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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (3 page)

BOOK: Noche Eterna
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Recuerdo que aquel cliente se puso hecho una fiera en cuanto se bajó del coche y vio cómo iban las cosas.

Yo escuchaba partes de la discusión mientras permanecía junto al coche dispuesto a servir en lo que hiciera falta. Estaba escrito en las cartas que Mr. Constantine acabaría por tener un ataque.

—No ha hecho nada de lo que le dije —chilló—. Ha gastado demasiado dinero. Lo ha derrochado a manos llenas. No era esto lo que acordamos. ¿Cuánto más va a costarme?

—Tiene usted toda la razón —le respondió Santonix—. Pero el dinero está para gastarlo.

—De ninguna manera. No malgastaré ni un céntimo más. Usted tiene que mantenerse dentro del presupuesto que le fijé. ¿Está claro?

—Entonces no tendrá la casa que quiere. Yo sé lo que quiere. La casa que estoy construyendo es la que usted quiere. Lo sé a ciencia cierta y usted también lo sabe. No me venga ahora con sus mezquindades de tendero. Usted quiere una casa de calidad y la tendrá. Después podrá presumir delante de sus amigos y ellos le envidiarán. No construyo casas para cualquiera, ya se lo advertí. Se trata de algo más que dinero. ¡Esta casa no será como las de los demás!

—No, será terrible. Terrible.

—Oh, no. Su problema es que no sabe lo que quiere. Al menos eso es lo que cualquiera diría. En realidad, sabe lo que quiere, pero no es capaz de enfrentarse a ello. No lo ve con claridad, pero yo lo sé. Eso es lo único que sé. Lo que la gente busca y lo que quieren. ¿Usted desea calidad? Yo le daré calidad.

Acostumbraba a decir esas cosas. Yo estaba allí y le escuchaba. De alguna manera, veía por mí mismo que esta casa que construían entre los pinos y mirando al mar no sería una casa cualquiera. La mitad de la construcción no daba al mar como cabía esperar. Miraba tierra adentro, hacia las montañas, a un trozo de cielo entre las cumbres. Era extraño, inesperado y muy excitante. Santonix hablaba conmigo cuando yo no estaba de servicio.

—Sólo construyo casas para quienes
yo quiero
edificarlas.

—¿Se refiere a los ricos?

—Tienen que ser ricos o no podrían pagarlas. Pero no es el dinero que voy a ganar lo que me interesa. Mis clientes tienen que ser ricos porque las casas que quiero hacer cuestan dinero. La casa no es suficiente, necesita un entorno. El lugar tiene la misma importancia que el edificio. Es como un rubí o una esmeralda, una piedra preciosa, sólo es eso. No va más allá. No significa nada, no tiene forma ni significado hasta que tiene una montura, y ésta necesita una piedra que se la merezca. Yo consigo la montura con el paisaje, donde existe por derecho propio. No tiene ningún significado hasta que mi casa se alza orgullosa como una joya. —Me miró y se echó a reír—. No me entiendes, ¿verdad?

—Creo que no —contesté lentamente—, y sin embargo, tengo la sensación de que sí lo entiendo.

—Podría ser. —Me miró con expresión de curiosidad.

Volvimos a la Riviera una vez más. Para entonces, la casa estaba casi terminada. No la describiré porque no podría hacerlo correctamente, pero era algo especial y
hermosa
. Eso era obvio. Era una casa de la que podías estar orgulloso, ufanarte ante los amigos, disfrutar contemplándola, feliz de estar dentro con la persona adecuada. Entonces, un día, Santonix me dijo sin que viniera a cuento:

—Podría construir una casa
para ti
. Sé la casa que tú quieres.

Meneé la cabeza.

—Yo no lo sé —respondí sinceramente.

—Quizá no lo sabes, pero yo lo sé por ti. Es una pena que no tengas dinero.

—Nunca lo tendré.

—Eso no lo digas. Nacer pobre no significa tener que serlo toda la vida. El dinero es algo muy extraño. Va allá donde es deseado.

—No soy tan listo.

—No eres lo bastante ambicioso, querrás decir. La ambición no se ha despertado en ti, pero la tienes.

—Bueno, algún día cuando me despierte y me sienta ambicioso, ganaré dinero. Después vendré a buscarlo y le diré: Constrúyame una casa.

Santonix exhaló un suspiro.

—No puedo esperar. No, no me puedo permitir el lujo de esperar. Me queda muy poco tiempo. Una, quizá dos casas. No habrá tiempo para más. Uno
no quiere
morir joven. Algunas veces tienes que... Supongo que en realidad tampoco tiene mucha importancia.

—Tendré que apresurarme a despertar mi ambición.

—No —replicó el arquitecto—. Estás sano y te diviertes. No cambies tu estilo de vida.

—No podría aunque quisiera.

Lo decía de verdad. Me gustaba la vida que llevaba, me divertía y nunca tenía ningún problema de salud. Había llevado a muchísimas personas que habían trabajado duro y que habían acabado con una úlcera, una trombosis coronaria y muchas otras cosas como consecuencia de tanto trabajar. No quería matarme trabajando. Podía hacer un trabajo tan bien como cualquiera, pero nada más. No tenía la ambición, o por lo menos eso creía. Supongo que Santonix era ambicioso. Era obvio que diseñar y construir casas, dibujar los planos y algo más que no acababa de descubrir, había agotado sus fuerzas. Para empezar, no era un hombre fuerte. A veces pensaba que se estaba matando antes de tiempo por culpa de los esfuerzos que hacía para satisfacer su ambición. Yo no quería trabajar. Así de sencillo. Despreciaba el trabajo, me desagradaba. Creía que era algo muy malo, algo que la raza humana tuvo la mala ocurrencia de inventar.

Recordaba a Santonix muy a menudo. Me intrigaba mucho más que cualquiera de las otras personas que conocía. Creo que una de las cosas más extrañas en la vida son las cosas que recuerdas. Escoges lo que quieres recordar o, por lo menos, hay algo en nuestro interior que las escoge: Santonix y su casa lo eran, el cuadro en la galería de Bond Street, la visita a aquella casa en ruinas, The Towers, y escuchar la historia del Campo del Gitano eran cosas que había escogido recordar. Otra cosa eran las chicas que conocía y los viajes al extranjero cuando llevaba a los clientes. Estos últimos eran calcados, aburridos. Siempre se alojaban en la misma clase de hoteles y comían los mismos platos.

Aún notaba aquella extraña sensación de espera, como si estuviese aguardando que me ofrecieran algo, o que me ocurriera alguna cosa. No se me ocurre mejor manera de describirlo. Supongo que en realidad buscaba a una chica, la adecuada para mí, pero no me refiero a una muchacha bonita y hacendosa para formar una familia, como deseaban mi madre o mi tío Joshua, o algunos de mis amigos. En aquel tiempo no sabía absolutamente nada del amor. De lo único que sabía era de sexo. Eso era lo único que, aparentemente, sabía mi generación. Creo que hablábamos demasiado del tema, escuchábamos demasiado y nos lo tomábamos demasiado en serio. Ni mis amigos ni yo sabíamos nada de cómo sería cuando ocurriera. Me refiero al amor. Éramos jóvenes, viriles, mirábamos a las chicas y admirábamos sus curvas, sus piernas, la manera de mirarte, y pensabas: «¿Lo harán o no? ¿No estaré perdiendo el tiempo?» Cuantas más chicas conquistabas más te pavoneabas, te tenían por un gran tipo y tú te lo creías.

Tampoco tenía mucha idea de que pudiera haber mucho más. Supongo que nos pasa a todos antes o después y, cuando ocurre, ocurre de pronto. Nunca crees que puedas llegar a pensar: «Ésta puede ser la chica ideal, la que algún día será mía». Al menos, no lo sentía de esa manera. No sabía que, cuando ocurriera, sería algo bastante repentino. Que diría: «Ésa es la chica a la que pertenezco. Soy suyo. Le pertenezco para siempre en cuerpo y alma». No, nunca soñé que sería así. Recuerdo el chiste de un viejo comediante que decía: «Una vez estuve enamorado y, si algún día noto que me puede volver a pasar, les juro que emigro». A mí me pasó lo mismo. De haber sabido cómo acabaría, yo también hubiera emigrado. Claro que para eso hay que tener sesera.

Capítulo IV

No había olvidado mi plan de asistir a la subasta. Tenía tres semanas por delante. Realicé dos viajes más al extranjero: uno a Francia y el otro a Alemania. Fue cuando me encontraba en Hamburgo cuando se planteó la crisis. Para empezar, le cogí verdadera tirria al matrimonio que conducía. Marido y mujer representaban todo aquello que más me desagradaba. Eran vulgares, desconsiderados, desagradables de mirar, y supongo que con su trato me llevaron a sentirme incapaz de seguir soportando esta clase de vida lujosa. De todas maneras, tuve mucho cuidado. No me veía capaz de soportarlos ni un día más, pero no les dije ni una palabra. No tiene ningún sentido ponerte a malas con la empresa que te emplea. Así que llamé al hotel, les dije que estaba enfermo y mandé un telegrama a Londres con la misma excusa. Dije que tenía para días y que enviaran a otro chofer para reemplazarme. Nadie me acusaría de nada. En la empresa no se preocuparían de averiguar nada más y, si no tenían más noticias mías, sencillamente darían por hecho que seguía enfermo. Más tarde, cuando regresara a Londres, les contaría alguna historia de lo mal que lo había pasado. Pero no lo tenía muy claro. Estaba hasta las narices del trabajo de chofer.

La rebelión marcó un cambio crucial en mi vida. Por aquello y otras cosas, me presenté en la sala de subastas en la fecha señalada.

«En subasta si no se realiza una venta privada previamente», habían añadido al cartel original. Pero el cartel seguía allí y, por lo tanto, la finca seguía en venta. Me sentía tan nervioso que apenas me daba cuenta de lo que hacía.

Nunca había estado antes en la subasta pública de una finca. Tenía la impresión de que sería algo excitante, pero no lo era. En absoluto. Fue una de las cosas más aburridas que he presenciado. Tuvo lugar en un ambiente casi lóbrego y no había más de media docena de personas presentes. El subastador no se parecía en nada a los subastadores que había visto en las subastas de muebles y cosas por el estilo; hombres dicharacheros que hablaban a gritos y siempre tenían un comentario gracioso para cada ocasión. Éste, en cambio, hablaba con un tono apagado. Destacó los méritos de la finca, informó de las medidas del terreno y pasó a la subasta sin mucho entusiasmo. Alguien ofreció 5000 libras. El subastador mostró una sonrisa de hastío, típica de alguien que ha escuchado un mal chiste demasiadas veces. Hizo algunos comentarios más y se escucharon nuevas ofertas. La mayoría de los presentes tenían pinta de ser gente de la zona. Uno con aspecto de agricultor, otro que debía ser uno de los constructores interesados, un par de abogados. Había uno que parecía venir de Londres, bien vestido y con la desenvoltura de un profesional. No sé si hizo alguna oferta, porque todo se desarrollaba con mucha discreción y pujaban con señas. La cuestión es que llegó un momento en que nadie más pujó, el subastador anunció con un tono melancólico que no se había alcanzado el precio de salida y que la subasta había concluido.

—Una subasta muy poco animada —le comenté a un hombre que había estado sentado junto a mí mientras salíamos de la sala.

—Todas son más o menos iguales —respondió—. ¿Asiste a muchas subastas?

—No. En realidad, ésta es la primera.

—Vino a curiosear. Vi que no hizo ninguna oferta.

—Sólo quería saber por cuánto la venderían.

—La verdad es que tampoco esperaban venderla. Sólo les interesaba saber quiénes estaban interesados.

Le miré con una expresión de curiosidad.

—Yo diría que sólo son tres —añadió mi amigo—. Whetherby de Helminster. Es un constructor. Después están Dakham y Coombe, que pujan para alguna empresa de Liverpool, y aquel tipo de Londres, que debe ser un abogado. Claro que siempre puede haber alguien más, pero estos son los principales. Se venderá barata. Eso es lo que dicen todos.

—¿Por la reputación del lugar?

—Ah, está usted enterado de la leyenda del Campo del Gitano. Eso no son más que historias que cuenta la gente de campo. El concejo comarcal tendría que haber modificado el trazado de la carretera hace años. Aquella curva es una trampa mortal.

—Pero el lugar tiene mala fama, ¿no es verdad?

—Insisto que es pura superstición. En cualquier caso, a partir de ahora la venta se negociará entre bambalinas. Se presentarán a hacer sus ofertas en privado. Yo diría que se la quedará la gente de Liverpool. No creo que Whetherby esté dispuesto a mejorar mucho su oferta. Le gusta comprar barato. Cada día hay más fincas que salen al mercado. Después de todo, no hay muchas personas que puedan permitirse comprar una finca, demoler la casa y edificar una nueva.

—Reconozco que es algo que no ocurre muy a menudo en la actualidad —afirmé.

—Demasiados problemas. Con tantos impuestos y una cosa u otra, y después no consigues personal de servicio en el campo. No, la gente prefiere pagar miles por un apartamento de lujo en la ciudad, aunque esté en el piso veinte. Las grandes mansiones campestres van regaladas.


Se podría
construir una casa moderna —repliqué—, equipada para ahorrar trabajo, y bastaría tener una criada.

—Se podría, pero cuesta mucho y a la gente no le gusta vivir aislada.

—Hay personas a las que sí.

El hombre se echó a reír y nos despedimos. Continué mi camino con el entrecejo fruncido, ensimismado en mis pensamientos. Sin darme cuenta de dónde iba, seguí la carretera entre los árboles que conducía a los páramos.

Fue así como llegué al lugar de la carretera donde vi por primera vez a Ellie. Estaba junto a un abeto y tenía el aspecto, no sé si me explico bien, de alguien que no estaba allí un momento antes, pero que se había materializado súbitamente como salida del árbol. Vestía un traje de tweed verde oscuro, su pelo tenía el cálido color castaño de las hojas secas y había algo levemente inmaterial en su figura. La vi y me detuve. Ella me miraba con los labios entreabiertos y una leve expresión de sorpresa en su rostro. Supongo que yo también me mostré sorprendido. Quería decirle algo, pero no encontraba las palabras.

—Lo siento. No... no quería asustarla —dije—. No sabía que hubiera alguien aquí.

Me respondió con una voz muy suave y amable, casi como la de una niña.

—No pasa nada. Quiero decir que tampoco yo esperaba encontrar a nadie aquí. —Miró en derredor y añadió—: Es un lugar solitario. —Se estremeció.

Aquella tarde soplaba un viento bastante fresco.

Pero quizá no fue por el viento. No lo sé. Me acerqué un poco más.

—La verdad es que resulta bastante siniestro. Me refiero a que la casa está en ruinas.

—The Towers —manifestó pensativa—. Ése era el nombre que tenía, aunque no se vean las torres por ninguna parte.

BOOK: Noche Eterna
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