Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
El Mono Jojoy era un hombre temible. Quizá el más sanguinario de los jefes de las Farc. Se había ganado, con justa razón, una fama de hombre duro e intransigente. Era el gran guerrero, el militar, el combatiente de acero que despertaba admiración en toda esa juventud que las Farc reclutaban por montones en las regiones más pobres de Colombia.
El Mono Jojoy debía de tener unos cincuenta años bien vividos. Era un hombre de estatura mediana, corpulento, con una cabeza enorme y prácticamente sin cuello. Era rubio, con la cara roja y congestionada, siempre bajo presión, y tenía un estómago prominente que lo hacía parecer un toro cuando caminaba.
Sabía que me había visto, pero no vino hacia mí de inmediato. Se tomó su tiempo para hablar con Lucho, sabiendo que mi compañera y yo lo estábamos esperando de pie frente a nuestras caletas, casi en posición de firmes. ¡En qué me había convertido! La psicología del prisionero impregnaba hasta nuestros comportamientos más simples.
Lo había visto por última vez al lado de Marulanda. No se molestó en saludarme y yo apenas noté su presencia. No lo habría visto en absoluto de no haber sido por el comentario desagradable que les hizo a sus compañeros:
—Ah, ¿ustedes están con los políticos? Pierden su tiempo. Lo mejor que podíamos hacer era cogerlos como rehenes para el «intercambio humanitario». Así, al menos, dejan de joder. ¡Apuesto que si capturamos políticos, a este gobierno le toca devolvernos a nuestros camaradas!
Yo me volteé hacia Marulanda y lo interpelé, riéndome:
—¿Ah, sí? ¿En serio? ¿Serían capaces de secuestrarme así, en una carretera?
El viejo hizo un gesto con la mano, como para apartar la mala idea que le acababa de sugerir Jojoy.
Pues bien, cuatro años después, me resultaba evidente que Jorge Briceño se había dedicado a ejecutar su amenaza. El Mono Jojoy se dirigió hacia mí y me abrazó como si quisiera triturarme.
—Vi su prueba de vida. Me gusta. Dentro de poco va a salir al aire.
—Por lo menos queda claro que no padezco el síndrome de Estocolmo.
Jojoy me miró fijamente a los ojos, con una maldad que me heló la sangre. En ese segundo comprendí que acababa de condenarme. ¿Qué le había disgustado? Probablemente el hecho de que no me interesaba su aprobación. He debido quedarme callada. Este hombre me odiaba sin remedio; yo era su presa y no me iba a soltar jamás.
—¿Cómo los han tratado?
Lo dijo mirando a Giovanni, que se acercaba.
—Muy bien. La verdad es que Giovanni es muy atento. También en eso sentí que había dado la respuesta equivocada.
—Bueno, hagan su lista y díctensela a Pedro. Yo me encargo de que todo les llegue rápido.
—Gracias.
—Voy a mandarles a mis enfermeras. Ellas van a hacer un informe sobre su estado de salud. Díganles todo lo que les esté molestando.
Cuando se fue el Mono Jojoy me quedé sumida en una desazón inexplicable. Todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que el comandante Jorge era cortés y generoso. Yo quería creerlo, pero intuía que su visita era un pésimo presagio.
Me senté cerca de Pedro, mientras que Lucho era examinado médicamente. Empecé a dictarle la lista de cosas que necesitaba, siguiendo la orden del Mono Jojoy. El pobre hombre sudaba a chorros, incapaz de escribir correctamente el nombre de los productos que yo necesitaba. Lucho, que me estaba oyendo, se moría de risa bajo el estetoscopio de las enfermeras, sin poder creer que yo me atreviera a incluir en la lista tantos artículos de cuidado personal.
—Aprovecha y pide la luna de una vez —me decía para tomarme el pelo. Pedí también una Biblia y un diccionario.
Al día siguiente, una de las enfermeras volvió. Se había comprometido a volver regularmente para darle masajes en la espalda a Lucho, que sufría lo indecible. Él estaba en el cielo y se dejaba masajear por la muchacha.
Un chirrido de frenos en la carretera me hizo aguzar el oído. Todo sucedió muy rápido. Alguien aulló unas órdenes. Giovanni vino corriendo, pálido.
—Tienen que empacarlo todo porque se van.
—¿Nos vamos? ¿Adonde? ¿Y usted?
—No, yo me quedo. Me acaban de relevar de la misión.
—Giovanni…
—No, no tenga miedo. Todo va a salir bien.
Un muchacho llegó corriendo y le susurró algo al oído a Giovanni. Este cerró los ojos y se golpeó los muslos con los puños apretados. Luego, recobrando la compostura, nos dijo:
—Tengo orden de vendarles los ojos. Me da mucha pena. De verdad. ¡Mierda!
El mundo dio un vuelco para mí. Solo oía gritos y veía guerrilleros corriendo por todas partes. Me empujaban, me halaban. Me taparon los ojos con una venda gruesa. No veía nada. Solo tenía en mi mente la imagen del Mono Jojoy, grabada en mi memoria, que me perseguía, desfilando ante mis ojos cerrados como una maldición.
1 de Septiembre de 2003
Me habían tapado los ojos con una venda y me habían amarrado las manos. De este modo, me quitaban toda la seguridad. El miedo instintivo de no saber dónde ponía los pies me bloqueaba. Dos guerrilleros me sostenían, cada uno de un brazo. Yo me esforzaba por mantenerme erguida y caminar normalmente, pero tropezaba cada dos pasos. Los guardias me levantaban y yo seguía avanzando a mi pesar, desposeída de mi equilibrio y de mi voluntad.
Oí la voz de Lucho un poco más adelante. Hablaba fuerte para que yo supiera que no estaba lejos. También me llegaba la voz de Giovanni por la derecha. Hablaba con alguien y se notaba que no estaba contento. Me pareció oírle decir que debía permanecer con nosotros. Luego hubo gritos y órdenes que resonaban por todas partes. Un ruido sordo. Traté de protegerme metiendo la cabeza entre los hombros, esperando un golpe o un choque con alguna cosa.
En poco tiempo salimos a la carretera. Lo supe al sentir el contacto con la gravilla y el calor inmediato del sol en mi cabeza. Un viejo motor rugía muy cerca, escupiendo gases ácidos que me irritaban la nariz y la garganta. Quise rascarme, pero los guardias creyeron que quería quitarme la venda de los ojos. Reaccionaron con una violencia desmedida y mis protestas solo sirvieron para enfurecerlos más.
—¡Apúrense! ¡Suban la carga!
El hombre que acababa de hablar tenía una voz de trueno que me puso mal. Debía de estar justo detrás de mí.
Un instante después, me levantaron por los aires y me lanzaron sobre lo que debía de ser la plataforma trasera de un camión. Aterricé encima de dos llantas viejas, en las que me instalé como pude. Lucho subió unos segundos más tarde, lo mismo que Clara y unos seis guerrilleros, que nos empujaban cada vez más hacia el fondo del camión. Busqué a tientas la mano de Lucho.
—¿Estás bien? —me preguntó agitado.
—¡Cállense! —chilló un guerrillero que estaba sentado frente a mí.
—Sí, estoy bien —susurré, apretándole los dedos, aferrándome a él.
Alguien nos cubrió con una carpa y cerraron una puerta con un ruido de chirridos y tintineos.
El vehículo tosió antes de ponerse en movimiento, como si se fuera a desbaratar definitivamente, y luego arrancó con un estruendo grotesco, a muy poca velocidad. Hacía mucho calor y las exhalaciones del motor inundaban nuestro espacio. Los gases malolientes que se acumulaban nos sometían a una tortura. El dolor de cabeza, las ganas de vomitar, la angustia nos invadieron.
Al cabo de hora y media, el camión se detuvo con un irritante crujir de frenos. Los guerrilleros saltaron del vehículo y nos dejaron solos, o eso me pareció. Debíamos de estar en un pueblito, pues se oía una música popular que parecía provenir de una tienda que yo imaginaba llena de bebedores de cerveza.
—¿Qué opinas?
—No sé —me respondió Lucho, abatido. Tratando de aferrarme al último jirón de esperanza, dije:
—¿Será el punto de encuentro con los emisarios franceses?
—No sé. Lo que sí puedo decirte es que esto no me dice nada bueno. Nada de esto me está gustando ni poquito.
Los guerrilleros se volvieron a subir al camión. Reconocí la voz de Giovanni. Se despedía y anunciaba que se iba a quedar en el pueblo. Había recorrido con nosotros una parte del camino, pero nosotros no nos habíamos dado cuenta. El camión atravesó el pueblo. Las voces de mujeres, niños y jóvenes que jugaban fútbol se alejaron y finalmente desaparecieron. Solo quedaron las explosiones del motor y el horror de los gases que nos llegaban directamente a la garganta por el tubo de escape. Continuamos así durante más de una hora. Ahora la sed se agregaba a nuestras penas. Sin embargo, lo que más me producía angustia era la incertidumbre de lo que nos podría ocurrir. Con los ojos vendados y las manos amarradas, me torturaba tratando de sacarme de la cabeza los indicios que anunciaban que nuestro cautiverio se prolongaría indefinidamente. ¿Y si acaso acababa de ser abortada nuestra liberación? ¡Imposible! Todos nos habían asegurado que íbamos hacia la libertad. ¿Qué había pasado? ¿Acaso el Mono Jojoy había intervenido para hacer fracasar las negociaciones? Al fin y al cabo, la idea de secuestrar políticos para intercambiarlos por guerrilleros presos en las cárceles había sido una estrategia que él había concebido e impuesto a su organización. Al salir del Bloque Sur, bajo el mando de Joaquín Gómez, para pasar al Bloque Oriental, caímos en las redes que el Mono Jojoy había tejido con paciencia a nuestro alrededor después de capturarnos. Él quería tenernos bajo su control y eso era precisamente lo que había logrado.
El camión se detuvo en seco, en una cuesta, con la nariz hacia abajo. Nos quitaron las vendas de los ojos. Una vez más nos encontrábamos frente a un caudaloso río. Dos lanchas firmemente amarradas a la orilla se balanceaban en el agua.
Mi corazón dio un brinco. Subirme nuevamente en una lancha se había convertido para mí en símbolo de esa maldición que me perseguía. Un tipo bajito, de gran barriga, de brazos cortos y manos de carnicero, con un bigote que parecía un cepillo y tez morena ya estaba sentado en una de las lanchas. Habían puesto unas bolsas grandes de provisiones en la parte delantera de cada una. El tipo nos hizo una señal con la mano para que no nos demoráramos y ordenó con voz autoritaria:
—Las mujeres acá conmigo. El señor en la otra lancha.
Los tres nos miramos, pálidos. La idea de una separación me descomponía. Éramos unas ruinas humanas y nos aferrábamos los unos a los otros para no terminar de derrumbarnos. Incapaces de comprender lo que nos pasaba, sentíamos que la suerte que nos esperaba sería menos dolorosa si la compartíamos.
—¿Por qué nos separan?
El hombre me miró con sus ojos bien abiertos y como si comprendiera de repente el tormento que nos agobiaba, dijo:
—¡No, no, nadie los va a separar! El señor se va en la otra lancha para repartir el peso. Pero ellos van al lado de nosotros todo el trayecto. No se preocupe.
Luego agregó con una sonrisa:
—Yo soy Sombra. Martín Sombra. Soy su nuevo comandante. Mucho gusto de conocerla. La he seguido por televisión.
Me tendió la mano sin levantarse de su puesto y me apretó la mía enérgicamente, con una exaltación que yo no compartía. Luego, dirigiéndose a su tropa, aulló unas órdenes que parecían absurdas. Había unos quince hombres, todos muy fornidos y muy jóvenes. Era la tropa del Bloque Oriental, famosa por su entrenamiento y su combatividad. Era la élite de las Farc, la flor y nata de esta juventud revolucionaria. Martín Sombra trataba con aspereza a sus hombres y ellos se esmeraban por obedecerle con respeto.
En menos de dos minutos, todos habíamos embarcado y empezamos a navegar en la corriente violenta del río, empujados por los motores vigorosos que competían con el ímpetu del agua. Íbamos río abajo, lo cual quería decir que nos adentrábamos aún más profundamente en la Amazonia.
Martín Sombra no dejó de hacerme preguntas durante todo el trayecto. Yo respondía con cuidado cada una de ellas, tratando de no caer en los mismos errores que había cometido antes y que me seguían mortificando. Quería, asimismo, establecer un contacto que me permitiera hablar fácilmente con el hombre que sería nuestro comandante durante las próximas semanas, o tal vez los próximos meses o, quién sabe, los próximos años.
Parecía abierto y cordial conmigo. Sin embargo, también lo había visto relacionarse con su tropa y comprendía que podía ser déspota y abusivo, sin el menor rastro de remordimiento. Tal como me había dicho Lucho, había que desconfiar de los que parecían más amables.
Bajo un sol calcinador, las lanchas se detuvieron en un recodo, a la sombra de un sauce llorón. Los hombres se pusieron de pie dentro de la canoa y empezaron a apostar para ver cuál orinaba más lejos. Pedí permiso para bajar por las mismas razones, pero con la intención de ser más discreta. La selva estaba más tupida que nunca. La idea de salir corriendo y perderme se me cruzó por la cabeza. Obviamente, eso habría sido una locura total.
Me tranquilizaba diciéndome que ya llegaría la hora de mi huida, pero que debería prepararla hasta en los ínfimos detalles, para no volver a fracasar. Cargaba dentro de mis pertenencias un machete oxidado que se le había perdido al Mico cerca del embarcadero, luego de una sesión de pesca en el campamento de Andrés, días antes de nuestra partida. Como creía que me iban a liberar, quise guardarlo como una especie de trofeo. Lo había envuelto en una toalla y nadie lo había descubierto hasta el momento. Sin embargo, este nuevo grupo no sería fácil y habría que redoblar las precauciones. El solo hecho de pensar en eso ponía mi corazón a latir al galope.
Volví intranquila a la lancha. Sombra estaba repartiendo gaseosas y latas de conservas que se abrían tirando de una lengüeta. Tenían dentro un tamal, una comida completa a base de pollo, maíz, arroz y vegetales, típica del departamento colombiano del Tolima. Todos se lanzaron sobre ellas, muertos de hambre. Yo no pude ni siquiera abrir la mía. Le di mi ración a Clara, que la abrió feliz. Lucho me miraba. Me habría gustado dársela a él, pero estaba demasiado lejos.
Las lanchas continuaron navegando una detrás de la otra, en un río que cambiaba con cada curva: se ensanchaba desmesuradamente en ciertos puntos y se estrechaba en otros. El aire era pesado y yo me sentía muy mareada.
Después de un recodo, vi entre los arbustos de una orilla un gran tonel de plástico azul que flotaba atrapado entre el manglar. Esos toneles servían para transportar los productos químicos usados en los laboratorios de cocaína. Era un indicio de que debía de haber gente por estos parajes. Más allá, volvimos a ver otro idéntico, que también parecía perdido en la corriente. Cada veinte minutos, nos cruzábamos con uno de esos toneles a la deriva. Yo miraba con atención hacia las orillas con la esperanza de ver alguna casa. Nada. Ni un alma. Pero sí había montones de toneles de color azul rey en medio del verde generalizado. La droga, maldición de Colombia.