Read No hay silencio que no termine Online
Authors: Ingrid Betancourt
Tags: #Biografía, Drama, Historia, Política
Otro se fue a su rincón. Se rascaba el mentón barbado con tristeza. Sus ojos azules inmensos estaban llenos de lágrimas y se repetía en voz baja: «¡Dios mío!, cómo fui de idiota:». Se descompuso en un segundo. Su dolor me resultaba insoportable; esas palabras eran las mismas que yo me decía, pues llevaba a cuestas, como él, una cruz de contriciones. Hubiera querido abrazarlo, pero no podía. Hacía mucho tiempo habíamos dejado de hablarnos.
Marc estaba a mi lado. No me atrevía a voltearme a mirarlo pues suponía que eso no sería muy delicado. Lo percibía inmóvil. No obstante, cuando terminaron de pasar la filmación y di media vuelta para salir de la barraca, me heló la sangre su expresión. Un dolor interno se había apoderado de él. Tenía la mirada vacía, la nuca inclinada, la respiración pesada, era incapaz de moverse, como si lo hubiera atacado una enfermedad fulminante que le hubiese hinchado las articulaciones y reventado el corazón. No tuve ningún pensamiento, no hubo reflexión sobre la conveniencia o no de mi acción. Me vi tomándolo entre mis brazos, como si así pudiera contrarrestar la maldición que le había caído. Empezó a llorar, con unas lágrimas que trataba de contener pellizcándose la base de la nariz y repitiendo con la cara escondida contra mí: «Estoy bien, estoy bien».
Teníamos que estar bien. No había más opción.
Algunas horas después vino a agradecerme. Era sorprendente. Había imaginado que era un hombre frío, incluso insensible. Tenía un gran dominio de sí mismo y muchas veces daba la sensación de estar ausente. Ahora lo veía con ojos nuevos, intrigada.
Venía de vez en cuando a hablar con Lucho, Orlando y conmigo al caer la noche y nos divertía con su español que se enriquecía cada día, pero no necesariamente con las palabras más recomendables. A veces me pedía pequeños favores, y yo también a él.
Empezó a bordar el nombre de sus hijos y el de su esposa en su chaqueta de tela de camuflado. Estaba obsesionado con su labor, v se dedicaba el día entero a llenar con hilo negro las letras que había dibujado cuidadosamente en la tela. Daba la impresión de no avanzar en su tejido de Penélope. Quise ver lo que estaba haciendo y me sorprendió la perfección de su trabajo.
Una mañana, mientras me dedicaba a la tarea de fatigar mi cuerpo subiendo y bajando del taburete, oí que sus compañeros estadounidenses lo felicitaban por su cumpleaños. Me imaginaba que todo el mundo había oído lo mismo que yo. Sin embargo, nadie más vino a saludarlo. Nos habíamos endurecido, tal vez para tratar de aislarnos de todo y sentir menos con esa vida que llevábamos. En todo caso, decidí felicitarlo. Mi actitud lo sorprendió y lo alegró, y me pareció que nos habíamos hecho amigos… Hasta el día en que Sombra ordenó un allanamiento para que nos quitaran todos los radios. A todos nos cogió por sorpresa, salvo a Orlando, que se enteró tangencialmente de la operación oyendo lo que se decía en las barracas de los militares. Había pegado la oreja a las tablas que daban contra el dormitorio de ellos y había entendido que habría una confiscación general de los radios. Fue a hablar con cada uno de nosotros para avisarnos.
Se me fue la sangre a los pies. Lucho también palideció. Devolverles los radios equivalía a cortar definitivamente la comunicación con nuestras familias.
—Entrégales el tuyo y yo escondo el mío.
—Pero, Ingrid, estás loca. Se van a dar cuenta.
—No. Ellos jamás han visto el mío. Utilizamos siempre el tuyo porque funciona mejor, pero del mío no se acuerdan.
—Pero saben que tienes uno.
—Les digo que lo boté hace rato porque no funcionaba.
Arnoldo irrumpió en la cárcel con cuatro de sus acólitos. Escasamente tuve tiempo de tirar el radiecito, el que me había dado Joaquín Gómez, debajo de las tablas del baño, y de volver a sentarme, como si nada. Yo estaba temblando. Lucho estaba verde y un sudor le perlaba la frente. Ya no había tiempo de dar marcha atrás.
—Nos van a agarrar —me repetía Lucho, muerto de la angustia.
Arnoldo se paró en el centro del patio, mientras los otros cuatro tomaban posesión del lugar.
Para un prisionero no había nada más importante que su radio. Era todo: la voz de nuestra familia, una ventana al mundo, nuestra noche de cine, nuestra terapia para el insomnio, una compañía en la soledad. Mis compañeros le entregaban sus radios a Arnoldo. Lucho le dio su pequeño Sony negro, gruñendo: «Ya no tiene pilas». Lo adoré por eso. Me hacía sentir más fuerte.
Arnoldo contó los radios y dijo:
—¡Falta uno! —Luego, al verme, ladró—: El suyo.
—No tengo.
—Sí, usted tiene uno.
—Ya no lo tengo.
—¿Cómo así?
—Ya no funcionaba. Lo boté.
Arnoldo levantó una ceja. Sentí que hubiera querido devorarme con la mirada.
—¿Está segura?
Mamá siempre decía que era incapaz de mentir, y que se le notaba en la cara cuando lo hacía. Me parecía una especie de tara providencial que nos obligaba genéticamente a decir la verdad. La cosa llegaba a tal punto que me ponía roja diciendo la verdad, solo de pensar que podrían creer que estaba mintiendo, y a veces pensaba que debía entrenarme diciendo mentiras para poder decir la verdad sin perturbarme. «En la civil» no pasaba nada si me ponía roja. Pero aquí sabía que debía mirar a la persona a los ojos. No podía desviar la mirada. Debía, de una vez por todas, aprender a mentir por una buena causa. Esta idea me salvó. Yo era la única que había escondido su radio. No tenía derecho a desinflarme.
—Sí, estoy segura —le dije sin retirarle la mirada.
Arnoldo canceló el asunto, recogió los radios y las pilas y se fue, satisfecho.
Me quedé petrificada, incapaz de dar medio paso, apoyándome en la mesa. Poco me faltaba para caer desmayada al suelo, bañada en un sudor malsano.
—Lucho, ¿se notó que estaba diciendo mentiras?
—No, nadie se dio cuenta. Por favor, habla normalmente, que te están mirando desde todas las garitas. Vamos a sentarnos en la mesita redonda.
Lucho me sostuvo por la cintura y me ayudó a dar los cuatro pasos que nos separaban de las sillas. Tratábamos de hacernos los que hablábamos sobre cualquier cosa:
—Lucho…
—¿Qué?
—Siento que el corazón se me va a salir del cuerpo.
—Sí, y yo salgo corriendo detrás —dijo, y soltó una carcajada. Luego agregó—: Bueno, ahora sí estamos con el agua al cuello. Prepárate para que uno de los sapos vaya a acusarnos. Nos van a cortar en pedacitos si uno de ellos nos traiciona.
Sentí que la muerte me rozaba la columna vertebral. Los guardias podían entrar en cualquier momento a escarbar en mis cosas. Cambié mil veces el escondite de la radio. Orlando, que estaba al acecho, me acorraló a la entrada de la barraca:
—Tú te quedaste con la radio, ¿cierto?
—Yo no me quedé con nada.
Respondí instintivamente. Las palabras de Alan Jara habían hecho eco en mi cabeza. No había que confiar en nadie. Lucho vino a verme:
—Jorge y Gloria preguntaron si nos quedamos con un radio.
—¿Y tú qué les dijiste? —No respondí. Me fui.
—Orlando me preguntó lo mismo. Le dije que no.
—Habrá que esperar unos días para prenderlo. Todo el mundo está pendiente. Es muy arriesgado.
Gloria y Jorge llegaron en ese momento.
—Tenemos que hablarles. Hay muy mal ambiente en el alojamiento. Los otros se dieron cuenta de que ustedes se quedaron con un radio. Los van a denunciar.
Al día siguiente, Marc llamó a Lucho. Supuse cuál era el tema de la conversación, al verles la cara de circunstancia que pusieron de repente. Cuando Lucho volvió, su nerviosismo estaba al tope:
—Mira, tenemos que deshacernos de ese radio. Nos están haciendo un chantaje monstruoso: o les damos la radio o nos denuncian. Quieren que nos reunamos todos en el alojamiento en diez minutos.
Cuando llegamos a las barracas, vi que habían dispuesto las sillas en semicírculo: me senté en el banquillo de los acusados. Supuse que iría a pasar un pésimo rato, pero no estaba dispuesta a ceder ante su chantaje.
Orlando abrió la discusión. Me sorprendió su tono sereno y bien intencionado:
—Ingrid, nosotros creemos que tú te quedaste con un radio. Si eso es así, nosotros también queremos tener la posibilidad de oír las noticias, y sobre todo los mensajes de las familias.
¡Eso lo cambiaba todo! Evidentemente era lo ideal. Si no había amenazas, si no había chantaje, si podíamos confiar los unos en los otros. Reflexione un instante: también podía ser una trampa.
Cuando hubiera aceptado que yo tenía la radio, ellos podían ir a denunciarme.
—Orlando, me gustaría responderte. Pero no puedo hablar con toda confianza. Todos sabemos que entre nosotros hay compañeros, o «un» compañero que es un sapo al servicio de la guerrilla.
Miré a mis compañeros a la cara, uno a uno. Algunos bajaron los ojos. Lucho, Gloria y Jorge asentían con la cabeza. Continué:
—Cada vez que tratamos de organizar acciones comunes, alguien va a avisarle a la guerrilla, como el día que les íbamos a escribir una carta a los comandantes, o el día que pensamos hacer una huelga de hambre. Aquí hay delatores. ¿Qué garantía tenemos de que en media hora no vayan a contarle a Sombra lo que se dijo en esta reunión?
Mis compañeros tenían la mirada clavada en el suelo, con la mandíbula apretada. Continué:
—Supongamos que uno de nosotros haya guardado un radio. ¿Quién garantiza que no va a haber otra requisa, propiciada por un sapo?
Consuelo intervino, agitada:
—Tal vez sea cierto. Tal vez haya sapos aquí. Pero quiero decirles que no soy yo.
Me volteé hacia ella.
Tú le entregaste tu radio a Arnoldo, estás tranquila. Pero si uno de nosotros tuviera un radio que te sirviera para recibir los mensajes de tus hijas, y resulta que hacen una requisa, ¿Estarías dispuesta a asumir una responsabilidad colectiva por ese radio clandestino?
—No. ¿Yo por qué voy a asumir responsabilidades? Yo no fui la que escondió la radio.
—Supongamos que en el caso de esa requisa hipotética confisquen la radio definitivamente. ¿Estarías dispuesta a dar el tuyo en caso de que te lo devuelvan, para reemplazar el que confiscaron?
—¿Yo por qué? ¡En absoluto! No tengo por qué pagar los platos rotos por los demás.
—Bueno. Yo quería simplemente ilustrar cómo «todo el mundo» quiere aprovechar los beneficios de un radio clandestino, pero nadie quiere correr los riesgos. Ese es el punto: si quieren un radio, hay que compartir los riesgos.
Otro de mis compañeros intervino:
—No vamos a entrar en tus juegos. Eres una política y crees que puedes engatusarnos con tus discursos bonitos. Te hicimos una sola pregunta y queremos una sola respuesta: ¿sí o no tienes un radio escondido en tu caleta?
Sus palabras me azotaron como un insulto. La sangre que bullía en mí habría podido formar un geiser. Le pedí a Lucho que me diera un cigarrillo. Era el primer cigarrillo que fumaba en cautiverio. Qué importaba. Quería estar calmada y pensaba que aspirando este humo que me raspaba la garganta podía controlarme. Me cerré como una ostra y respondí:
—Arréglenselas como puedan. No me voy a someter a sus presiones, a sus insultos y a su cinismo.
—Ingrid, es muy sencillo: o nos da la radio o le juro que voy yo mismo a denunciarla en este instante.
Keith se había levantado y me amenazaba agitando un dedo frente a mí.
Yo me levanté a mi vez, temblorosa y lívida:
—Usted no me conoce. Yo jamás he cedido al chantaje. Para mí, es una cuestión de principios. Usted no tuvo el valor de esconder su radio. A mí no me dé lecciones. Vaya y dígale a la guerrilla lo que le dé la gana. No tengo nada más que hacer aquí.
—Vamos —dijo Keith, agrupando a su tropa—. Hablemos ya mismo con Amoldo.
Marc se levantó y me miró con odio:
—De malas. Usted lo quiso así.
Le respondí en inglés:
—¿De qué me habla? ¡Usted no comprende el español! Usted nos cree idiotas. Para mí es suficiente.
Me levanté. Si nos iban a acusar había que prepararse. Lucho estaba pálido. Gloria y Jorge se veían preocupados:
—Te lo advertimos. Son unos monstruos —me dijo Gloria—. ¿Qué vas a hacer ahora?
Orlando se levantó antes de que yo saliera del alojamiento, me bloqueó el paso y agarró a Keith del brazo:
—Espere, no haga pendejadas. ¡Si la acusa, nadie va a tener noticias de nada!
Luego, dirigiéndose a mí, dijo:
—No te vayas. Vamos a hablar.
Me llevó al otro extremo de las barracas y nos sentamos.
—Mira, entiendo perfectamente tu preocupación. Y tienes razón. Uno de nosotros va a contarle todo a la guerrilla. Solo que ese huevón, sea quien sea, te necesita en este momento porque tú eres la única que le puede dar acceso a sus mensajes. Punto. Nadie te va a traicionar, te lo garantizo. Te propongo un pacto: por la mañana yo cojo la radio, oigo los mensajes para todo el mundo y le informo al grupo. Te devuelvo la radio a las siete de la mañana, después del programa de los mensajes y de las noticias. Al menor problema con la guerrilla, yo lo asumo todo contigo. ¿Te parece?
—Sí, me parece.
—Gracias —me dijo, apretándome la mano con una gran sonrisa—. Ahora tengo que convencer a estos tipos.
Puse al corriente a Lucho de nuestro pacto y no le gustó:
—¡Qué va! Al menor problema cada uno coge por su lado.
Gloria y Jorge tampoco se veían muy contentos: —¿Por qué tiene que ser Orlando el que oiga los mensajes y no nosotros?
Comprendía que era imposible satisfacer las expectativas de todo el mundo. No obstante, me parecía que la propuesta de Orlando tenía el mérito de desbloquear la situación. Miré hacia el patio. Orlando y los otros estaban sentados frente a la mesa grande.
—¡Nada de eso! ¡Le damos dos horas para que nos dé la radio! ¡Si no lo tengo en mis manos a las doce en punto, le informo al recepcionista!
Previendo una posible requisa, busqué un mejor escondite. Suponía que, en caso de delación, la búsqueda se centraría en mis pertenencias. Sin embargo, se llegó el mediodía y nadie se levantó. Marc tampoco. El día transcurrió lentamente, en medio de una gran tensión, sin que hubiera, por fortuna, represalias ni movimientos sospechosos entre los guardias. Suspiré aliviada, y Lucho también.
Orlando llegó al caer la tarde y se sentó en la mesita redonda, entre Lucho y yo, como siempre: