No hay silencio que no termine (74 page)

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Authors: Ingrid Betancourt

Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política

BOOK: No hay silencio que no termine
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Me levantaba todas las mañanas para lavarme los dientes. No hacía nada más en el resto del día. Regresaba a la hamaca y me ponía la radio contra la oreja pero escuchaba sin oír, perdida en un laberinto de pensamientos ilógicos hecho de retazos de recuerdos, imágenes y reflexiones con los que llenaba mi tediosa eternidad. Nada me sacaba de mi introspección, salvo la voz de Mamá y la música del artista colombiano Juanes cantando Sueños, porque todavía creía que los compartía.

Pipiólo vino una tarde, los ojos fijos en mí y meliflua la voz. Me abrió el candado del cuello y aflojó la cadena algunos eslabones. Quería que le diera las gracias: «Así estará mejor, recobrará el apetito».

Pobre tonto, hacía tiempo que su cadena no me estorbaba.

Cada vez me costaba más hacer los gestos simples de la vida. Un día me faltó voluntad para bañarme y me quedé postrada en la hamaca. «Voy a morir, como el capitán Guevara. Todo el mundo se muere para Año Nuevo, será el ciclo perfecto», pensé, sin conmoverme.

Máximo venía de vez en cuando a visitarme. «Nada», me decía, sabiendo que yo seguía esperando una respuesta de los comandantes. Esa palabra me provocaba siempre el mismo retortijón. «Voy a escribirle una carta a Marulanda», decidí. La perspectiva de emprender una acción para regresar con mis compañeros me devolvió por algunos días un ímpetu cercano al delirio. «Si usted entrega una carta dirigida al Secretariado, Gafas tendrá que hacerla llegar so pena de castigo», me explicó Máximo. «Désela a Asprilla, o al Chiqui, para que haya testigos. Tendrán que entregársela a Enrique y terminará llegando hasta Marulanda».

Asprilla estaba a cargo del otro grupo y un día vino a saludarnos. No ocultó su sorpresa al verme. «Sus amigos se portan divinamente», me aseguró. «Comen bien, hacen ejercicio todos los días». Casi los odié por ello. Le tendí la carta que guardaba en mi bolsillo y se la entregué. Abrió la hoja doblada en cuatro, le dio un vistazo y la volvió a doblar. Entonces tuve la impresión de que no sabía descifrarla. «Puedo leérsela», propuse, para despejar cualquier sospecha. Se encogió de hombros cuando me dijo: «Si pide que la cambien de grupo, olvídese. Enrique no va a permitirlo». No escuché más. Me pareció que mi vida terminaba ahí. Una nueva erupción de pústulas hizo su aparición, volvieron los vómitos y sentí que perdía el contacto con la realidad.

No quería salir de mi hamaca. Me obligaron a irme a bañar. Al regresar descubrí que habían esculcado todas mis cosas. Habían cogido mi cuaderno con los mensajes que seguía escribiendo en inglés para un Marc que no era ya más que un nombre, un eco, una idea, tal vez una entelequia incluso. ¿Existía realmente? Temí que esas dudas lograran contaminar en mi universo secreto. Me hundí aún más profundamente en mi postración.

Todas las mañanas encendía la radio en un gesto mecánico que, amaneciendo apenas, agotaba mis energías. Mi radio no dejaba de ponerme conejo, dejando de funcionar justo cuando Mamá comenzaba su mensaje. Me preparaba desde las cuatro de la mañana para verificar todos los contactos y la antena antes del mensaje de las cinco y, cuando milagrosamente la radio funcionaba, me quedaba inmóvil, aguantando la respiración, hipnotizada por las entonaciones tiernas y acariciadoras de la voz de Mamá. Al extinguirse su voz, no sabía qué me había dicho.

Una tarde William vino a verme. Había pedido permiso y le soltaron la cadena por unos minutos. Era un tratamiento privilegiado que la guerrilla sólo le concedía a él, pues fungía de médico en el campamento.

—¿Cómo va todo? —dijo, en tono anodino.

Iba a responderle con una fórmula de cortesía, cuando me sentí sumergida por una avalancha de llanto. Traté de pronunciar alguna palabra entre dos espasmos para explicarle que todo iba bien, pero hacerlo me tomó más de un cuarto de hora.

Cuando al fin logré dominarme, William se atrevió a preguntarme si había comprendido el mensaje de Mamá. El río de lágrimas se hizo entonces inagotable y sólo logré negar con un movimiento de la cabeza, con lo que se marchó, impotente.

Al amanecer del día siguiente, dos guerrilleros vinieron a buscar todas mis cosas para sacarme de allí. Chiqui había ordenado que me hicieran una caleta aislada, lejos de los demás prisioneros. Como gran deferencia hacia mí, me indicaron que sería vigilada únicamente por muchachas. Consolación, la india de la trenza negra, estaba de guardia. «La vamos a cuidar», me explicó, como si me diera una buena noticia.

Trajeron una caja de cartón llena de equipos de perfusión intravenosa. Peluche, quien acababa de ser nombrada enfermera, se acercó temblando con la orden de recibir su iniciación practicando en mi brazo. Una vez, dos veces, tres veces en el pliegue del codo, la aguja atravesó la vena, negándose a entrar correctamente. «Ensayemos con el otro brazo». Una, dos, tres, a la cuarta vez decidió buscar la vena en la muñeca. Monster pasó a verificar los daños y quedó encantado. «Eso es para que aprenda», se burló y dio media vuelta.

«Llamen a Willy», terminé suplicando. Consolación salió corriendo tras pedirme que tuviera paciencia. Debió ser bastante convincente pues regresó, media hora después, seguida de William y Monster. William examinó mis brazos con un fruncimiento de las cejas que hizo sentir incómodo a todo el grupo. «Me niego a chuzarla de nuevo. Tiene flebitis. Hay que esperar hasta mañana». Luego, volviéndose hacia mí, me dijo suavemente: «Ánimo, yo voy a atenderla».

Perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos ya estaba oscuro. Consolación se había ido. En su lugar, Katerina, con su fusil AK-47 en bandolera, me miraba con curiosidad.

—¡Tiene mucha suerte! —dijo con admiración—. William dijo que no volverá a atender a nadie si no la tratan decentemente.

Al amanecer, la India había vuelto. Se puso manos a la obra, cortando y pelando madera. La idea de preguntarle qué hacía ni se me pasó por la mente. «Voy a fabricar una mesa y un banco. Podrá sentarse a escribir».

La detestaba. No me habían devuelto mi cuaderno y ahora salía ella a molestarme con esa atención que yo ya no deseaba. Consolación debió ver el velo oscuro que me nublaba la mirada, pues añadió: «No se preocupe, se va a aliviar; vamos a prepararle su buena sopa de pescado». Su gentileza era un peso para mí, solo quería que me dejaran en paz.

La mesa estaba terminada cuando llegó la olla, con una gran piraña flotando en su interior. La muchacha puso la olla frente a mí con respeto, como si se tratara de un rito sagrado. Oía en el alojamiento vecino los gritos del guardia llamando a los prisioneros a que fueran por la sopa. Suspiré, absorta en la contemplación del animal. «Nunca pude convencer a Lucho de comerse los ojos», pensé.

Recordé una cena de diplomáticos cuando el papá de mis hijos estaba de misión en Quito. La esposa del funcionario anfitrión había preparado un soberbio pescado que presidía la mesa. Había nacido en Vientián. Nunca la olvidé, con su pelo negro impecablemente estirado en un moño brillante y su sarong de seda abigarrada. Nos explicó con gracia que el manjar más preciado en Laos eran los ojos de pescado. Acompañó su discurso con un refinado gesto para extirpar el ojo viscoso del animal y llevárselo a la boca. «Debería intentarlo», me dije, ya en cautiverio, un día de mucha hambre. «¡Parece caviar!», pensé. Lucho me miraba en acción y reía, totalmente asqueado. Sólo Tom se atrevió a imitarme. Se relamió igual que yo.

La voz de Willy me sacó de mi letargo mientras manipulaba ya mi brazo en busca de la vena.

—¿Oyó el mensaje de su hija y el de su mamá esta mañana?

—Sí, creo que los oí.

—¿Qué dijeron? —preguntó, como si me tomara la lección.

—Creo que hablaron de un viaje…

—Nada que ver. Le avisaron la muerte de Pom, su perrita. Melanie estaba muy triste.

Sí, ya recordaba. La Carrilera había comenzado con una canción muy bonita de Yuri Buenaventura dedicada a los rehenes. Había tenido la impresión de que cantaba mi historia y me conmoví profundamente. Luego oí a Mamá. Contó que Pom olisqueaba por todas partes buscando mi olor. Que metía el hocico entre mi ropa e iba de alcoba en alcoba inspeccionando cada recoveco. «Mi Pom se ha ido antes que yo para prepararme la llegada», pensé. También yo estaba lista para irme. Había cierto orden en todo ello, y eso me gustaba. A continuación me aparté del mundo, con mi brazo conectado al catéter cuyo goteo me llenaba de un frío mortal.

Recobré la conciencia en medio de fuertes convulsiones. Quería desconectar la perfusión, sintiendo instintivamente que me estaba matando. La guardia, alarmada, me lo prohibió y se puso a gritar pidiendo ayuda. Monster vino primero en carrera. Trató de inmovilizarme contra la hamaca; luego, sintiendo que mi cuerpo huía al galope, desapareció, muerto de miedo, por el mismo camino que había tomado para venir.

William regresó y me desconectó de inmediato. Los oí discutir agriamente. Cesaron las convulsiones. Me envolvió en una cobija y me quedé dormida soñando que era un guante viejo.

La perfusión había logrado estabilizarme. William venía a verme muy a menudo. Me hacía masajes en la espalda, me hablaba de los niños. «La están esperando, la necesitan». Y me daba cucharadas de caldo de pescado. «Una por su mamá, una por su hija, una por Lorenzo, una por Pom…». Hasta ahí llegaba, sabiendo que rechazaría el resto, y regresaba más tarde para volver a probar suerte. Le di las gracias. Se enojó. «No tiene por qué darme las gracias. Estos monstruos me dejan atenderla porque necesitan una prueba de supervivencia».

Octubre de 2007. La noticia me sacudió. En espiral depresiva, releí las cartas de Marc. El resto del tiempo me recitaba a mí misma los poemas que recordaba de memoria: «Je suis le Ténébreux, le Veuf, l'Inconsolé…». Masticaba las palabras como la mejor de las comidas. «Porque después de todo he comprendido / Que lo que el árbol tiene de florido /vive de lo que tiene sepultado».

Veía a Papá de pie, con el dedo levantado, recitar los versos con que me preparaba para la vida. Era su voz lo que yo oía en mis palabras. Me fui aún más lejos en mis recuerdos. Lo vi cerca de mí, murmurándome al oído: «No hay silencio que no termine». Lo repetía después de él, barriendo mis temores con la incantación victoriosa de Pablo Neruda sobre la muerte.

Esa sumersión en el pasado me devolvió una robustez inesperada. Las perfusiones no me recuperaban. Eran las palabras. Volví a pasearme por mi jardín secreto, y el mundo que veía por el tragaluz de mi indiferencia me pareció menos loco.

Cuando vino Enrique una mañana a finales de octubre, yo ya estaba sentada en mi banco. Al verlo, las náuseas me apretaron la garganta como un gato.

77
TERCERA PRUEBA DE SUPERVIVENCIA

—¡Tengo una buena noticia! —gritó desde lejos.

Hubiera querido ser ciega y sorda. Se acercó, haciéndose el chistoso, y se escondió detrás de un árbol para hacerme caritas. Consolación lo miraba divertida, cacareando con las payasadas de su jefe. «Dios mío, perdóname pero lo odio», dije, mirando la punta de mis botas impecablemente limpias.

Siguió haciendo payasadas, y a cada segundo se sentía más ridículo. Tuvo que rendirse a la evidencia de que no lograría nada y terminó plantado frente a mí, derrotado.

—Tengo una buena noticia —repitió, pues no quería desdecirse—. Podrá mandarle un mensaje a su familia —prosiguió, pendiente de mi reacción.

—No tengo ningún mensaje que mandar —respondí firme.

Había tenido tiempo de pensarlo bien. Lo único que me interesaba era escribirle una carta a mi mamá, solamente para ella, una especie de testamento. No quería formar parte del circo de las Farc.

Desde luego, hasta mis oídos habían llegado los esfuerzos del presidente Hugo Chávez por liberarnos. Había tratado de vender a las Farc la idea de que nuestra liberación podía traerles grandes ganancias en términos políticos, Uribe también lo oyó. Era el único que podía hablar con las Farc, sin duda porque Marulanda veía en él a un posible aliado desde que Chávez se había proclamado revolucionario él también. Chávez tenía además la ventaja de ser amigo del presidente Uribe.

Al principio Uribe apostó al fracaso de Chávez, y le soltó las riendas para que tuviera trato con las Farc. Pensé que Uribe estaba, como yo, convencido de que las Farc jamás cederían. Querían, a la vez, exhibirnos en vitrina y quedarse con la mercancía. Probablemente Uribe pretendía mostrarle al mundo que las Farc no querían la paz y por ende no estaban interesadas en dejarnos ir.

Pero Chávez iba de prisa. Ya se había reunido con los delegados de las Farc, había recibido una carta de Marulanda e incluso anunció que el Secretariado le remitiría pruebas de supervivencia que planeaba entregar al presidente Sarkozy en ocasión de su viaje a Francia, previsto para fines de noviembre. Yo no creía en la posibilidad de una salida afortunada para nosotros; sería una puesta en escena destinada a favorecer a las Farc.

No quería participar en esa maquinación siniestra. Mi familia sufría demasiado. Mis hijos habían crecido en medio de la angustia, y habían alcanzado la edad adulta encadenados como yo a la incertidumbre. Yo estaba en paz con Dios. Sentía que aceptar mi suerte daba una especie de tregua a mi sufrimiento. Odiaba a Enrique, pero de cierta manera sabía que podía dejar de odiarlo. Cuando Enrique se quedó mirándome y me dijo: «Usted sabe que obtendré esa prueba de supervivencia a como dé lugar», tuve la inmediata sensación de que estaba derrotado de antemano. Sentí pesar por él. Por supuesto, conseguiría la prueba, pero eso me era indiferente. Allí residía mi fuerza. No tenía ningún dominio sobre mí pues yo ya había aceptado la posibilidad de morir. A lo largo de toda mi vida me creí eterna. Mi eternidad terminaba allí, en ese pútrido hueco, y la presencia tan cercana de la muerte me llenaba de una quietud que saboreaba. Ya no necesitaba nada, no deseaba nada. Mi alma había quedado desnuda y ya no le temía a Enrique.

Encadenada del cuello a un árbol, desposeída de toda libertad, la de moverse, sentarse o pararse, hablar o callar, la de comer o beber, y aún la más elemental de todas, la de aliviarse del cuerpo, entendí —pero me tomó muchos años hacerlo— que uno guarda la más valiosa de las libertades, la que nadie le puede arrebatar a uno: aquella de decidir quién uno quiere ser.

Ahí, en ese momento y como si fuera evidente, decidí que no sería más una víctima. Tenía la libertad de elegir entre odiar a Enrique o disolver ese odio en la fuerza de ser quien yo quería.

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