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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (8 page)

BOOK: Noche Eterna
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Después de despedirnos del arquitecto, en el viaje de regreso a Atenas, Ellie me comentó:

—Es una persona extraña. Algunas veces le tengo miedo.

—¿Miedo de Rudolf Santonix? ¿Por qué?

—Porque no es como las demás personas y también porque, no lo sé, hay algo despiadado y arrogante en su personalidad. Creo que intentaba decirnos que el hecho de saber que está próximo a la muerte ha aumentado su arrogancia. Supongamos —añadió Ellie, mirándome con mucha animación, casi con un expresión de embeleso— que nos construye nuestro hermoso castillo, nuestra bella casa en el borde del acantilado, donde están los pinos, y vamos a vivir allí. Él nos espera en la entrada, nos da la bienvenida y luego...

—¿Luego qué, Ellie?

—En cuanto entramos, cierra la puerta y nos sacrifica allí mismo antes de que demos un paso más.

—Me asustas, Ellie. ¡Piensas unas cosas!

—El problema con nosotros dos, Mike, es que no vivimos en un mundo real. Soñamos con cosas fantásticas que quizá nunca ocurrirán.

—No relaciones los sacrificios con el Campo del Gitano.

—Supongo que será por el nombre y la maldición.

—No hay ninguna maldición —grité—. Es una estupidez. Olvídalo.

Esto pasó en Grecia.

Capítulo X

Creo que fue al día siguiente. Estábamos en Atenas y subíamos las escalinatas hacia la Acrópolis cuando Ellie se encontró con unos conocidos. Habían desembarcado de uno de los cruceros helénicos. Un mujer de unos treinta y cinco años se separó de su grupo y corrió al encuentro de Ellie.

—Vaya, por todos los santos. ¿Eres tú, Ellie Guteman? —exclamó muy sorprendida—. ¿Qué estás haciendo aquí? No sabía nada. ¿Estás haciendo un crucero?

—No. Sólo estoy pasando unos días aquí.

—Me alegra mucho verte. ¿Cómo está Cora, también está aquí?

—No. Creo que Cora está en Salzburgo.

—Bueno, bueno. —La mujer me miraba y Ellie añadió en voz baja—: Os voy a presentar. Mr. Rogers, Mrs. Bennington.

—Encantada. ¿Cuánto tiempo estarás aquí?

—Me marcho mañana.

—¡Vaya! Debo dejarte, sino el grupo se irá sin mí, y no quiero perderme ni una palabra de la disertación y las descripciones. Tienes que ir a marchas forzadas. Al final del día estoy que no puedo dar ni un paso. ¿Hay alguna posibilidad de que nos veamos para tomar una copa?

—Hoy no —respondió Ellie—. Nos vamos de excursión.

Mrs. Bennington se marchó corriendo para reunirse con su grupo. Ellie dio media vuelta y comenzó a bajar las escalinatas.

—Bueno, esto lo decide todo, ¿no te parece?

—¿Qué es lo que decide?

Ellie tardó un par de minutos en responderme. Exhaló un suspiro.

—Esta noche tendré que sentarme a escribir —manifestó con un tono de resignación.

—¿Escribirle a quién?

—A Cora y a tío Frank. Ah, y también al tío Andrew.

—¿Quién es el tío Andrew? Es nuevo.

—Andrew Lippincott. En realidad, no es mi tío. Es el administrador principal de mis bienes. Es un abogado muy conocido.

—¿Qué vas a decirles?

—Voy a decirles que me he casado. No podía decirle de sopetón a Nora Bennington: «Te presento a mi marido», porque se hubiera echado a chillar como una loca y a comentar que no sabía ni una palabra. Tienes que contármelo todo y que si patatín y que si patatán. Creo que es justo que los primeros en saberlo sean mi madrastra, el tío Frank y el tío Andrew. —Suspiro—. Bueno, no ha estado mal mientras duró.

—¿Qué crees que harán o dirán?

—Montarán un jaleo —contestó Ellie sin perder la calma—. Pero no importa lo que hagan y lo saben. Supongo que tendremos que reunimos con todos. Podemos ir a Nueva York. ¿Te gustaría ir? —Me miró expectante.

—No, no me gustaría.

—Entonces, vendrán a Londres, o al menos algunos lo harán. No sé si eso te parecerá más conveniente.

—Tampoco me gustaría. Lo que quiero es estar contigo y ver como construyen nuestra casa ladrillo a ladrillo tan pronto como Santonix llegue a Inglaterra.

—Eso lo podemos hacer igual. Después de todo, las reuniones con la familia no durarán mucho. Lo más probable es que tengamos suficiente con una buena pelea y podamos liquidar el asunto de una vez por todas. Podríamos coger el avión a Nueva York o decirles que vengan aquí.

—Creía que tu madrastra estaba en Salzburgo.

—Aquello fue sólo una excusa. Hubiera resultado extraño decir que no sabía donde estaba. Sí —dijo Ellie, exhalando un suspiro—, volveremos a casa y nos encontraremos con todos ellos. Confío, Mike, en que no te moleste demasiado.

—¿Molestarme qué? ¿Tu familia?

—Sí. Espero que no te molesten demasiado si se comportan de una manera desagradable contigo.

—Supongo que es el precio que debo pagar por haberme casado contigo. Lo soportaré.

—También está tu madre —añadió Ellie pensativamente.

—Por amor de Dios, Ellie, no pretenderás montar un encuentro entre tu madrastra con sus pieles y joyas, y mi madre que es una pobre mujer. ¿Qué crees que podrán decirse la una a la otra?

—Si Cora fuese mi madre tendrían mucho que decirse entre ellas. Desearía que no estuvieras tan obsesionado con las diferencias de clases, Mike,

—¡Yo! —exclamé incrédulo—. ¿Cómo es la frase que emplean en tu país? Pertenezco al lado equivocado de la pista, ¿no es así?

—Eso no significa que tengas que escribirlo en un cartel y te lo cuelgues alrededor del cuello.

—No sé cuáles son las prendas correctas que debo vestir en cada ocasión —comenté con amargura—. No sé hablar correctamente, y no sé nada de cuadros ni de arte ni de música. Ahora mismo estoy aprendiendo a quién debo darle propina y cuánto.

—¿No crees, Mike, que eso hace que todo sea mucho más divertido? A mí me lo parece.

—En cualquier caso, no tienes que arrastrar a mi madre a una reunión de tu familia.

—No me proponía arrastrar a nadie a ninguna parte, pero creo que tendría que ir a ver a tu madre en cuanto regresemos a Inglaterra.

—¡No! —grité furioso.

Ellie me miró sorprendida por mi arrebato.

—¿Por qué no, Mike? Aparte de cualquier otra consideración, sería muy descortés por mi parte no hacerlo. ¿Le has dicho que te has casado?

—Todavía no.

—¿Por qué no?

No le respondí.

—¿No sería mucho más sencillo decirle que te has casado y presentármela cuando regresemos a Inglaterra?

—No —repetí con un tono más tranquilo aunque sin dejar de subrayarlo.

—No quieres que la conozca —opinó Ellie lentamente.

Por supuesto que no quería. Era bastante obvio, pero no quería entrar en ningún tipo de explicaciones. La verdad es que no se me ocurría ninguna explicación sensata.

—Creo que no sería lo más correcto —respondí con voz pausada—. Tienes que entenderlo. Estoy seguro de que no ocasionará más que problemas.

—¿Crees que no le caeré bien?

—Eso es imposible. Todo el mundo te encuentra encantadora. No sé como decírtelo. Pero es probable que mi madre se sienta inquieta y confusa. Después de todo, me he casado con alguien de mayor nivel social. Sé que eso parece algo anticuado, pero a ella no le gustará.

Ellie meneó la cabeza.

—¿Hay alguien en la actualidad que todavía piense de esa manera?

—Claro que sí. En tu país también.

—Sí, hasta cierto punto es cierto, pero si alguien consigue prosperar...

—¿Te refieres a que si un hombre gana mucho dinero...?

—Bueno, no sólo dinero.

—Sí, es el dinero. Si un hombre gana una fortuna, todo el mundo lo admira, lo ponen de ejemplo y no importa donde nació.

—Eso ocurre en todas partes.

—Por favor, Ellie, por favor, no vayas a ver a mi madre.

—Me sigue pareciendo una actitud cruel.

—No, no lo es. ¿Alguien puede saber mejor que yo lo que le conviene más a mi madre? Sería un mal trago para ella.

—Al menos tendrás que decirle que te has casado.

—De acuerdo, lo haré.

Tuve la idea de que me resultaría más fácil escribirle a mi madre desde el extranjero. Aquella noche, mientras Ellie le escribía al tío Frank, al tío Andrew y a su madrastra Cora van Stuyvesant, yo también escribí mi carta. Era bastante breve.

«Querida mamá: Tendría que habértelo dicho antes, pero me daba un poco de vergüenza. Me casé hace tres semanas. Todo fue bastante repentino. Ella es una chica muy bonita y muy dulce. También tiene mucho dinero, algo que a veces complica un poco las cosas. Vamos a construir una casa en Inglaterra. De momento estamos viajando por Europa. Cariños, Mike.»

Los resultados de nuestra correspondencia fueron variados. Mi madre dejó pasar una semana antes de responder con una carta que estaba muy de acuerdo con su manera de ser.

«Querido Mike. Me alegró recibir tu carta. Espero que seas muy feliz. Tu madre que te quiere.»

Tal como había anunciado Ellie, hubo mucho más jaleo por su lado. Habíamos removido el avispero. Nos vimos asediados por los reporteros que querían saberlo todo de nuestra romántica boda; en los periódicos se publicaron artículos sobre la heredera de la fortuna Guterman y su romántica escapada; recibimos cartas de banqueros y abogados. Finalmente, se dispuso la reunión oficial.

Antes nos reunimos con Santorix en el Campo del Gitano, discutimos mil y un detalle con él y, después de un paseo por las obras, regresamos a Londres, alquilamos una suite en el Claridge's y nos preparamos, como decían los libros de aventuras, para la llegada de la caballería.

El primero en aparecer fue Mr. Andrew P. Lippincott. Era un hombre mayor, alto, enjuto y de aspecto impecable. Sus modales eran suaves y corteses. Venía de Boston, pero por su acento nadie hubiera descubierto que era norteamericano. Tal como habíamos acordado por teléfono, se presentó en nuestras habitaciones a las doce en punto. Me di cuenta de que Ellie estaba nerviosa, aunque lo disimulaba muy bien.

Lippincott besó a Ellie, y a mí me sonrió mientras me extendía la mano.

—Bien, Ellie querida, tienes un aspecto maravilloso. Yo lo llamaría radiante.

—¿Cómo estás, tío Andrew? ¿Cuándo has llegado? ¿Viniste en avión?

—No. Disfruté de una muy agradable travesía en el
Queen Mary
. ¿Así que éste es tu marido?

—Sí, éste es Mike.

—¿Cómo está usted, señor? —dije intentando no desentonar. Después le pregunté si quería tomar una copa, invitación que rechazó cordialmente. Se sentó en una silla de respaldo recto y brazos dorados y volvió a mirarnos sin dejar de sonreír.

—Menuda sorpresa nos habéis dado vosotros dos. Todo muy romántico, ¿verdad?

—Lo siento —respondió Ellie—. De veras que lo siento.

—¿Lo dices en serio? —replicó Lippincott con un tono un tanto agrio.

—Consideré que era lo más adecuado.

—No puedo decir que comparta del todo tu opinión, querida.

—Tío Andrew, sabes perfectamente bien que si lo hubiera hecho de cualquier otra manera todavía estaríamos discutiendo sin llegar a nada concreto.

—¿Por qué tendría que haberse producido ningún jaleo?

—Sabes perfectamente bien como son. Y tú aún más —añadió Ellie con un tono acusador—. He recibido dos cartas de Cora. Una ayer y otra esta mañana.

—Tienes que aceptar que se produzca cierta agitación, querida. Es algo natural dadas las circunstancias, ¿no te parece?

—Es asunto mío decidir con quién me caso, cómo y cuándo.

—Estás en tu derecho de hacerlo, pero descubrirás que las mujeres de cualquier familia casi nunca estarán de acuerdo.

—Le he evitado a todo el mundo un sinfín de problemas.

—Ése es tu punto de vista.

—Es verdad, ¿no?

—Pero para conseguirlo has abusado de la confianza de las personas, ayudada por alguien que tendría que habérselo pensado dos veces antes de hacer lo que hizo.

Ellie se ruborizó.

—¿Te refieres a Greta? Ella sólo hizo lo que le pedí. ¿Se mostraron muy molestos con ella?

—Naturalmente. Ninguna de las dos podía esperar otra cosa, ¿no es así? Si no recuerdas mal, ella gozaba de toda nuestra confianza.

—Soy mayor de edad. Puedo hacer lo que quiera.

—Me estoy refiriendo al período anterior a que cumplieras la mayoría de edad. Los engaños comenzaron entonces, ¿verdad?

—No debe usted culpar a Ellie, señor —intervine—. Para empezar, yo no sabía nada de lo que estaba ocurriendo y, a la vista de que toda su familia estaba en el extranjero, me era prácticamente imposible ponerme en contacto con cualquiera de sus familiares.

—Estoy enterado —dijo Lippincott— de que Greta envió ciertas cartas y que transmitió ciertas informaciones a Mrs. van Stuyvesant y a mí mismo, tal como le había indicado Ellie, y reconozco que hizo un excelente trabajo. ¿Conoces a Greta Andersen, Michael? Me permito llamarte Michael, ya que eres el marido de Ellie.

—Desde luego. Puede llamarme Mike si lo prefiere. No, no conozco a miss Andersen.

—Vaya. Eso sí que es una sorpresa. —Me observó con una expresión pensativa—. Hubiera jurado que ella habría asistido al casamiento.

—No, Greta no estuvo presente —señaló Ellie. Me dirigió una mirada de reproche y me sentí incómodo.

Lippincott no dejaba de mirarme pensativamente, cosa que aumentaba mi nerviosismo. Parecía estar a punto de decir algo más sobre el tema de Greta pero después cambió de opinión.

—Me temo —dijo— que vosotros dos tendréis que soportar unas cuantas críticas y reproches por parte de la familia.

—Supongo que se me echarán encima dispuestos a arrancarme los ojos —comentó Ellie.

—Es probable —respondió el abogado—. En cualquier caso, he intentado suavizar un poco las cosas.

—¿Estás de nuestra parte, tío Andrew? —preguntó Ellie con una sonrisa.

—No le puedes pedir a un abogado prudente que llegue tan lejos. He aprendido que en la vida es muy sabio aceptar lo que es un hecho consumado. Vosotros dos estáis enamorados, os habéis casado y, si no estoy mal informado, habéis comprado una finca en el sur de Inglaterra donde os están construyendo una casa. ¿Habéis decidido vivir en este país?

—Sí, queremos tener nuestro hogar aquí. ¿Tiene usted algún inconveniente? —pregunté con un leve tono belicoso—. Ellie es mi esposa y, por lo tanto, es una ciudadana británica. ¿Por qué no iba a vivir en Inglaterra?

—No hay ninguna razón que se lo impida. De hecho, no hay ningún motivo para que Fenella no viva en el país que desee o que tenga propiedades en otros países. Por cierto, Ellie, recuerda que la casa de Nassau es tuya.

BOOK: Noche Eterna
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