a bajar hacia el valle para tomar una vía que serpenteaba en medio de la selva. Ferney y John Janer —un joven que se había sumado a la cuadrilla poco tiempo atrás y que me parecía más travieso que malo— habían sido encargados de vigilarnos. Parecían contentos y caminaban a grandes pasos, al tiempo que nos hablaban amistosamente. El resto de la tropa había cogido una ruta diferente. Al llegar a un cruce de caminos, yo ya iba cojeando por el esfuerzo. A lo lejos alcancé a distinguir, como en un espejismo, a mi campesino desdentado, que llevaba por el cabestro dos caballos viejos. Al vernos, empezó a caminar hacia nosotros.
Yo me dejé caer en el suelo, incapaz de hacer un movimiento más. Fue una alegría ver de nuevo al viejo y poder intercambiar algunas palabras con él. Yo sabía que le habría gustado haber hecho mucho más.
Cada una se subió a su rocín y nos fuimos. Los guardias iban corriendo a nuestro lado, teniendo firmemente los caballos de cabestro. Debíamos alcanzar al resto del grupo y ellos calculaban que eso nos tomaría todo el día. Yo me decía que, yendo a caballo, podrían tomarse todo el día si querían, y la noche, y el día siguiente. Le agradecí en silencio al cielo por nuestra suerte, consciente de lo que habíamos ganado.
El bosque que cruzábamos era diferente de la selva espesa donde estuvimos escondidos durante todos esos meses. Aquí los árboles eran inmensos y tristes, y los rayos de luz solo nos llegaban después de haber atravesado una capa espesa de ramas y hojas en las alturas. El sotobosque era pobre, sin helechos, sin arbustos, solo los troncos de los colosos, como las columnas de una catedral inacabada. El lugar era extraño, como si le hubieran echado un maleficio. La correspondencia entre mi estado de ánimo y esta naturaleza había vuelto a abrir en mí cicatrices que no se habían cerrado del todo. Tras el alivio de mi dolor físico, con los pies ensangrentados y suspendidos en el aire, y fuera de todo contacto lacerante, se despertaba el dolor de mi corazón, incapaz de hacer el duelo de mi vida pasada, esa que tanto había amado y que ahora había perdido.
Un trueno cercano anunció la llegada de la tormenta. El rayo aterrizó a algunos metros de mí y asustó a los caballos. Chorros de agua comenzaron a caer al instante. Vi a los muchachos luchar contra sus equipos para sacar los plásticos, aunque ya todos estábamos empapados.
El aguacero adquirió una fuerza bestial, como si alguien se hubiera dedicado a lanzarnos baldados de agua desde la cima de los árboles. El camino se había convertido, nuevamente, en un lodazal. El agua tapaba casi completamente las botas de los muchachos y el barro los atrapaba a cada paso con un efecto de ventosa. Ya habíamos alcanzado al resto de la cuadrilla y los pasábamos uno a uno, encorvados bajo el peso de su carga, con el rostro endurecido. Sentía pesar por ellos: algún día, yo saldría de este infierno, pero ellos se habían condenado a sí mismos a morir en esta selva. No quería que se cruzaran nuestras miradas. Sabía perfectamente que en ese momento estaban maldiciéndonos.
El avance continuó todo el día, bajo ese aguacero sin fin. Salimos de la espesura y atravesamos fincas ricas y llenas de árboles frutales. La lluvia y el cansancio nos habían vuelto indiferentes. Los muchachos no tenían fuerzas para estirar el brazo y coger los mangos y las guayabas que se pudrían en el suelo. No me atrevía, subida en mi montura, a recoger las frutas a nuestro paso por miedo a irritarlos.
En un recodo del camino, nos cruzamos con unos niños que jugaban saltando en los charcos. Habían puesto a un lado unos costales llenos de mandarinas. Al vernos llegar, como íbamos a caballo, debieron de pensar que éramos comandantes de la guerrilla y nos ofrecieron mandarinas a todos. Acepté con gratitud.
Al caer la noche seguía lloviendo. Yo tiritaba febrilmente, envuelta en un plástico que no me protegía de la lluvia pero me ayudaba a conservar el calor.
Teníamos que entregar los caballos y seguir a pie. Me mordía los labios para no quejarme, sintiendo a cada paso que millones de agujas se me clavaban en los pies y me lastimaban las piernas. Caminamos largo tiempo hasta una finca ostentosa. En la propiedad se veía una casa construida con gran fastuosidad en unas tierras ondulantes, como terciopelo en la penumbra de la noche. Nos guiaron hasta un embarcadero donde nos dejaron sentar. La espera se prolongó hasta la llegada de una enorme chalupa metálica de motor, con el espacio suficiente para toda la tropa, todos los morrales y unas doce bolsas de plástico llenas de provisiones.
Nos hicieron sentar en el centro. Andrés y Jessica se acomodaron justo detrás de nosotras, junto a William y su amiga Andrea, una muchacha tan bella como desagradable; ellos eran los mismos que nos vigilaban cuando nos estaban persiguiendo los helicópteros. Hablaban fuerte, para que los oyéramos:
—¡Volvimos a dejar regados a los chulos!
—Si creen que van a recuperar la mercancía tan fácilmente, se equivocan.
Se reían con perversión. Yo no quería oírlos.
—Cogieron todo lo que quedó después del bombardeo y quemaron el resto. El colchón de las cuchas, la Biblia y todas las huevonadas que tenían ahí guardadas.