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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (17 page)

BOOK: Noche Eterna
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—Ya ves como es mi madre. ¡Me caso con una chica rica, vivo de su dinero y la vieja me lo echa en cara!

—No te preocupes, hay muchas personas que mantienen esa opinión. Ya le pasará. Te quiere muchísimo, Mike.

—Entonces, ¿por qué siempre quiere estropearlo todo? Quiere que me amolde a su patrón. Yo soy como soy. No quiero comportarme como si fuera otra persona. No soy un niño pequeño que puede ser moldeado según el capricho de su madre. Soy un adulto. ¡Soy yo mismo!

—Tú eres como eres y te quiero. —Luego, quizá para distraerme, dijo algo un tanto inquietante—: ¿Qué opinas del nuevo mayordomo?

No había pensado en él. ¿Qué había que pensar? Sólo podía decir que lo prefería al anterior que no se molestaba en ocultar su desprecio por mi condición social.

—Está bien. ¿Por qué?

—Tengo la impresión de que es un guardia de seguridad.

—¿Un guardia de seguridad? ¿Qué quieres decir?

—Un detective. Creo que puede ser cosa del tío Andrew.

—¿Por qué iba a hacer algo así?

—Supongo que como una medida de precaución ante la posibilidad de un secuestro. En Estados Unidos es costumbre tener guardias de seguridad, sobre todo si vives en el campo.

¡Otra de las desventajas de tener dinero de la que no estaba enterado!

—¡Qué idea más descabellada!

—Oh, no lo sé. Supongo que estoy acostumbrada. Tampoco es una molestia. Ni siquiera te das cuenta.

—¿Crees que su esposa está en el ajo?

—Tiene que estarlo, aunque es muy buena cocinera. Creo que el tío Andrew, o quizá Stanford Lloyd, han considerado prudente tomar precauciones. Seguramente les pagaron a los anteriores para que se marcharan y tenían a estos dos preparados para que ocuparan sus puestos. No les habrá resultado difícil.

—¿Sin decírtelo? —No podía creerlo.

—Ni en sueños me lo hubieran dicho. Podría haber montado un escándalo. Claro que puedo estar equivocada. Lo que pasa es que tienes una sensación especial cuando te acostumbras a que la gente de esa clase te rodee continuamente.

—Pobre niña rica —afirmé.

Ellie no se molestó.

—Creo que la frase me describe bastante bien.

—No paro de aprender cosas de ti, Ellie.

Capítulo XVII

Qué cosa misteriosa es el sueño. Te vas a la cama preocupado por los gitanos, los enemigos secretos, los guardias de seguridad vigilando tu casa, las posibilidades de un secuestro y mil cosas más, y el sueño lo borra todo. Viajas muy lejos y no sabes dónde has estado, pero cuando te despiertas es un mundo completamente nuevo. No hay preocupaciones, ni temores. En cambio, cuando me desperté la mañana del 17 de septiembre, me sentía muy entusiasmado y dispuesto a todo.

«Un día maravilloso —me dije a mí mismo con convicción—, éste va a ser un gran día». Lo creía a pie juntillas. Me sentía como una de esas personas de los anuncios que te ofrecen ir a cualquier parte y hacer cualquier cosa. Repasé mis planes. Había quedado en encontrarme con el comandante Phillpot en una subasta que tendría lugar en una finca a unas quince millas del pueblo. Tenían algunos objetos muy bonitos y yo ya tenía marcados dos o tres artículos en el catálogo. Estaba muy excitado con todo aquel asunto de la subasta. Phillpot sabía mucho de muebles de época, platería y cosas por el estilo, no porque fuera un coleccionista —era un hombre dedicado por entero al deporte—, sino porque era algo natural. Poseía un conocimiento acumulado a lo largo de generaciones.

Miré el catálogo durante el desayuno. Ellie apareció vestida con su equipo de amazona. Ahora, salía a cabalgar casi todas las mañanas: a veces sola y, en otras ocasiones, con Claudia. Tenía la costumbre de desayunar como en su país, o sea un café, un vaso de zumo de naranja y poca cosa más. En cambio, yo que ahora no necesitaba ponerme límites, desayunaba como los caballeros Victorianos. Me gustaba ver muchos platos calientes en el aparador. Esa mañana desayuné riñones, salchichas y beicon. Todo estaba delicioso.

—¿Qué harás tú, Greta?

Greta dijo que había quedado con Claudia Hardcastle en la estación de Market Chadwell para ir a Londres a una venta blanca. Le pregunté qué era una venta blanca y si lo que vendían era exclusivamente de color blanco.

Greta me miró despreciativamente y me explicó que se llamaba venta blanca a la ropa para el hogar: mantas, sábanas, toallas y cosas por el estilo. Al parecer, había verdaderas gangas en una tienda de Bond Street que le había enviado un catálogo.

—Bueno, ya que Greta va a pasar el día en Londres —le dije a Ellie—, podrías coger el coche cuando vuelvas de cabalgar y reunirte con nosotros en el George de Bartington. El viejo Phillpot dice que la comida es muy buena. Me pidió que te invitara. A la una. Tienes que atravesar Market Chadwell y el desvío está a unas tres millas. Creo que hay un cartel que lo indica.

—De acuerdo, allí estaré.

La ayudé a montar y se alejó al trote entre los árboles. A Ellie le encanta montar. Por lo general, sigue uno de los muchos senderos sinuosos que atraviesan el bosque y sale a los páramos donde puede galopar a placer hasta la hora de regresar a casa. Le dejé el coche pequeño a Ellie porque era más fácil de aparcar y yo me llevé el Chrysler. Llegué a Bartington Manor momentos antes del comienzo de la subasta. Phillpot me había reservado un asiento.

—Hay varias cosas bastante buenas —comentó—. Un par de cuadros. Un Rommey y un Reynolds. No sé si a usted le interesan.

Meneé la cabeza. Mi gusto en estos momentos estaba totalmente centrado en los pintores modernos.

—Hay varios marchantes y anticuarios entre la concurrencia —añadió el comandante—. Un par de ellos han venido de Londres. ¿Ve aquel hombre delgado de allá con los labios apretados? Es Cressington. Es bastante conocido. ¿No ha traído a su esposa?

—No. A Ellie no le entusiasman las subastas. En cualquier caso, no quería que viniera esta mañana.

—¿Oh? ¿Por qué no?

—Quiero darle a Ellie una pequeña sorpresa. ¿Se ha fijado usted en el lote cuarenta y dos?

Consultó el catálogo y después miró al otro lado de la habitación donde estaban los objetos a subastar.

—¿La mesa de
papier maché
? Si. Es una pieza muy bonita. Uno de los mejores ejemplos de trabajo en
papier maché
que he visto. La mesa también es bastante curiosa. Hay muchas parecidas, pero ésta es una de las más originales. Nunca había visto una así antes.

La mesa tenía en la tapa una incrustación que reproducía el castillo de Windsor y en los laterales dibujos de flores.

—Está en perfecto estado —comentó Phillpot. Me miró con curiosidad—. Nunca hubiera imaginado que pudieran gustarle ese tipo de trabajos, pero...

—No, no me interesan, son demasiado floreados y femeninos, pero a Ellie le encantan. Cumple años la semana que viene y quiero regalársela. Es una sorpresa. Pero no quería que ella me viera pujar. Sé que no encontraré otro regalo que le agrade más. Se llevará una auténtica sorpresa.

Comenzó la subasta. La pieza que me interesaba alcanzó un precio muy alto. Los dos anticuarios londinenses parecían estar muy interesados aunque uno de ellos tenía tanta práctica y era tan reservado que a duras penas se veían los movimientos del catálogo que el subastador vigilaba atentamente. También adquirí una silla tallada Chippendale que me pareció que quedaría bien en el vestíbulo y unas inmensas cortinas de brocado.

—Bueno, veo que ha disfrutado usted de la subasta —manifestó Phillpot, levantándose en cuanto el subastador dio por concluidas las ventas de la mañana—. ¿Quiere volver esta tarde?

—No, en la subasta de la tarde no hay nada que me interese. No hay más que dormitorios, alfombras y cosas por el estilo.

—Tiene razón, no creo que le interese. —Miró su reloj—. Creo que será mejor que vayamos al restaurante. ¿Ellie se reunirá con nosotros en el George?

—Sí, estará allí a la una.

—¿Miss Andersen vendrá también?

—Greta está en Londres. Quería ir a algo que llaman venta blanca. Creo que miss Hardcastle la acompañaba.

—Sí, en efecto, Claudia lo mencionó el otro día. Las sábanas y todo lo que es ropa de la casa tienen unos precios increíbles. ¿Sabe cuánto cuesta una funda de almohada? Treinta y cinco chelines. Antes la compraba por seis.

—Compruebo que está muy al tanto de las compras domésticas.

—Tengo una esposa que no habla de otra cosa en todo el día. —Phillpot sonrió—. Tiene usted un aspecto eufórico, Mike. Feliz como un niño con zapatos nuevos.

—Eso es porque conseguí hacerme con la mesa de
papier maché
—afirmé—, o al menos en parte. Esta mañana me desperté feliz. Ya sabe, hoy tengo uno de esos días en los que todo se ve color de rosa.

—Vaya con cuidado —manifestó el comandante—. Mucha gente lo considera de mal agüero.

—Son los escoceses los que creen en esas historias.

—Ocurre antes del desastre, amigo mío. Más vale que controle su entusiasmo.

—No creo en esas supersticiones ridículas.

—¿Tampoco cree en las profecías gitanas?

—Hace tiempo que no vemos a nuestra gitana. Llevamos por lo menos una semana sin verla.

—Quizás esté de viaje —señaló el comandante.

Me preguntó si podía llevarle en mi coche y le contesté que por supuesto.

—No tiene sentido ir cada uno en un coche. Puede dejarme aquí en el camino de regreso. ¿Ellie también vendrá en su coche?

—Sí, vendrá en el pequeño.

—Espero que en George hoy tengan un buen menú —comentó mi acompañante—. Estoy hambriento.

—¿Compró usted alguna pieza? —le pregunté—. Estaba tan entusiasmado con lo mío que no me fijé.

—Sí, hay que estar muy concentrado cuando se participa en una subasta. Hay que fijarse mucho en lo que hacen los marchantes. No. Hice un par de ofertas, pero lo precios subieron hasta un punto que no me lo pude permitir.

Aparentemente, por lo que sabía, Phillpot era dueño de grandes extensiones de tierra, pero sus ingresos eran muy modestos. Se le podía describir como un hombre pobre a pesar de ser un gran terrateniente. Sólo si vendía parte de la tierra podía disponer de dinero en efectivo y no quería venderla. Amaba sus propiedades.

Llegamos al George. Había muchísimos coches aparcados. Probablemente, muchos de los asistentes a la subasta habían decidido comer aquí. No vi el coche de Ellie. Entramos pero Ellie no estaba. Seguramente no tardaría en aparecer porque sólo pasaban unos minutos de la una.

Fuimos a tomar una copa al bar mientras esperábamos. El restaurante estaba lleno. Eché una ojeada al comedor. Todavía nos reservaban la mesa. Había muchas personas conocidas del pueblo. Un hombre que me sonaba vagamente conocido ocupaba una mesa junto a la ventana. Estaba seguro de conocerle, pero era incapaz de recordar cuándo y dónde nos habíamos conocido. No era alguien de por aquí, porque vestía de una manera que no encajaba con estos lugares. Desde luego, yo conocía a muchísima gente y no era lógico que los recordara a todos de sopetón. No había estado presente en la subasta, aunque allí también había visto a alguien conocido a quien no había conseguido ubicar. Es difícil reconocer a una persona si no recuerdas dónde y cuándo la has conocido.

La dueña del George, vestida como siempre de seda negra, se acercó.

—¿Tardará mucho en ocupar la mesa, Mr. Rogers? Hay dos grupos que están esperando.

—Mi esposa llegará dentro de un par de minutos.

Regresé al bar. Se me ocurrió que quizás Ellie había tenido un pinchazo en la carretera.

—Será mejor que nos sentemos a comer —le dije a Phillpot— o perderemos la mesa. Esto está lleno a rebosar. Mucho me temo que Ellie no es un modelo de puntualidad.

—Ah —exclamó el comandante—, a las señoras siempre les agrada hacerse esperar, ¿no le parece? De acuerdo, Mike, si usted no tiene inconveniente vayamos a comer.

Entramos en el comedor, escogimos filete y pastel de riñones, y empezamos a comer.

—No está bien que Ellie nos deje plantados de esta manera —dije, y después comenté que posiblemente se debía al hecho de que Greta estuviera en Londres—. Ellie está muy acostumbrada a que Greta se ocupe de organizarle la agenda, le recuerde los compromisos y cosas por el estilo.

—¿Depende mucho de miss Andersen?

—En ese aspecto. Greta es indispensable.

Acabamos el filete y el pastel, y pedimos tarta de manzana con algo que parecía crema por encima.

—Me pregunto si no se habrá olvidado completamente de que había quedado en comer con nosotros —comenté de pronto.

—Quizá deba usted llamar.

—Sí, creo que será lo mejor.

Fui al vestíbulo donde estaba el teléfono y llamé. Mrs. Carson, la cocinera, atendió la llamada.

—Ah, es usted, Mr. Rogers. No, Mrs. Rogers todavía no ha regresado.

—¿Qué quiere decir con eso de que no ha regresado?

—Así es. Todavía no ha regresado de su paseo a caballo.

—Pero si salió después de desayunar. No puede haberse pasado toda la mañana cabalgando.

—A mí no me dijo nada. La estoy esperando.

—¿Por qué no me llamó antes para informarme?

—Verá, señor, no sabía dónde localizarle. No sabía dónde había ido usted.

Le dije que estaba en el George en Bartington y le di el número de teléfono. Quedó en llamarme en cuanto Ellie llegara a casa o tuviera noticias de ella. Luego, volví al comedor. Phillpot se dio cuenta por la expresión de mi cara de que algo no iba bien.

—Exilie no ha vuelto a casa —le informé—. Salió a cabalgar esta mañana. Es algo que hace casi todos los días, pero nunca tarda más de una hora.

—No comience a preocuparse antes de tiempo, amigo mío —dijo con un tono amable—. No olvide que su casa está en un lugar bastante solitario. Quizás el caballo cojea y ha tenido que volver caminando. Recuerde que hay un buen trecho desde el páramo además de la subida a través del bosque. Es difícil encontrar a alguien para enviar recado.

—Si Ellie ha decidido cambiar de planes y acercarse a visitar a alguien o algo así, hubiera llamado aquí. Nos habría dejado un mensaje.

—Bueno, bueno, calma. Ya hemos acabado de comer. Paguemos y vamos a ver qué podemos averiguar.

En el momento en que íbamos al aparcamiento, vi que salía otro coche. Lo conducía el hombre que había visto en el comedor y entonces recordé quien era. Stanford Lloyd o alguien que se le parecía mucho. Me pregunté qué podía estar haciendo por aquí. ¿Había venido a vernos? En ese caso, era extraño que no nos hubiera anunciado la visita. En el coche, también viajaba una mujer que se parecía mucho a Claudia Hardcastle, pero no podía ser porque ella estaba en Londres con Greta, en la venta blanca. Todo aquello resultaba bastante extraño.

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