Pero don Pedro Larroque ya debía saber bastante de los estragos del tiempo, por eso se le empañarían los ojos detrás de las gafas cuando recitaba, mirando a la ventana: «No se engañe nadie, no/pensando que ha durar lo que espera/más que duró lo que vio.» Tenía una voz que a mí me estremecía algo por dentro. A veces se acariciaba pensativo el pelo escaso, veteado de canas. Y nos preguntábamos si era guapo o feo, si era viejo o joven. Hasta que un día supimos, porque lo dijo él en clase, que tenía la misma edad que Jorge Manrique cuando le traspasó una flecha al asaltar el fuerte de Garci-Muñoz; treinta y nueve años. «Tan mayor y soltero» te dije yo con pena. Ahora, si vive, rondará los ochenta. Posiblemente ni se acordaría de nosotras, caso de que nos encontráramos en algún sitio. Y sin embargo, me sigue hablando a través de tu boca, como Jorge Manrique nos hablaba a través de la suya. Y ya ves, siempre a vueltas con lo mismo, con el tiempo.
Porque lo más prodigioso, Mariana, es que yo, que he vivido tantos años sin que se me pasara por las mientes don Pedro Larroque, no te lo creerás, pero poco antes de recibir tu carta me estaba acordando de él, o sea que ha vuelto a salir a escena normalmente, como si nada, para completar mi evocación con la tuya. Y también a mí me daba alientos para escribir, con una frase que ni siquiera sé si la dijo en su día o la he inventado yo, porque de tanto darle pasto a los recuerdos en plan solitario —no sé si a ti te pasará lo mismo— a veces los adorno sin demasiada convicción y un poco a fondo perdido, como esas señoras que se cambian continuamente de peinado cuando empiezan a darse cuenta de que han dejado de gustarle a sus maridos. «No deje usted nunca el cazamariposas, señorita Montalvo» es lo que me decía hace un rato a mí don Pedro o su fantasma. Pero ni me emocionó ni me sirvió de mucho una frase que, en todo caso, iba dedicada a una niña lejanísima y exangüe que no tiene nada que ver conmigo, condenada a cazar por los siglos de los siglos mariposas de cera cuajadas de diptongos. Bonito, si quieres, surrealista. Pero es una escena embalsamada por la que no corre el aire ni correrá nunca, mientras no se reavive la fe en esa niña y en mi parentesco con ella por métodos que no sean los de la respiración asistida.
En cambio, si tú escribes con tu caligrafía inconfundible, después de tantos años sin recibir una carta tuya: «Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre» ya es distinto. La palabra «siempre» recupera poderes de talismán, levanta la tapa del ataúd donde yacía la Bella Durmiente, y a la señorita Montalvo y a mí, que ahora me llamo señora de Luque, nos vuelve al unísono el color a las mejillas.
Fíjate, aun en el caso de que nuestro viejo profesor se hubiera muerto, que bien pudiera ser, sus palabras, sólo por traérmelas a la memoria ahora tú, se abren camino entre la maleza que ocultaba el castillo de la Bella Durmiente a la vista de los profanos, y me llegan tan directamente a espabilar el corazón y los sentidos como las de nuestra conversación del otro día, la cual también, por cierto, estaba languideciendo y volviéndose discutible y borrosa sin tu concurso. Es decir, que la liebre en el erial empezaba a vivir de respiración asistida, igual que nuestros años de instituto, Guillermo y el reloj que había al final de tu pasillo de la calle de Serrano. Precisamente llevaba varios días preguntándome: «¿Pero vi a Mariana de verdad? ¿Y ella a mí? ¿Y qué vería al mirarme, si nos vimos? ¿Será verdad que me mandó escribir?.» En cambio ahora, sé seguro que no lo he inventado, porque me mandas un plano de la habitación desde la que acusas recibo de mis deberes y me pides que siga, porque me cuentas lo que te dije en el cóctel, y porque te acuerdas hasta del color del traje que llevaba puesto en mi casa aquella tarde de junio en que yo empezaba a sufrir por causa de Guillermo, antes de que te fueras a vivir a Barcelona y dejara de verte ya del todo, un vestido rojo, sí, de escote cuadrado, me lo trajo mi madrina de París. Como de cuento de hadas, ¿verdad? Luego te contaré ese cuento del traje rojo si viene al caso, aunque de repente son tantas las historias que se me agolpan pidiendo turno para salir a flote que no sé por dónde voy a empezar. De momento me limito a disfrutar de tu carta y sumergirme en sus «¿te acuerdas?» como si me dejara besar por el sol después de un largo invierno.
No nos damos cuenta, Mariana, de lo maravilloso que es poderle preguntar a alguien: «¿Te acuerdas?» y notar que sí, que se acuerda. Los recuerdos cultivados a solas forman una madeja embarullada por dentro, enganchada entre pinchos, llegas a no diferenciar lo que te pasó de otros jirones descabalados procedentes de escenas callejeras o del cine; pero lo peor es que, de tanto moverte en esa maraña, el ayer te vampiriza, te enrarece el aire y te tapa la luz del día en que estás viviendo. Es difícil salirse del tumor del pasado dejando indemne el tejido del presente, tan delicado y frágil como un pétalo.
Algo parecido pasa con las cartas atrasadas, sobre todo cuando se releen pidiéndole al texto que te provoque el mismo sobresalto y la misma emoción de la primera vez. Intento inútil, claro. La sorpresa es una liebre, como muy bien sabes, y el que sale de caza nunca la verá dormir en el erial. Mi hija Encarna dice que las cartas viejas debían llevar consignado a pie de página el plazo de caducidad, como las medicinas. Y al año, como mucho, tirarlas, en vez de dejar que atiborren el armario.
He mirado las fechas de la tuya. Está acabada hace una semana, aunque probablemente echada más tarde. No ha tenido tiempo de perder su virtud curativa. El de «siga usted siempre, señorita Montalvo» es un siempre recién cortado, vitamina fresca, ya me está haciendo efecto hace un rato, por eso se me han saltado las lágrimas. Era justo lo que necesitaba oír. ¡Qué alivio más fulminante!
He seguido un rato con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las manos, saboreando las lágrimas que me caían por la cara, como cuando en el cine se ve una película de amor, dándome cuenta de lo bien que me sienta llorar así, sin duelo ni desconsuelo. La sensación la reconozco, o sea que no debe ser la primera vez que lloro en este plan tan dulce, que conjura maleficios y deshace nudos negros, pero el tiempo que me separa de esa otra vez, la que fuera, no lo sé calcular. Porque yo, Mariana, y esto te lo quiero decir enseguida para que veas que al menos en ese terreno la vida no ha podido conmigo, nunca he sabido calcular el tiempo ni me interesa. Sólo aspiro a que me acoja, a entrar sin miedo en su recinto sagrado, en vez de estarlo acosando desde fuera, defendiéndome de él, tomándole las medidas. En eso consiste la bienaventuranza, en decir, como decía Guillermo, «ahora es siempre» y creérselo y ser capaz de transmitírselo a los demás. Y mientras me acuerdo de esto y de la mirada de Guillermo fija en las estrellas cuando lo dijo la noche que lo conocí, la palabra «siempre» ahí a mi lado, escrita de tu puño y letra, me manda guiños de luz de faro entre niebla, ligeramente emborronada por mis dos lágrimas recientes, lo cual indica que también tú sigues escribiendo con pluma estilográfica, otra coincidencia.
Y, bueno, ya está bien de preámbulo y vericueto. La ansiedad se ha fundido con las lágrimas y hemos llegado a un claro del bosque. Hagamos un alto, si te parece.
Creo, con poco margen de duda, que le ha tocado el turno a la historia de Guillermo, aunque salga en revoltijo con todas las que puede llevar adheridas, que serán muchas, ya te lo advierto, porque yo a las adherencias no les voy a meter el bisturí. No sé en qué disposición estás tú. Yo por mí me atrevo. En este momento, en este «ahora» acampado entre dos polos de «siempre» me siento instalada en un territorio estratégico para montar el catalejo y otear muy allá, sin olvidar el punto de mira que he tomado ni, por supuesto, que vale rectificarlo. Y aunque el lugar te parezca metafórico, existe; y el suelo que estoy pisando es de fiar. Créeme, por favor. Además hoy no tenemos alrededor comparsas que nos interrumpan. ¿Quieres entrar conmigo, Mariana, en el recinto del cuento?
Te aviso, eso sí, que voy a cambiar de estilo, ya que me has dado carta blanca para que elija libremente. El epistolar lo dejo en reserva, porque nunca se sabe si hará falta volver a echar mano de él para algún adorno, pero de momento no me sirve. Sobre todo por una razón de tipo práctico: no voy a poder mandarte la carta.
Como necesito imaginar, aunque sea aproximadamente, tus puntos cardinales, mientras aparejo los bártulos para la pesca de esta historia esquiva que a las dos nos concierne por igual, he telefoneado a la doctora Josefina Carreras para preguntarle cómo sigue tu amigo y saber dónde estás tú. Habla con voz de doblaje de película. Dice que no puede aclararme nada y que no está autorizada para dar tus señas a nadie. De repente ha sido como si me quitaran un puente, pero me he resistido a colgar.
—Pero a usted la llamará, supongo, para saber qué tal anda la clientela.
—Pues sí, algunas veces.
—Ya. ¿Y qué tal está ella? ¿Se encuentra bien?
—¿Por qué iba a encontrarse mal?
—Ay, mire, hija, pues porque pasa mucho. ¿Usted no se encuentra mal alguna vez? ¿O es que los psiquiatras tienen ustedes bula?
Se le ha escapado una breve risita de compromiso, tal vez porque empezaba a insinuarse en su computadora mental el dilema que ha motivado su primera pregunta directa: quiere saber si soy una amiga tuya o una paciente. Pues vaya perra que os ha entrado con eso. Pero de pronto me he puesto de muy buen humor y, como siempre que me siento ligera, me dan ganas de jugar, de hacer un poco de teatro. En este momento me va un tono extravagante. La doctora Carreras tiene que imaginarme fumando en boquilla.
—¿Amiga suya? —pregunto con voz lánguida—. ¿Usted qué cree, cielo? ¿Eh? Le doy un minuto. Por favor, ponga a funcionar la neurona.
Hay un silencio.
—Yo no tengo por qué creer nada —dice, al cabo.
—¿Ah, no? ¿No cree usted en nada? ¿Ni en Freud?
Su acento, de repente, es algo airado.
—Perdone, ¿la trata la doctora León? Es lo único que he querido preguntarle.
—Pues verá, por ahora sólo por carta. Tratamiento a distancia, ¿sabe?
—¿A distancia? ¡Qué raro! No entiendo.
Procuro dar a mi respuesta un tono entre confidencial y misterioso.
—No me extraña. Es un caso delicado. Hubo un malentendido entre nosotras, sospechas con relación a un presunto robo, espero de su discreción profesional que sepa guardar el secreto, es una causa que ha quedado archivada durante largo tiempo, y se está viendo estos días. Cualquier testimonio, por insignificante que parezca, puede resultar decisivo.
—Sigo sin entender.
—Da igual. Por cierto, ¿sabe usted si un amigo de la doctora León, que intentó suicidarse, está fuera de peligro? ¿O tal vez se ha ido de viaje con ella? Se llama Raimundo, mitad paciente y mitad amigo, según mis noticias, se lo digo para su ficha. ¿Lo conoce usted?
—Bueno, lo conozco de que últimamente está llamando bastante —dice con un acento algo alterado.
Pero enseguida se le nota que se ha arrepentido de decirlo. Yo aprovecho la ocasión para seguir el juego.
—¡Ah, vamos! —digo, exagerando mi imitación de un detective—. Eso indica que no se han ido de viaje juntos, que a él se le puede localizar. Correcto.
—Yo no sé nada. Yo no he dicho eso.
—Está bien. Me empieza usted a aburrir, pero no tema; no la implicaré en nada. Muchas gracias por su colaboración y salga un poco más al cine.
No sé si a estas horas la doctora Carreras se habrá aclarado acerca de la perturbación mental que me aqueja. Yo, por mi parte, lo que he sacado en consecuencia es que escribirte a tus señas de aquí sin saber cuándo vas a volver no merece la pena.
Esta carta, pues, ha dejado de serlo y pasará a engrosar mi cuaderno de deberes. Que todo en él —como verás algún día— va en plan de añicos de espejo. No hay mal que por bien no venga. La historia de Guillermo no puede quedar reflejada en versión única y de cuerpo entero, como una novela rosa perfectamente inteligible e inocua. Se merece otro tratamiento, que iré inventando, porque más que contarla lo que quiero es investigarla, proyectar la perplejidad que me producen sus fisuras, sus quiebros y sus
trompe l'oeil.
Usaré la técnica del collage y un cierto vaivén en la cronología. Aparte de la versión aportada por tu carta —que adolece de fragmentaria y partidista—, cuento con otros elementos que me pueden servir para refrescar la memoria: varias cartas de amor y de ruptura con el plazo de vigencia más que caducado, retazos de un diario que empecé a raíz de la muerte de mamá y algo mucho más reciente y literariamente más aprovechable: unos apuntes, que paso a poner en limpio, tomados hace pocos días, después de mi conversación con Soledad. (Es la amiga íntima de Amelia, mi hija menor, y hay menciones dispersas a ella en páginas anteriores de este cuaderno, así que no voy a volver sobre lo escrito. Tú misma atarás cabos.)
Se inicia la pesquisa. Ahora apártate a escuchar, ¿te importa?, porque estoy hablando de ti con otra persona. Veremos lo que sale.
* * *
—¿Desde que Mariana me habló por primera vez de Guillermo hasta que lo conocí yo? Pues no sé, como medio año pasaría… Me resulta tan raro ponerme a calcularlo, si quieres que te diga la verdad…
—Por supuesto que quiero que me digas la verdad. ¿Raro por qué? —pregunta Soledad.
Y percibo en el silencio que sigue un clima que podría identificarse con el que se crea cuando el sospechoso se ve acosado por el detective. Últimamente leo muchas novelas policiacas.
—Tal vez, ahora que me lo preguntas —digo repentinamente pensativa—, porque ocurrieron demasiadas cosas, sin que yo me diera cuenta, en un plazo de tiempo aparentemente muerto. A Mariana era evidente que había dejado de divertirle estar conmigo, mejor dicho, se me fue haciendo evidente poco a poco; el punto álgido fue aquella Navidad. Y lo viví como una mutilación insoportable, como un vacío.
—¿Pero cuánto duró? —insiste Soledad—. A veces me recuerdas a mi madre.
—Vamos a ver… Segunda mitad de septiembre, octubre, noviembre, Navidades, enero y febrero. Pues sí, eso, cinco meses y pico, lo que te decía.
La habitación empieza a estar en penumbra. Llevamos mucho rato hablando. Ella me ha mirado contar por los dedos y ahora espera un poco, con aire ensimismado, como si me agradeciera esta pausa. Yo también la agradezco. Parece mentira que sean los tramos más significativos de la historia de una persona los más cuidadosamente archivados en pliegues recónditos de su memoria. De repente me apetece aislarme, como a lo largo de aquellos meses en los que me parecía que no estaba pasando nada, y revivirlos en silencio, hacerme un ovillo dentro de ellos. Porque me doy cuenta de que fueron eso precisamente: el ovillarse de un gusano que se prepara, sin saberlo, para convertirse en crisálida. Y los rescato al entenderlos.