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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (13 page)

BOOK: Noche Eterna
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—Así que han venido para instalarse y vivir aquí.

Le respondimos que así era.

—Bueno, espero que les agrade. Estoy casi segura de que sí. —Su tono reflejaba ciertas dudas.

—¿Por qué no debería agradarnos?

—Es que allá arriba es un poco solitario. A las personas no siempre les agrada vivir en un lugar solitario rodeado de árboles.

—El Campo del Gitano —dijo Ellie.

—Ah, ustedes conocen el nombre que le damos aquí. Pero la casa que estaba antes allí se llamaba The Towers. La verdad es que no sé porqué. No tenía ninguna torre, al menos desde que yo nací.

—Creo que The Towers es un nombre ridículo —opinó Ellie—. Nosotros la llamaremos el Campo del Gitano.

—Tendremos que decírselo a la oficina de correos —intervine— o no recibiremos ninguna carta.

—No, supongo que no.

—Aunque pensándolo bien —añadí—, ¿qué más da, Ellie? ¿No sería mucho mejor que no recibiéramos correspondencia alguna?

—Podría traernos un sinfín de complicaciones —replicó ella—. Tampoco recibiríamos las facturas.

—Eso sería magnífico.

—No, te equivocas. No tardarían en aparecer los alguaciles del juzgado y acamparían delante de nuestra casa hasta que no liquidáramos las deudas. De todas maneras, no me gustaría dejar de recibir correspondencia. Quiero tener noticias de Greta.

—Olvídate de Greta. Vamos a continuar con nuestras exploraciones.

Así que exploramos Kingston Bishop. Era un pueblo bonito, con personas agradables en las tiendas. No había nada siniestro en aquel lugar. A nuestro servicio doméstico no le hizo mucha gracia, pero muy pronto arreglamos que un par de coches de alquiler los llevaran hasta la playa más cercana o a Market Chadwell en los días libres. No les entusiasmaba la ubicación de la casa, pero toda aquella historia de las supersticiones les traía sin cuidado. Le comenté a Ellie que nadie podía decir que la casa estaba embrujada porque la acababan de construir.

—No —manifestó Ellie—, no es la casa. No hay nada malo en la casa. Es en el exterior. Es en la carretera donde hay esa curva entre los árboles y aquella parte un tanto lóbrega del bosque donde apareció aquella mujer y casi me muero del susto.

—No te preocupes. El año que viene podríamos ordenar que talaran los bosques y plantar flores.

Continuamos haciendo planes.

Greta vino a pasar con nosotros un fin de semana. Estaba entusiasmada con la casa y nos felicitó por nuestro buen gusto a la hora de comprar los cuadros, escoger los muebles y elegir los colores de la pintura. Se comportó con mucho tacto. Pasado el fin de semana y dijo que no querían molestar más a una pareja de recién casados y que, de todas maneras, tenía que regresar a su trabajo.

Ellie disfrutó mostrándole la casa. Era evidente el gran afecto que sentía por Greta. Yo procuré comportarme de la forma más amable y natural posible, pero no niego que me alegró verla marchar de regreso a Londres porque su presencia me ponía tenso.

Al cabo de un par de semanas, la gente del pueblo ya nos había aceptado y tuvimos la ocasión de conocer a Dios. Vino a visitarnos una tarde. Ellie y yo estábamos discutiendo sobre el mejor lugar para un seto cuando nuestro mayordomo, un tipo correcto aunque para mí un poco teatral, salió de la casa para anunciarnos que el comandante Phillpot se encontraba en el recibidor. Fue entonces cuando le susurré a Ellie: «¡Dios!». Ella me preguntó a quién me refería.

—Es así como le trata la gente del pueblo.

Entramos en casa y allí estaba el comandante Phillpot. Era un hombre agradable, sesentón y sin ningún detalle de especial relevancia. Vestía ropas de campo un tanto raídas, tenía el pelo gris y un pequeño bigote hirsuto. Se disculpó por la ausencia de su esposa. Al parecer, era una mujer enferma o invalida. Se sentó y conversó con nosotros. No dijo nada de una importancia especial. Tenía el don de hacer que las personas se sintieran cómodas. No hizo ninguna pregunta directa, pero no tardó en descubrir cuáles eran nuestras aficiones. Habló conmigo de las carreras de caballos y con Ellie sobre el jardín y las plantas que florecían mejor en este suelo. Había viajado a Estados Unidos en un par de ocasiones. También se enteró de que a Ellie, si bien no le interesaban gran cosa las carreras, sí le encantaba montar a caballo. Le recomendó que, si pensaba tener caballos, utilizara un camino a través del bosque de pinos que conducía hasta una amplia extensión de páramos donde se podía galopar a gusto. Después llegamos al tema de nuestra casa y de las historias sobre el Campo del Gitano.

—Veo que conocen el nombre que le dan en el pueblo —dijo— y supongo que también todas las supersticiones de los lugareños.

—La mayoría son advertencias gitanas —señalé—. Yo diría que se pasan un poco de la raya, y todas tienen el mismo portavoz: la vieja Mrs. Lee.

—Vaya —exclamó Phillpot—. La pobre Esther. A veces se hace un poco pesada, ¿verdad?

—Está un poco trastornada, ¿no?

—No tanto como quiere aparentar. Me siento más o menos responsable de la pobre. La instalé en aquella casa, aunque nunca me lo ha agradecido. Le tengo aprecio a la vieja, pero reconozco que a veces resulta un incordio.

—¿Se refiere a lo de la buenaventura?

—No, eso no tiene importancia. ¿Por qué? ¿Les dijo a ustedes la buenaventura?

—No sé si llamarlo de esa manera —replicó Ellie—. En realidad, fue una advertencia para que no nos instaláramos aquí.

—Eso sí que es extraño. —El comandante enarcó las cejas hirsutas—. Por lo general, a todo el mundo le pinta un futuro maravilloso. Un apuesto extranjero, un matrimonio feliz, media docena de hijos y dinero en el banco,
una bella dama
—manifestó, imitando a la perfección la voz de la vieja—. Los gitanos acampaban por estos alrededores cuando yo era niño. Les cogí cariño, aunque eran todos unos ladrones. Pero siempre me he sentido atraído por ellos. Son unas personas excelentes, siempre y cuando no esperes que respeten la ley. Mi familia siempre se ha sentido en deuda con Mrs. Lee. Le salvó la vida a un hermano mío cuando era pequeño. Le rescató de un estanque helado. Se rompió el hielo y se hubiera ahogado de no haber sido por la vieja gitana.

Hice un movimiento brusco y tumbé un cenicero de cristal que estaba sobre la mesa. Se hizo añicos.

Recogí los fragmentos con la ayuda del comandante.

—Supongo que en realidad Mrs. Lee debe ser una persona bastante inofensiva —opinó Ellie—. Fui muy tonta al asustarme tanto.

—¿La asustó? —Phillpot volvió a enarcar las cejas—. ¿Llegó a asustarla?

—No me extraña que se asustara —intervine rápidamente—. La verdad es que fue más una amenaza que una advertencia.

—¡Una amenaza! —exclamó el viejo con incredulidad.

—Eso es lo que me pareció. Después, la primera noche que pasamos aquí ocurrió algo más.

Le narré el episodio de la piedra que habían arrojado contra la ventana, la copa rota y el pequeño corte en la mejilla de Ellie.

—Mucho me temo que cada día hay más gamberros —opinó Phillpot—, aunque no tantos como en otros lugares. Sin embargo, aquí también ocurren estos episodios tan desagradables. —Miró a Ellie—. Lamento mucho que se asustara. Comprendo que ha tenido que ser una experiencia muy desagradable, máxime cuando se trataba de su primera noche en esta casa.

—Ya lo he superado —manifestó Ellie—. Además, no fue únicamente aquello. Hubo algo más que ocurrió poco después.

Una vez más me tocó relatar el incidente. Una mañana, al salir de la casa, encontramos un pájaro ensartado en una navaja y una nota donde alguien había escrito con una letra tosca: «Váyanse de aquí si saben lo que les conviene.»

Esta vez, Phillpot pareció enfadado de verdad.

—Tendrían que haber informado ustedes a la policía.

—Decidimos no hacerlo —contesté—. Después de todo, sólo hubiera servido para que nuestro desconocido agresor nos cogiera más inquina.

—Ese tipo de cosas tienen que ser castigadas —afirmó el comandante, adoptando su papel de juez—. De lo contrario, el autor continuará con su mala acción. Creerá que es algo divertido. Sólo que esto pasa de la raya. Es desagradable, malicioso. Además —agregó como si estuviera hablando para él mismo—, no creo que nadie de por aquí tenga algún rencor contra ustedes, me refiero a una cuestión personal.

—No, es imposible, porque ambos somos unos absolutos desconocidos en este pueblo.

—Me ocuparé del asunto —manifestó el comandante. Se levantó dispuesto a marcharse—. Saben, me gusta esta casa. La verdad creía que no me iba a gustar. Soy un poco chapado a la antigua. Me gustan las casas antiguas y la manera que tenían de construir en el pasado. No me gustan en lo más mínimo esos edificios que parecen cajas de zapatos que están construyendo por todo el país. Parecen colmenas. Me gustan las casas con adornos, con un poco de gracia, pero ésta me gusta. Es sencilla, moderna, tiene estilo y mucha luz. Cuando miras al exterior, ves las cosas de una manera diferente a como las veías antes. Es interesante, muy interesante. ¿Quién la diseñó? ¿Un arquitecto inglés o uno extranjero?

Le hablé de Santonix.

—Creo haber leído algo sobre él en alguna parte. ¿Puede haber sido en
Home & Gardens?

Le comenté que era bastante conocido.

—Me gustaría conocerle, aunque supongo que no tendríamos mucho tema de conversación. No soy experto en cuestiones de arquitectura.

Luego nos dijo que fijáramos un día para comer con él y su esposa.

—Tendrán ocasión de ver mi casa.

—¿Es una casa antigua?

—La construyeron en 1720. Un buen período. La casa original era isabelina. La destruyó un incendio en 1700 y construyeron la actual en el mismo lugar.

—¿Siempre han vivido allí? —No me refería a él personalmente desde luego, pero él me entendió.

—Sí. Llevamos aquí desde el reinado de Isabel I. Hemos tenido tiempos de prosperidad y otros de apuros económicos. Hemos vendido tierras cuando las cosas iban mal y las volvimos a comprar cuando las cosas mejoraron. Me gustará mucho enseñársela. —Miró a Ellie y le sonrió—. Sé que a los norteamericanos les gustan las casas antiguas. —Después me miró—. Es a usted a quien probablemente no le gustará.

—La verdad es que no puedo decir que sepa gran cosa de casas antiguas.

Se marchó. En el coche le esperaba un spaniel. Era un coche viejo con la pintura en mal estado, pero ahora comenzaba a ver las cosas con más claridad. Sabía que en este pueblo le seguían considerando Dios, y que nos había dado su aprobación. Le gustaba Ellie, y creo que yo no le había caído mal, aunque había advertido sus miradas, como si tuviera que tomar una decisión sobre algo que acababa de tener claro.

Ellie estaba recogiendo los fragmentos del cenicero cuando volví a entrar en la casa.

—Lamento que se haya roto —manifestó apenada—. Me gustaba.

—Conseguiremos otro idéntico. Es moderno.

—¡Lo sé! ¿Qué te sobresaltó, Mike?

Medité unos segundos antes de responderle.

—Algo que dijo Phillpot. Me hizo recordar algo que ocurrió cuando era un crío. Un día fui a patinar a un estanque con un amigo. No nos dimos cuenta de que la capa de hielo no aguantaría el peso. Mi amigo se hundió en medio del estanque y se ahogó antes de que alguien pudiera socorrerlo.

—Qué cosa más horrible.

—Así es. Lo había olvidado hasta que Phillpot mencionó que su hermano había estado a punto de correr la misma suerte.

—Me parece una persona encantadora. ¿A ti te ha caído bien, Mike?

—Sí, lo encuentro muy agradable. Me pregunto cómo será su esposa.

Fuimos a comer con los Phillpot a principios de la semana siguiente. Vivían en una casa georgiana blanca, de líneas bonitas pero nada extraordinaria. El interior transmitía una sensación de comodidad. Las paredes del amplio comedor estaban adornadas con cuadros de los antepasados. La mayoría de las pinturas me parecieron bastante malas, aunque podrían haber tenido mejor aspecto si alguien se hubiera preocupado de quitarles la mugre. Había un cuadro de una muchacha rubia vestida de satén rosa que me gustó.

—Ha escogido uno de los mejores —me comentó el comandante con una sonrisa—, es un Gainsborough, y bastante bueno por cierto, aunque esa muchacha provocó cierto revuelo en su época. Sospechaban que había envenenado a su marido. Quizá sólo fue una cuestión de prejuicios porque se trataba de una extranjera. Gervase Phillpot se casó con ella en algún país que no recuerdo.

Habían invitado a un puñado de vecinos para que los conociéramos. Uno era el doctor Shaw, un hombre mayor, de modales amables y aspecto cansado, que tuvo que marcharse antes de acabar de comer; estaba el vicario, joven y entusiasta; una mujer de voz autoritaria que criaba
corgis
, una raza de pequeños perros galeses; también estaba una joven morena, alta y muy guapa, llamada Claudia Hardcastle, quien parecía vivir para los caballos y que padecía de una alergia que le provocaba violentos ataques de fiebre del heno.

Claudia y Ellie se hicieron amigas casi en el acto.

Ellie le encantaba montar y también padecía una alergia.

—En mi país lo que más me afecta es la hierba cana, pero también en ocasiones me la provocan los caballos. La verdad es que tampoco me produce grandes problemas porque en la actualidad los médicos te recetan algunas cosas fantásticas para todo tipo de alergias. Te daré algunas de mis pastillas, son de un color naranja vivo. Si te acuerdas de tomarlas antes de que comience el ataque, no estornudas nunca.

Claudia opinó que sería algo maravilloso.

—Los camellos me producen más alergia que los caballos —comentó—. El año pasado estuve en Egipto y no dejé de llorar ni un segundo en todo el camino de ida y vuelta a las pirámides.

Ellie dijo que algunas personas tenían el mismo problema con los gatos y las almohadas. Ambas habían encontrado un filón inagotable.

A mí me sentaron junto a Mrs. Phillpot, una mujer alta, delgada y que hablaba exclusivamente de su salud entre plato y plato. Me hizo un relato completo de todos sus males y de la perplejidad de los más eminentes miembros de la profesión médica ante las dificultades de su caso. De vez en cuando hacía una digresión y me preguntaba qué hacía. Eludí responderle, y entonces intentó averiguar, sin mucho entusiasmo, a quién conocía. Le podría haber contestado la verdad y decirle: «A nadie», pero me pareció prudente contenerme, sobre todo porque ella no era una auténtica esnob y tampoco le interesaba saberlo. La señora de los perros, no recuerdo su apellido, fue mucho más concienzuda en sus averiguaciones, pero conseguí desviarla hacia un tema mucho menos comprometido para mí y mucho más interesante para ella, como era la incapacidad y la supina ignorancia de los veterinarios. Todo resultó muy amable y plácido aunque un tanto aburrido.

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