Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Tal vez recorrimos más de doscientos kilómetros zigzagueando en una franja de agua interminable. Sombra miraba fijamente al frente, escrutando cada rincón con ojo de conocedor.
—Acabamos de cruzar la frontera —le dijo en tono de perito al hombre del motor.
El otro respondió con un gruñido y tuve la sensación de que Sombra había soltado esa información para desorientarnos.
En un giro del río, el motor de la embarcación se detuvo.
Ante nosotros surgía un campamento de las Farc Estaba construido a la orilla del agua. Canoas y piraguas se mecían tranquilamente, amarradas a un enorme mangle. Hasta donde alcanzaba a ver, el campamento estaba ahogado en un inmenso charco de barro. El tráfico incesante de la tropa transformaba en lodazal el suelo de la selva. «Deberían hacer caminos de tablas», pensé.
Las puntas de las lanchas enfilaron hacia la orilla. Unas muchachas en uniforme camuflado salieron una a una de debajo de las carpas al oír el ruido de los motores. Se ubicaron en fila india, en un alineamiento impecable y en posición de firmes. Sombra se puso de pie rápidamente, saltó por encima de la proa de la embarcación y cayó a tierra con sus piernas cortas, salpicando de barro a las guerrilleras que vinieron a presentarse. —¡Saluden a la doctora! —ordenó.
Todas respondieron en coro: «Buenos días, doctora». Tenía quince pares de ojos puestos sobre mí. «¡Dios mío, por favor, haz que no nos quedemos aquí mucho tiempo!», rogué en mi corazón, observando el lugar siniestro donde acabábamos de ir a parar. En el suelo había tiradas dos ollas mal lavadas y unos cerdos se acercaban agresivos, dispuestos a meter el hocico en ellas.
En contraste con la suciedad del lugar, todas las muchachas estaban peinadas de manera impecable, con el pelo templado y unas trenzas gruesas que colgaban como racimos de uvas negras y brillantes sobre sus hombros. También tenían correas de colores vivos con motivos geométricos que me llamaron la atención. Era una técnica que no conocía. Pensé que incluso en lo más profundo de este hueco sórdido había una moda entre las muchachas de las Farc. Me quedé mirándolas sin vergüenza y ellas hicieron lo mismo, de arriba abajo sin complejos. Se reunieron en grupitos para susurrar entre ellas y, mientras nos miraban, se atacaban de risa.
Sombra volvió a pegar un grito y el chismorreo se detuvo de inmediato. Cada guerrillera fue a ocuparse en lo suyo. Nos hicieron sentar sobre cilindros de gas oxidados que rodaban por el barrizal y nos trajeron de comer en unos platos enormes. Era una sopa de pescado. El mío flotaba entero con unos ojos apagados que me miraban a través de una capa de grasa amarillenta. Las aletas rugosas se salían del plato. Había que comer, pero a mí no me alcanzaba el valor.
Sombra dio la orden de que nos prepararan las caletas para pasar la noche. Dos muchachas debieron cedernos las suyas provisionalmente. En cuanto a Lucho, lo instalaron en pleno centro del barrizal. Dos cilindros de gas a modo de base y dos tablas de madera eran la cama; encima, una carpa lo cubría, por si acaso llovía.
La noche había caído. El barrizal hervía con un calor subterráneo. Los gases de alimentos en descomposición rompían en burbujas y salían a la superficie. El zumbido insalubre de millones de zancudos llenaba el espacio y su vibración de ultrasonido me perforaba las sienes como el doloroso anuncio de una crisis de locura. Hacía mucho calor. Había llegado al infierno.
A la madrugada del día siguiente, una actividad febril se adueñó del campamento. Unos treinta hombres bien armados embarcaron antes del amanecer en las dos lanchas de motor que nos habían llevado hasta allá. Todas las mujeres se quedaron en el campamento y Sombra reinaba sobre ellas como si fueran su harén. Desde mi caleta alcanzaba a observarlo, echado en un viejo colchón roto, dejándose atender como un sultán.
Tuve la intención de ir a saludarlo, pero la muchacha que estaba de guardia se interpuso. Me informó que no podía moverme de mi caleta sin la autorización de Sombra. Pedí permiso para hablarle. Mi mensaje fue transmitido de guardia en guardia. Sombra hizo con la mano una señal que interpreté fácilmente: no quería que lo molestaran. La respuesta llegó hasta mí siguiendo el recorrido inverso y la guardia me comunicó el resultado de mi petición: Sombra estaba ocupado.
Sonreí. Desde donde me encontraba lo veía perfectamente. En efecto estaba ocupado con una morena alta, de ojos achinados, que tenía sentada en sus rodillas. Él sabía que yo lo estaba mirando.
Hasta ese momento, no veía ningún espacio libre en el campamento donde pudiéramos acomodarnos. A menos que construyeran las caletas sobre los pilotes donde vivían los cerdos, en el lodazal a la izquierda del campamento. Esta opción parecía imposible. Sin embargo, eso fue exactamente lo que hicieron. Tres muchachas fueron encargadas de la tarea. Con palas en mano, empezaron a morder la ladera con encarnizamiento, arañando la tierra para abrir una cornisa lo suficientemente grande, como un balcón sobre el charco de los cerdos. Ahí montaron las tres caletas, alineadas contra el talud, con los pies en el barrizal. En cada extremo pusieron un poste para sostener un gran plástico negro que nos servía de techo. Poco antes del mediodía nos mandaron a nuestras nuevas viviendas, donde efluvios de putrefacción nos llegaban por oleadas.
Las relaciones con Clara volvieron a ponerse tensas. Se sospechaba que Clara se había quedado con unos cordones del equipo de una guerrillera. Mi compañera sabía que yo tenía escondido el machete del Mico y que si venían a registrarnos yo no podría explicar por qué lo tenía.
Sombra vino a vernos algunos días después. Revisó las instalaciones e inspeccionó nuestras pertenencias. Me alegraba haber tomado mis precauciones. Luego, en tono autoritario, afirmó:
—Ustedes, los prisioneros, tienen que entenderse entre ustedes. Aquí no tolero discordias.
Comprendí que Sombra debía de estar al corriente de las tensiones entre mi compañera y yo; ahora se inmiscuía en nuestros asuntos, feliz de jugar el papel de mediador.
—Sombra, le agradezco el interés y estoy convencida de que ha sido ampliamente informado sobre nuestra situación. Pero quiero decirle que las diferencias entre mi compañera y yo solo son asunto nuestro. Le ruego no tratar de intervenir.
Sombra se había acostado en la caleta de Lucho. Estaba en uniforme, con la camisa desabotonada hasta la mitad, con el voluminoso estómago prácticamente por fuera. Me miró con los ojos entrecerrados, sin expresión, calibrando cada una de mis palabras. Las muchachas que estaban de guardia estaban muy pendientes de la escena. La morena alta de ojos chinos había venido a escuchar y se había apoyado en un árbol, a pocos metros de nosotros. Hubo un silencio pesado.
De repente, Sombra soltó una gran carcajada y se me acercó para tomarme por los hombros:
—¡Pero no se ponga tan furiosa! Yo solamente quiero ayudarles. ¡Nadie se va a meter en nada! Mire, para que vea les voy a dar una serenata. Para que se relajen. Luego los mando buscar.
El comandante se fue de buen humor, rodeado de su séquito de muchachas. Yo me quedé desconcertada. ¿Una serenata? ¡Qué ocurrencia! Era obvio que se estaba burlando de mí.
Algunos días después, cuando Lucho y yo habíamos llegado a la conclusión de que Sombra estaba loco, nos sorprendió la llegada de una cuadrilla de muchachas que nos invitaban a seguirlas hasta la caleta del comandante.
Sombra nos esperaba tendido en su colchón viejo, con la misma barriga prominente a punto de salirse de una camisa caqui cuyos botones estaban templados a más no poder. Se había afeitado.
Junto a él estaba Milton, un guerrillero de cierta edad que vi el día de nuestra llegada. Era un tipo flaco y huesudo. Su piel blanca padecía un fuerte acné rosáceo. Incómodamente sentado en una esquina del colchón, como si le diera miedo ocupar mucho espacio, tenía entre las piernas una guitarra bonita y bien barnizada.
Sombra ordenó que nos trajeran cilindros de gas vacíos para tener dónde sentarnos. Una vez nos vio instalados, como en un banco de iglesia, se dirigió a Milton:
—Bueno, empiece.
Milton agarró nerviosamente la guitarra con sus grandes dedos y sus uñas negras como garras. El guerrillero se quedó con las manos suspendidas en el aire, mirando para todas partes, esperando que Sombra diera alguna señal.
—¡A ver, empiece! —ordenó Sombra irritado—. Toque cualquier cosa. ¡Yo lo sigo!
Milton estaba bloqueado. Yo creía que no sería capaz de sacar ningún sonido de su instrumento.
—¡No, pero qué huevón! A ver, toque el tango de la Navidad… Eso. Más despacio. Vuelva a comenzar.
Milton hacía lo mejor posible. Rasgueaba las cuerdas de la guitarra con los ojos fijos en la cara de Sombra. Tocaba increíblemente bien: movía sus dedos callosos con una destreza que me impresionó. Comenzamos a animar a Milton y a felicitarlo espontáneamente, lo que no pareció gustarle a Sombra.
Molesto, comenzó a cantar con voz de cantinero. Era una canción de una tristeza infinita, que contaba la historia de un niño que no recibía regalos de Navidad. Entre cada estrofa, Sombra aprovechaba para regañar al pobre Milton. La escena era verdaderamente cómica. Lucho hacía esfuerzos sobrehumanos para no soltar la carcajada.
—Pare. Así está bien. Ya.
Milton se detuvo en seco, petrificado de nuevo, con la mano en el aire. Sombra se volteó a mirarnos, con cara de satisfacción. Los tres empezamos a aplaudir de inmediato y lo más fuerte posible.
—Bueno, basta.
Todos paramos de aplaudir.
—Milton, vamos a cantar la canción que les gusta a las muchachas. ¡A ver, apúrese, carajo!
Otra vez cantaba con su voz áspera y potente, al tiempo que casi le pegaba al pobre Milton levantando la mano cada dos minutos, por capricho o por nerviosismo. El espectáculo de ambos, el uno dándole a la guitarra y el otro desgañitándose, ambos metidos en el barro, me hizo pensar en Laurel y Hardy.
Detrás del ogro que le producía miedo a todo el mundo, descubría a un hombre que me inspiraba compasión, tal vez porque era incapaz de tomarlo en serio. No podía tenerle miedo ni mucho menos odiarlo. Claro, comprendía que este hombre era capaz de una gran maldad. Pero esa maldad era su escudo y no su naturaleza profunda. Era malo para que no lo creyeran un imbécil; en ese mundo de guerra y violencia la admiración de la tropa y, por ende, la autoridad sobre ella, era proporcional a su capacidad para actuar con sevicia.
La actividad del campamento me preocupaba. Todas las mañanas, al alba, un equipo de unos veinte muchachos fornidos se iba en lancha a contracorriente y volvía poco antes del crepúsculo. Otro equipo desaparecía en la selva, por detrás del campamento, al otro lado del talud. Yo los oía trabajar con las motosierras y los martillos. Al ir a los chontos, veía construcciones en madera que comenzaban a tomar forma a través de los árboles, ubicadas a unos cincuenta metros detrás de nuestras caletas. Yo no quería hacer preguntas. Me daban demasiado miedo las respuestas.
Una mañana, Sombra vino a vernos. Lo seguía su morena, a quien le decían la Boyaca, y una muchacha gorda y simpática que se llamaba Marta. Traían tulas de colores que dejaron junto a nuestras caletas:
—¡Aquí les manda el Mono Jojoy! Miren a ver si falta algo y me avisan.
Todo lo que habíamos pedido estaba ahí. Lucho no lo podía creer. El día que hicimos la lista, al ver que yo pedía objetos que hasta entonces nos tenían prohibidos, como linternas, tenedores y cuchillos, o baldes de plástico, Lucho se atrevió a pedir espuma de afeitar y loción para después de la afeitada. Se reía como un niño al ver que su audacia había rendido frutos. Yo, por mi parte, estaba extasiada con una pequeña Biblia empastada en cuero que se podía cerrar con una cremallera por todo el contorno. De ñapa, el Mono Jojoy nos había mandado golosinas que compartimos entre nosotros después de largos debates, además de camisetas de colores chillones que nadie se iba a pelear.
Me sorprendieron las provisiones que llegaron al campamento. Un día le hice un comentario al respecto a Sombra, quien levantó una ceja y me miró de reojo para decir:
—Los chulos pueden gastar toda la plata que quieran en aviones y en radares para buscarlos. ¡Pero mientras haya oficiales corrompidos, nosotros seguiremos siendo más fuertes! Mire: la zona donde estamos está bajo control militar. Todo lo que se consume debe ser justificado, hay que decir para quién es, cuántas personas hay por familia, los nombres, las edades, todo. Pero basta con que haya uno que quiera cuadrarse una platica a fin de mes para que sus planes se les jodan, —luego, agregó con aire malicioso—: ¡Y no son solo los de bajo rango los que lo hacen! ¡No son solo los de bajo rango!
Su comentario me dejó perpleja. Si el ejército hacía esfuerzos por encontrarnos, era verdad que la existencia de individuos corruptos podía representar para nosotros varios meses, e incluso años, adicionales de cautiverio.
Comprendimos a la perfección el mensaje que el Mono Jojoy nos había enviado al darnos todas esas provisiones. Había que prepararse para aguantar un largo tiempo: las Farc consideraban que no existía ninguna posibilidad de negociación con Uribe. Había sido elegido presidente un año atrás y adelantaba una campaña agresiva contra la guerrilla. Todos los días, caldeaba los ánimos con discursos incendiarios contra los guerrilleros, y su nivel de popularidad estaba en el punto más alto. Los colombianos se sentían engañados por las Farc. Las negociaciones de paz del gobierno de Pastrana habían sido interpretadas como una debilidad del Estado colombiano frente a la guerrilla, que había aprovechado la coyuntura para fortalecerse. Los colombianos, ofendidos con la arrogancia del Secretariado, querían acabar de una vez por todas con una insurrección que repudiaban, pues atacaba a todo el mundo y sembraba el terror en el país. Uribe, interpretando el sentimiento nacional, se mostraba inflexible: no habría ninguna negociación para nuestra liberación.
Al final de la tarde iba a hablar con Lucho en su caleta. Él ponía la radio bien alto, para tapar nuestras voces, y nos instalábamos a jugar ajedrez en un tablero pequeño que nos había prestado Sombra.
—¿Qué irán a hacer con nosotros?
—Pues, están construyendo una vaina grande allá atrás.
—A lo mejor son barracones para ellos.
—En todo caso, es una cosa demasiado grande para nosotros tres.