Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
—Estoy mejor —logré decirle.
Ya no pensaba en nada fuera de la carta. Estaba segura de que retomaría nuestra conversación en el punto exacto donde Monster la había interrumpido. Y, sobre todo, me preguntaba cómo haría para entregármela. Desde mi caleta podía verlo en la suya. En cuanto volvió a vestirse comenzó a escribir.
La noche cayó pronto. «Será una carta corta», anticipé. La noche, en cambio, se me hizo muy larga. Reviví mil veces la misma escena: Monster, con las manos en las caderas, amenazando. Volví a asustarme.
Marc me puso la carta en la mano en el momento que menos esperaba. Yo volvía de los chontes al amanecer, justo después de que el guardia me soltara. Marc era el tercero en la fila para ir al chonte; el sendero era angosto. Tomó mi mano y puso dentro el papel. Seguí caminando, pero mi mano permaneció atrás. Pensé que todo el mundo había visto, y que me iba a desmayar.
Al regresar a mi caleta me sorprendió que todo siguiera normal. Los guardias no habían visto nada, tampoco los compañeros.
Esperé hasta después del desayuno para leerla. Apenas página y media con una letra de niño aplicado. Estaba escrita en inglés, con todo el protocolo y las fórmulas de cortesía de rigor. Eso me divirtió. Tuve la impresión de leer la carta de un extraño. Me decía cuánto lo afligía la prohibición que nos habían impuesto, y pasaba a hacerme preguntas cordiales sobre mi vida.
«Voy a escribirle una carta bien linda», pensé. «Una que quiera releer muchas veces».
Miré de cuánto papel disponía: no duraría mucho. Escribí mi carta de un solo chorro, sin ponerme guantes, haciendo volar en mil pedazos, el «querido Marc» de rigor. Le escribí tal como le hablaba. «Hi Princess», me respondió en su segunda carta, volviendo a ser él mismo.
Desarrollamos un código secreto hecho de señas de la mano que me describía en sus cartas, y que ilustraba frente a mí cuando se daba cuenta de que había terminado de leer su mensaje. Le envié algunas de mi propia cosecha y pronto tuvimos un segundo medio de comunicación eficaz para alertarnos mutuamente cuando un guardia nos vigilaba o cuando íbamos a depositar un nuevo mensaje a nuestro «buzón».
Convinimos en dejar nuestros papelitos al pie del tocón de un árbol cortado recientemente en el área de los chontos. Era un buen lugar porque podíamos ir solos sin despertar sospechas. Cosí unas bolsitas de tela negra para envolver nuestras esquelas, con el fin de protegerlas de la lluvia y evitar que el blanco del papel llamara la atención.
Los guardias debieron de ver algo porque una mañana, cuando regresaba de recoger la carta del día, me siguieron y peinaron a fondo la zona. Entonces decidimos alternar el buzón con otros sistemas más accesibles pero igualmente riesgosos. A veces Marc se me ponía al lado en la aglomeración del almuerzo y me deslizaba la bolsita en la mano, a veces era yo quien le hacía la seña de ir al bañadero, donde acababa de llenar mi botella de agua, a recoger mi correspondencia.
Estaba muy preocupada. Noté que alrededor de nosotros surgieron reacciones complicadas. La felicidad que sentíamos por estar juntos produjo envidia. Hubo incluso quien pidió que me separaran del grupo. Máximo fue a advertirme: uno de los compañeros había hecho la petición. Tuve pesadillas con eso. No quise comentárselo a Marc porque no quería atraer la mala suerte. Pero cada vez sufría más, temiendo que el delgado hilo que me mantenía agarrada a la vida se rompiera.
Escribirnos se convirtió en la única actividad importante de la jornada. Guardaba cada carta que me enviaba y la releía esperando la siguiente. Poco a poco una extraña intimidad se estableció entre los dos. Era más fácil confesarse por escrito. La mirada del otro me incomodaba al desnudar mis sentimientos, y a menudo lo que tenía la intención de compartir se atascaba en un silencio imposible de vencer. Por el contrario, al escribir descubrí una distancia que me liberaba. Podía no enviarle lo que había escrito, pensaba, y esta posibilidad me infundía audacia. Pero una vez que los secretos de mi mente veían el día, me parecía que eran corrientes y que no había nada malo en compartirlos. Marc me sorprendía porque jugaba el juego con mayor maestría que yo y me fascinaba su franqueza. En sus palabras había una gran elegancia y el ser que me revelaba nunca me defraudaba. Siempre me parecía que su última carta era la mejor de todas, hasta que leía la siguiente. Cuanto más apreciaba su amistad, más me preocupaba. «Van a separarnos», pensaba, imaginando la alegría de Enrique al enterarse de cuán importante se había vuelto Marc para mí.
Hubo una requisa, planeada por Enrique con argucias. Nos hicieron creer que dejábamos el campamento y nos íbamos de marcha. Las cartas de Marc eran mi mayor tesoro v las había puesto en el bolsillo de mi chaqueta antes de cerrar el equipo. Nos hicieron caminar un centenar de metros hasta el lugar que usaban como aserradero. Allí nos hicieron desocupar los morrales. Marc estaba justo al lado mío, pálido. ¿Había logrado esconder mis cartas?
Me miró con insistencia, luego se dio vuelta, anunció que tenía que orinar y se retiró detrás de un árbol grande. Regresó con la mirada clavada en sus zapatos, salvo por un breve instante en que me gratificó con una sonrisa confiada, tan rápida como un parpadeo, que solamente vi yo.
Dejé pasar unos minutos y lo imité. Ya detrás del árbol, escondí las cartas dentro de mi ropa interior y regresé a guardar mis cosas en el equipo tras la requisa. Noté que el viejo tarro de talco dentro del cual había enrollado minuciosamente mis documentos más preciados para resguardarlos de la humedad había desaparecido. Contenía las cartas de mi madre, las fotos de mis hijos, los dibujos de mis sobrinos y las ideas y proyectos en los que habíamos trabajado tres años con Lucho.
—Tendrá que reclamárselo a Enrique —dijo Pipiólo, saboreando cada palabra.
Era un golpe bajo. La carta de Mamá era mi salvavidas. La releía cada vez que me deprimía. Rara vez miraba las fotos de mis hijos porque me producían un dolor físico insoportable. Pero el hecho de saber que tenía al alcance de la mano mis tesoros me hacía sentir segura. En cuanto al programa, no quería perderlo: representaba cientos de horas de discusión y trabajo. Sin embargo, el hecho de que no hubieran encontrado las cartas de Marc me llenaba de un innegable bienestar. Tampoco encontraron mi diario: había tomado la precaución de quemarlo hacía mucho tiempo.
Cuando pensábamos que la requisa había concluido, llegaron otros cuatro guardias. Su misión consistía en realizar una requisa «personalizada». Hicieron desvestirse a los hombres mientras Zamaidy me pedía que la siguiera.
Se plantó frente a mí, disculpándose de antemano por tener que proceder. Halló mis bolsillos llenos de pedacitos de tela cortados en cuadros.
—¿Esto qué es? —preguntó intrigada.
—Hace tiempo que no tengo toallas higiénicas. Pedí que me dieran, pero parece que Enrique dio la orden de que no me provean más.
—¡Haré que le lleguen! —gruñó.
De paso suspendió la requisa y me envió con el resto del grupo. Respiré. No quería imaginar lo que hubiera tenido que inventar para explicar lo que probablemente habría encontrado.
Marc esperaba mi regreso, angustiado. Le devolví su sonrisa. Comprendió que había superado la requisa con éxito. Lucho, violando todas las prohibiciones, me preguntó si todo andaba bien. Lo puse al corriente de que Enrique me había confiscado el tarro de talco.
—¡Tienes que recuperarlo! —rugió.
Semejante misión me pareció imposible. Después del susto que nos causó la redada de Enrique, redoblamos las precauciones y nuestra correspondencia se hizo más intensa. Nos contábamos todo, nuestras vidas, nuestras relaciones, nuestros hijos. Y nuestros sentimientos de culpa, como si describiéndolos pudiéramos corregir nuestros errores.
Condenados a la distancia, nos volvimos inseparables. Cuando Marc se me acercó una mañana, mientras hacía la primera cola para acceder a los chontos, y me dijo que tenía que hablarme al precio que fuera, un pavor irracional se apoderó de mí: «¡Va a decirme que no sigamos escribiéndonos!». La espera fue mortal hasta que solo quedamos los dos en la fila.
Lo que me contó me dejó helada. Quería que le pidiéramos a Enrique que levantara la restricción de Monster. En el mismo momento, la mirada afilada de Pipiólo me hizo volver la cabeza.
Había visto a Marc hablándome, había visto el efecto de sus palabras en mí. Habíamos infringido la prohibición. Se daría el gusto de hacernos pagar.
Más tarde, me puse a escribirle a Marc una larga carta. Le expliqué mi temor de que Enrique quisiera separarnos y le conté los comentarios de Máximo: algunos compañeros conspiraban contra nosotros.
Me alistaba para el aseo matutino, cuando fui víctima de la agresión de uno de los hombres. Era un tipo que vivía prendido a sus obsesiones, con quien ya había tenido problemas y a quien Enrique había puesto al lado mío como mortificación adicional. Lucho, quien pasaba hacia los chontes llevando su bidón de orina de la noche anterior, lo vio y comprendió al instante. Las agresiones ya le habían sido notificadas a Enrique por los guardias, pero había respondido: «Todos los prisioneros están sometidos al mismo régimen; que se defienda sola». Lucho estaba al tanto. Tiró su bidón de orina y saltó sobre el hombre. El otro le dio un puñetazo en el estómago y Lucho perdió el control, moliéndolo a golpes en el suelo sin darle respiro. Los guardias se reían, encantados con el espectáculo. Yo estaba horrorizada. Aquello podía darles un pretexto para apartarme del grupo.
Pero nadie vino. Ni Enrique, ni Monster, ni Asprilla. Me tranquilicé al pensar que Enrique aplicaría su ley y que el asunto quedaría cerrado. Ese día la carta de Marc fue más tierna que de costumbre. No quería que yo sufriera por lo que había ocurrido.
Al amanecer, cuando escuché el mensaje de Mamá en la radio, temblaba.
Mamá tenía la voz tierna y serena de sus días bellos. Me llamaba desde Londres, satisfecha con las gestiones emprendidas para ganar adeptos a la causa de nuestra liberación: «Resiste; pase lo que pase, resiste. Mira hacia el cielo y elévate por encima de la maldad que pueda rodearte. Muy pronto saldrás a una nueva vida». De modo que miré hacia el cielo. Era un hermoso día; esa mañana de sol solo podía traer buenas cosas.
Pero el destino había tomado otra decisión. La radio informó que once de los doce diputados de la Asamblea Departamental del Valle del Cauca, rehenes como nosotros de las Farc, habían sido masacrados. Acababa de escuchar el mensaje que la hermana de una de las víctimas le había enviado estando él ya muerto, y quien luchaba por él en Londres sin conocer la noticia. El hecho me indignó. Todos los días oía los mensajes que les dirigían, especialmente en esa madrugada ese 18 de junio de 2007. Sus familias probablemente acababan de enterarse de la noticia, tal como nosotros. La noticia me afectaba como si se tratara de miembros de mi propia familia. Busqué los ojos de Marc en su caleta y los encontré, extraviados en un dolor idéntico al mío.
Cuando Asprilla me ordenó empacar mis bártulos porque me iba, ya estaba liquidada. Marc pidió permiso de venir a ayudarme. Disimuladas entre los gestos mecánicos que habíamos hecho mil veces, las demostraciones de afecto nos resultaban difíciles. Nos habíamos acostumbrado a estar cerca por nuestras cartas, y no sabían los cómo comportarnos en cercanía del otro.
—Mándame tu Biblia, te la devolveré con mis cartas —me dijo mientras desarmaba mi carpa.
Unos guardias limpiaban un espacio cerca del bañadero. Era allí donde me iban a ubicar.
—Por lo menos podremos seguir viéndonos. Prométeme que me escribirás todos los días.
—Sí, todos los días voy a escribirte —le prometí, doblada en dos por el dolor.
Me acababan de fulminar pero solo era medio consciente de ello.
Antes que los guardias vinieran a buscarme, me deslizó la bolsita negra en la mano. ¿A qué horas tuvo tiempo de escribirme? Él también tenía los ojos aguados.
La voz de Oswald se dejó oír:
—¡A ver, muévase!
Yo no podía.
El silencio me cayó encima como una lápida: todo sonaba hueco. El dolor que me carcomía el vientre me obligaba a pensar en la necesidad de respirar: inhalar y luego espirar en un esfuerzo agobiante. «El diablo vive en esta selva».
Había organizado mis cosas sobre una vieja tabla que tuvieron a bien dejarme. No les debía nada, nada quería pedirles. Me emparedé. Nadie me vería sufrir. Unas muchachas fueron asignadas para ayudar a instalarme. No dije nada. Me acomodé en un tronco podrido para contemplar desde allí toda la extensión de mi infortunio.
Mi hamaca se convirtió en mi refugio. Quería permanecer allí dentro, con la radio pegado a la oreja, masticando mi soledad. Esa tarde de sábado en que el programa Las voces del secuestro transmitió la canción de Renaud, Dans la jungle, tuve la esperanza de que se tratara de alguna señal del destino. Renaud era el más querido de los compositores franceses contemporáneos. Oírlo pronunciar mi nombre diciendo que me esperaba me produjo una súbita sed de cielo azul. Fui a nadar al pozo sin que nadie se atreviera a interrumpirme. Vi a Lucho y a Marc desde lejos, entre los árboles.
Vino Asprilla, todo sonrisas. «No es sino por unas semanitas, después regresará al campamento», explicó, sin que le hubiera preguntado.
Marc deambuló por las carpas hasta que ubicó un ángulo desde donde yo podía verlo sin que se dieran cuenta. Me hizo entender por señas que iría a los chontos y que desde allí me lanzaría un papel.
Seguí sus instrucciones. Con un poco de suerte era posible que su misiva llegara hasta mí. Su papel aterrizó fuera del área que tenía asignada. Mi guardia me daba la espalda, dando muestras de una urbanidad poco común. Me metí entre la maleza a recoger el mensaje de Marc. Era una carta llena de palabras amontonadas que se apeñuscaban en un espacio demasiado reducido.
La leí recostada en mi hamaca, protegida por el toldillo. ¡Era a la vez tan triste y tan cómica! A él lo veía de pie, al acecho, pendiente de que yo terminara de leerla para descubrir en mi cara el efecto de sus palabras.
La rutina de enviarnos mensajes de esta manera se estableció de inmediato, hasta el momento en que la compañera de Oswald, quien estaba de guardia, nos descubrió e informó al instante del asunto a Asprilla. Tuvimos que cambiar de sistema. Marc le pidió a Asprilla que nos dejara compartir la Biblia, y este aceptó. Fue nuestro nuevo buzón. Pasaba por la mañana a recoger la Biblia y me la devolvía en la tarde. Escribíamos con lápiz en los márgenes de los evangelios e indicábamos al otro dónde anotar la respuesta. Si a Asprilla se le hubiera ocurrido recorrer las páginas no habría encontrado nada, salvo unas palabras en los márgenes, a veces en español, a veces en francés y algunas más en inglés, fruto de cinco años de reflexiones juiciosamente anotadas.