Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Junio de 2008
Me hundí en una gran melancolía. El hecho de no poder hablarle a Marc, ya no a causa de la guerrilla sino por culpa de nuestra propia terquedad, hacía que todo me asqueara.
Antes de llegar al campamento de las dos casitas, cuando todavía estábamos de marcha, Asprilla me trajo un grueso diccionario Larousse, el que le había pedido años atrás al Mono Jojoy. Sabía que estaba en el campamento desde hacía mucho tiempo. Consolación y Katerina me informaron de ello en la época en que estaba aislada y enferma en el grupo del Chiqui.
Era Monster quien lo cargaba. Me dejó hojearlo algunos días. A cambio quería que le explicara cómo se desarrolló la Segunda Guerra Mundial. Las muchachas estaban encantadas de aprovechar también la oportunidad, y miramos el diccionario mientras ellas me hacían trenzas.
«Monster murió, nadie quiere cargarlo», pensé. Supuse que Marc tendría ganas de utilizarlo, pero no mostró ningún interés por él. Keith lo pedía muy a menudo, y convinimos en que yolo dejaría fuera de mi equipo, mientras hacía gimnasia, para que él pudiera usarlo cuando le provocara. Pero su curiosidad pronto se diluyó y solamente William pasaba horas consultándolo.
Una tarde, mientras esperaba que William lo desocupara y mataba el tiempo pasando revista a las emisoras de radio de onda corta, me llamó la atención la voz de un hombre que hablaba de las «promesas del Sagrado Corazón». Tal vez porque de niña iba a menudo a la basílica del Sagrado Corazón en París, o tal vez porque la palabra «promesas» suscitó mi interés, el hecho es que dejé de girar el botón de las frecuencias para escucharlo.
El hombre explicó que junio era el mes del Sagrado Corazón de Jesús e hizo la lista de las gracias que serían concedidas a quienes lo invocaran. Fui a buscar de prisa un lápiz y anoté sobre un pedazo de cajetilla de cigarrillos las promesas que yo había podido memorizar.
Había dos en particular que parecían expresar mis expectativas más profundas: «Derramaré abundantes bendiciones sobre todas sus empresas» y «Moveré los corazones más endurecidos». Mi empresa era ni más ni menos nuestra libertad, la de cada uno de mis compañeros y la mía. Se me había vuelto un reflejo instantáneo. Igualmente, la transformación de los corazones endurecidos era una promesa hecha a la medida. A menudo, conversando con Pinchao, habíamos empleado la misma expresión. Alrededor de nosotros había demasiados corazones duros: los corazones duros de nuestros carceleros, los corazones duros de quienes pensaban que debíamos ser sacrificados en aras de la razón de Estado, y los corazones duros de los indiferentes.
Sin más vueltas, me dirigí a Jesús: «No voy a pedirte que me liberes. Pero si tus promesas son ciertas, quiero pedirte una sola cosa: en este mes de junio que es el tuyo, hazme comprender cuánto tiempo de vida en cautiverio nos queda. Ya ves, si lo supiera podría aguantar. Porque vería el final. Si me lo haces saber, te prometo que oraré todos los viernes por el resto de mi vida. Será la prueba de mi devoción hacia ti porque sabré que nunca me abandonaste».
Pero el mes de junio fue pobre en esperanzas. Escuché, desde luego, el clamor de los partidos verdes y de los miembros del Parlamento Europeo, que seguían reclamando la liberación de todos los que permanecíamos en la selva. A comienzos del año hubo marchas multitudinarias no sólo en Francia y el resto de Europa sino también, y por primera vez, en Colombia. Los comités a favor de los rehenes se multiplicaron y sus militantes ahora se contaban por millares. Todos los presidentes de América Latina expresaron su apoyo a una negociación con las Farc, con ocasión de la investidura presidencial de Cristina Kirchner, y ello abrió las puertas para que nuestras familias pudieran pedir la ayuda de sus pares.
Pero en el mes de junio nuestra situación parecía más comprometida que nunca. La operación Fénix, dirigida por el ejército colombiano el 1 de marzo de 2008 en territorio ecuatoriano para abatir a Raúl Reyes, el segundo comandante en la jerarquía de las Farc, hizo estallar una crisis diplomática entre Colombia, Ecuador y Venezuela, cuya gravedad no era un misterio para nadie. Los contactos para la liberación de nuevos rehenes quedaron totalmente suspendidos.
Con la muerte de Manuel Marulanda, Comandante en jefe de las Farc, el 26 de marzo, poco más de veinte días después de la de Raúl Reyes, su directo sucesor, la organización pareció quedar acéfala, dejando para las calendas griegas el acuerdo humanitario y las posibilidades de nuestra liberación.
«No habrá nada para ti», pensaba, para no ilusionarme. No obstante, el 28 de junio recibí una visita asombrosa. Enrique se acercó con paso quedo, buscando la forma de entrar a mi caleta, con la evidente intención de sentarse a hablar conmigo. Pensé que una nueva desgracia iba a abatirse sobre mí. No me gustaba ver a Enrique. Me paralicé, mis músculos se contrajeron.
—Hay una comisión de europeos que viene a verlos. Quieren dialogar con todos ustedes, asegurarse del estado de salud de los rehenes. Tendrá que alistarse. Debemos desplazarnos. Es posible que uno o varios de ustedes sean liberados.
Había aprendido a disimular mis emociones. El corazón me saltó en el pecho como un pez fuera de la pecera. No quería que Enrique creyera que podía engañarme nuevamente. Habría disfrutado demasiado mi decepción. Fingí desinterés.
—He dado orden de que les compren ropa y morrales más pequeños. Lleve sólo lo esencial, nada de carpa ni de toldillo: la hamaca, una muda de repuesto y punto. Dejarán sus equipos aquí con lo demás.
Hizo una ronda por las caletas, hablando a cada uno en el mismo tono cansado y concienzudo, sin duda obedeciendo órdenes superiores. La iniciativa personal era un valor poco estimulado en el seno de las Farc.
Cuando Enrique salió del alojamiento, cada cual tenía su propia versión de lo que había dicho. Los conciliábulos iban viento en popa. En mi mente sólo había un pensamiento: acababa de obtener la respuesta que esperaba antes de finalizar el mes de junio.
Poco me importaba la exactitud de la información que Enrique había hecho circular. Si había una comisión internacional, existiría la posibilidad de hablar con personas de afuera y evaluar nuestras oportunidades de salir. La radio hablaba de ello desde hacía varios días.
A raíz de la operación Fénix, las Farc acusaron a los comisionados europeos de haber revelado las coordenadas de Raúl Reyes en Ecuador. Ahora el gobierno colombiano autorizaba a los delegados europeos a viajar al corazón de la Amazonia para entrevistarse con Alfonso Cano, el nuevo Comandante de las Farc. Se trataba de Noel Saenz y de Jean-Pierre Gontard. Estos dos hombres habían dedicado su vida a la causa de nuestra liberación. Si habían logrado restablecer los puentes con las Farc, entonces podría existir la posibilidad de llegar a una negociación.
Al día siguiente, Lili llegó al alojamiento con los brazos cargados. Traía pantalones nuevos, camisas a cuadros para los hombres, y un jean con una camiseta muy escotada azul turquesa para mí. Marc rechazó la ropa nueva y se la devolvió a Lili. Tom se puso de inmediato su camisa de cuadros nueva. Era evidente que querían montar un espectáculo con nosotros. «Usaré mi ropa vieja», decidí, al pensar en el gesto que acababa de tener Marc.
Una vez todo estuvo recogido, nos hicieron avanzar hasta las casitas de madera. Grande fue nuestra sorpresa cuando vimos a los rehenes de los demás grupos ya instalados en una de ellas. Nuestros compañeros, con Armando y Arteaga a la cabeza, hablaban con el cabo Jairo Duran, el teniente de la policía Javier Rodríguez, el cabo Buitrago a quien llamábamos Buitraguito, y el siempre muy cortés sargento Romero. Estábamos contentos de volver a verlos. Con ocasión de las marchas, nos había tocado esperar juntos al bongo durante horas y nos habíamos vuelto amigos. Pasábamos de uno a otro, queriendo saberlo todo en un minuto e intercambiando nuestras reacciones y sentimientos sobre lo que nos esperaba. Nadie sabía nada. Nadie se atrevía a preguntarle al compañero si creía que habría liberaciones, porque nadie se habría atrevido a admitirlo.
Me acerqué a Armando. Me gustaban su compañía y su optimismo irreductible. Me abrazó, encantado:
—¡La próxima eres tú!
Me reí con él; ni él ni yo lo creíamos.
—Mira, Arteaga consiguió novia —me dijo, cambiando de tema.
Me di vuelta para mirar, era la cosa más bonita. Miguel tenía un pequeño cusumbo amaestrado sobre el hombro y lo acariciaba con ternura.
—¿Quién le dio el cusumbo?
—¡No es un cusumbo, es un coatí! —dijo Armando, dándoselas de experto.
—Espera, ¿qué es un coatí?
—Es como un cusumbo.
Nos reímos. La idea de un cambio en la rutina nos daba alas.
—¿A dónde es que vamos?
—A ningún lado, seguimos en Camboya —soltó, irónico. Era su cita favorita, para decir que cualquier cosa podía pasar y que estábamos en el peor de los aprietos, entre las garras de Pol Pot. Siempre me hacía reír, a primera vista tal vez pareciera incongruente, pero era muy aguda: eran la misma selva, el mismo extremismo y el mismo fanatismo maquillados por la retórica comunista y siempre la misma atroz sangre fría.
—¡Come más que una leishmaniasis! —dijo, disparando de nuevo y señalando a alguien detrás de él.
Me reía ya sin saber de quién hablaba. En un rincón, apartado del todo el mundo, inclinado sobre el plato, Enrique se atragantaba con las sobras del arroz de la mañana.
Todos nuestros equipos fueron arrumados en un cuarto de la casita cuya puerta cerraba un grueso candado. «No los volveremos a ver», pensé, contenta de haber cogido en el último momento los cinturones que había tejido para Mela y Lorenzo años atrás, las que habían sobrevivido a múltiples requisas.
La llave del candado aterrizó al fin en el bolsillo de Enrique. Enrique limpiaba su flamante AR-15 Bushmaster, que había remplazado a su viejo AK-47. Lo hacía con esmero, indiferente al paso del tiempo. Lili vino a avisarle. El bongo nos esperaba.
La travesía fue sorprendentemente corta. Nos taparon las cabezas con una gruesa lona, pero logré ver la orilla de enfrente salpicada de pequeñas construcciones coquetas, pintadas en colores brillantes.
—¿Dónde estamos? —me pregunté, asombrada de ver tantos civiles.
Atracamos frente a una residencia imponente. Un bello jardín, sembrado con palmas abanico en medio de un césped impecable, servía de antesala a una casa sobre pilotes que se alargaba en tres alas de construcción perfectamente equilibradas. La parte central tenía todo el aspecto de ser el área social. Una mesa inmensa con multitud de sillas plásticas parecía perdida en una habitación enorme que no llegaba a llenarse a pesar de la presencia de una gran mesa de billar en el ángulo opuesto.
Nos desviaron inmediatamente hacia el ala izquierda de la construcción. Por lo general nos alojaban en los gallineros o los laboratorios, pero nunca en las habitaciones. Nos ordenaron dejar nuestros equipos en el suelo, detrás de la casa, y sacar nuestros enseres de baño. En dos movimientos estuvimos todos en el río.
—Ahora usted es un soldado de verdad —me dijo Rodríguez en broma.
Alguien sacó un frasco de champú medio lleno.
—¡Uuh! —hizo todo el mundo, en coro.
Era un tesoro que generalmente nadie compartía. Pero había alegría en el aire y el frasco circuló. El perfume que exhalaba me hizo desear otra vida. Me sumergí en el agua jugando a la sirena.
—¡Betancourt, afuera! —gritó Oswald, atravesado.
Recogí mi pedazo de jabón y salí antes que los demás. Sonreí pensando que algún día todo aquello terminaría y caminé hacia mi equipo para cambiarme rápido, antes que los mosquitos se ensañaran demasiado conmigo.
Uno de los guardias abrió la puerta lateral del ala izquierda de la residencia.
—Metan los equipos y saquen las cadenas —dijo, con aire de suficiencia.
Vi a los compañeros empujarse para entrar de primeros. Miré una última vez hacia el cielo. Era una noche clara. Ni una sola nube. Encima de mí, la primera estrella acababa de titilar.
Mis compañeros se atarearon alrededor de una pila de colchones desfondados que, evidentemente, no alcanzarían para todo el mundo. William logró apoderarse de uno para cada uno y me indicó el espacio que reservaba para mí.
El guardia hizo tintinear su manojo de llaves. Cada cual se acomodó en su rincón, y el guardia pasó a cerrar los candados y amarrar las cadenas a las vigas que sostenían los camarotes. Cuando se fue, saqué mi radio y, como todas las noches, me puse a escuchar los programas colombianos. Me sentí bien bajo ese techo, en ese catre, sobre ese colchón.
Me desperté a las tres de la mañana y tomé mi rosario. Estábamos a miércoles.
Ese día oré con mucha más alegría porque estaba convencida de que mi pacto con Jesús se había sellado. «Me cumplió su palabra», me repetí, confiada, ignorando totalmente lo que sería de mí.
La voz de Mamá me llegó con el amanecer. «Debo tomar el avión esta tarde», me decía, «pero no te quiero dejar».
Pensé en Lucho: «Mañana me llamará desde Roma», pensé. Melanie también pasó en la radio. Me llamaba desde Londres. Sonreí al pensar que si me liberaban, no habría nadie para recibirme al llegar. Gracias a mi carta a Mamá, se enteró de que podía oír mensajes a través de la radio. Por lo tanto llamaba desde todas partes, y terminaba siempre colgando porque su voz traicionaba demasiado su emoción. Ese día atinó a decirme que estaba con la mamá de Marc, y que Jo luchaba por él como una leona. Me habló en francés y nadie más que yo podía avisarle a Marc.
El guardia pasaba ya para abrir los candados. Para mi gran sorpresa, les quitó las cadenas a mis compañeros y las guardo. «No te hagas ilusiones, a ti te la va a dejar puesta», me dije al ver que Oswald era el encargado de la tarea. Sin embargo me la quitó.
Me llamó la atención un ruido de vajilla. Un guerrillero se adelantó con un plato de vajilla en cada mano, lleno de sopa. Nos repartió a mis compañeros y a mí, yendo y viniendo cada dos minutos. Cada quién se inclinaba sobre su plato, callado, concentrado en pescar los cubitos de papa en el caldo.
Un alboroto de saludos me hizo voltear la cabeza. El comandante César hacía su entrada, dirigiéndose a cada uno de mis compañeros con cortesía, uno por uno, hasta llegar a mí.
Todo el mundo se desapareció dejándome sola con el jefe del Frente, no sólo por urbanidad sino con ganas de aprovechar una mañana de sol, sin cadenas y con un buen desayuno.