—¡Qué estupidez! —dije yo—. ¿Es que no te das cuenta de lo absurda que es esa letra? «Me gustaría estar/en el fondo del mar/a la sombra de un jardín de pulpos.» como todas las de esos chicos, por otra parte. ¡En un jardín de pulpos! Vamos, ¿a quién se le ocurre?
—Esas cosas sólo se les pueden ocurrir a los poetas, claro —dijo Sergi—. Si le pides lógica a la poesía es que tu inteligencia se empieza a oxidar. Ojo, Mariana, encanto.
Yo me exalté mucho. El mensaje que estaban mandando los Beatles a todo el mundo, dorándonos la píldora con un espolvoreo de poesía, era peor que estúpido o absurdo, eran consignas de evasión, como el «
let it be
» como el «
a here comes the sun
» o el «submarino amarillo» esperanzas ñoñas de inmersión en lo irreal, que a la larga iban a hacer mucho daño a la gente, la iban a despolitizar y a volverla más indolente, más sensual, a rebajar sus defensas y su criterio, qué más da, tú escurre el bulto,
here comes the sun
, todo está bien como está,
let it be
, y que siga la fiesta. Fue un discurso bastante visceral, lo reconozco.
—¿Qué diferencia encuentras —concluí— entre todo eso y el reaccionario Manuel Machado de las antologías con su alma de nardo del árabe español? «Mi voluntad se ha muerto una noche de luna en que era muy hermoso no pensar ni querer» ahí lo tienes; no necesitamos que nos lo descubran desde Liverpool esos cuatro alfeñiques.
Sergi, que estaba junto al mueble bar sirviéndose una copa, volvió a poner el disco que momentáneamente había quitado, como si quisiera dejar patente que era mi discurso el que había interrumpido el de los Beatles y no al revés. De momento casi no me di cuenta. Me había acalorado mucho y tenía la respiración muy agitada. Sergi vino a sentarse a mi lado en el sofá y me cogió una mano. Sonreía, entre irónico y seductor. La canción que aconsejaba buscar escondite en un jardín submarino a la sombra de los pulpos volvía a trepar por las paredes de la habitación empapelada en tonos verdes, sobre la que empezaba a caer una grata penumbra,«
I want to be under the sea
» giraba, rebotaba contra las esquinas, amenazaba con distorsionar la realidad. Quise decir algo, pero Sergi puso el dedo índice en mis labios.
—¡Qué cerril eres a veces, Ninotchska! —me dijo casi al oído—. Si no fueras tan rabiosamente guapa… Anda, por favor, calla un poco,
let it be
… ¿No quieres beber algo?
Yo me levanté sin decir una palabra y me fui de aquella casa dando un portazo. Enseguida comprendí que había sido una reacción excesiva y me detuve junto al ascensor. Estaba segura de que él iba a salir a llamarme, como en las películas. Pero no lo hizo.
Anochecía. Recuerdo que iba llorando de rabia por la calle Aribau, mirando hacia los balcones y acordándome de Andrea, la protagonista de Carmen Laforet, que vivía por allí, y me gustaba imaginar que podía encontrármela y cogerme de su brazo como del de una amiga antigua. Tal vez estaba a punto de volver a aquella casa oscura donde vivían sus parientes, un ambiente opresivo que a ti, Sofía, te recordaba el de
Cumbres borrascosas
, y ella llegaba allí después de haber estado deambulando sin rumbo por la ciudad, con su trajecillo raído, se paraba vacilante ante el portal de la casa, le daba pereza subir a encerrarse, yo la llamaría: «¡Andrea!» y nos reconoceríamos de inmediato. Empecé a andar más despacio, como extrañándome a mí misma. Hacía tiempo que no sufría ese tipo de alucinaciones, casi siempre nacidas, Sofía, al calor de las tuyas. Y además de noche, porque era aquel olvidado duendecillo Noc, padre de todas las historias, el que ponía el mundo patas arriba. Y el corazón me dio un vuelco al verlo resucitar entre piruetas, colgado de los hierros de un viejo balcón de la calle Aribau, a la luz de los faroles. Andrea-Noc, una de esas asociaciones de ideas tan intensas y arbitrarias que desplazan en el recuerdo al razonamiento que las motivó, lo cual no deja de ser poesía pura. Ojo, Mariana, encanto, si le pides lógica a la poesía es que tu inteligencia se empieza a oxidar. Tenía razón Sergi. ¿Por qué me empeñaba siempre en vivir a la defensiva?
Y me daba cuenta, aunque fuera subterráneamente, de que mi llanto había dejado de ser una rabieta de amor propio. Era ya puramente poético y contradecía a la lógica, porque se basaba en la añoranza de un personaje de novela con el que nunca hasta ese momento se me había ocurrido identificarme. Y si lo rememoraba, no era tanto porque me sintiera sola e incomprendida por las calles de Barcelona, como Andrea en los años cuarenta, sino porque
Nada
fue una de las primeras novelas que tú me recomendaste apasionadamente, Sofía, aunque tu madre no nos la dejaba leer. Y en ese momento, recién expulsada por mi propia soberbia del jardín de los pulpos que me brindaba Sergi, me refugiaba en el recuerdo de nuestras primeras lecturas clandestinas, cuando a todos los jardines de cuento me introducías tú de la mano, y la sorpresa era una liebre blanca que sólo descubren los que no salen de caza. En una palabra, era a ti a quien echaba de menos, Aribau abajo, para contarte mis males, que venían de atrás; desde que había dejado de contártelos. Necesitaba oír tu opinión sobre casi todo. El recuerdo de nuestras cabezas juntas bajo la lámpara de mi cuarto con la novela de Carmen Laforet encima de la mesa es lo que había acarreado la añoranza de unos pasos nocturnos acompañando a los míos. Por eso había revivido también Noc, claro, y se había eclipsado inmediatamente. Porque, sin ti, él se aburre. Tanto Noc como yo era a ti y no a Andrea a quien necesitábamos encontrar. Me pareció deslumbrante aquella asociación de ideas. Cada vez veía más clara mi vocación de psiquiatra. ¡Oh, investigar los caminos tortuosos del mundo interior! Ya por entonces, mi último curso de Medicina, lo tenía casi completamente decidido.
Pero ahora que lo pienso, en mi desazón de aquel paseo nocturno por las calles de Barcelona, tal vez empezaba a insinuarse también esa polémica secreta frente al asunto de la mujer-objeto, donde no siempre mis posiciones han estado bien definidas, con lo que a mí me gusta definirlo todo. Consideraba una ofensa que Sergi me hubiera llamado guapa para zanjar una discusión que a mí me parecía más seria, cuando por otra parte yo nunca he podido vivir sin que los hombres, de una manera o de otra, me hagan entender que me encuentran guapa. Pero mejor de lejos, sin acercarse mucho. Desde los once años me pasa lo mismo, tú lo sabes muy bien, Sofía.
—¿Pero cómo te puede bastar con eso? —me preguntabas a veces, muy extrañada.
—Bueno, no sé si me basta, pero saber que gusto me alimenta y me anima. No me quiero meter en más líos.
—¿A qué le llamas lío?
—Pues lío le llamo a atarme, hija, la palabra lo dice, a depender de otro.
—¿Te da miedo?
Y yo te decía que no, que no era miedo propiamente. Pero sí lo era.
Y una noche, durante una fiesta de cumpleaños en casa de Sergi, poco antes de lo del jardín de pulpos, me emborraché por primera vez en mi vida, yo que tanto he presumido de aguantar bien el alcohol y saberlo controlar. Había muchos amigos del grupo, casi todos hombres, con los que más o menos debía haber andado yo coqueteando. No me acuerdo de nada, pero por lo visto (se lo sonsaqué luego a la novia de uno de ellos) me dio por llorar y por decir que yo era una farsante, y que daría todos mis estudios y desvelos por el futuro de la clase obrera a cambio de perderle el miedo al placer, a la buena vida y a los hombres. Fue lo que me valió el apodo de Ninotchska.
En fin, que cuánto tiempo ha pasado desde aquella tarde en que oí por primera vez el «
octopus' garden
» y cuánta menos resistencia le opongo ahora a esa letra que se me va infiltrando insensiblemente en la sangre, qué pena no volver a tener veintipocos años, cuando llorar por la calle te embellecía, ni siquiera tenías que comprobarlo espiándote de reojo en la luna de los escaparates, se daba por hecho, todo te embellecía, nada dejaba marca. Eso es lo que pensaba el otro día cuando, recién llegada aquí, me asomé a la terraza de la 203 y estaba sonando la canción de los Beatles, que se extendía en ondas suaves por todo el ámbito de la piscina hasta escurrirse por entre la barandilla de piedra, rodar por la playa y luego hundirse en el mar. «Me gustaría estar en el fondo del mar, a la sombra de un jardín de pulpos» ya lo creo, ¡qué divertido!, «en un escondrijo entre las olas» sí, y no tener que volver a sacar nunca la cabeza, nunca. A escondidas, a espaldas de todo, en un jardín clandestino.
Y en ese momento un camarero se dirigió con su bandeja a una de las mesas resguardadas por quitasoles, y cuando dejó el martini y los aperitivos, me fijé en la mano rematada por uñas primorosas que surgía de las profundidades de la tumbona para firmar la nota que el camarero le tendía. Y era ella, la mujer que me había salido al encuentro en recepción.
Se incorporó para saborear el trago rojo a través de la pajita y pinchó con desganada elegancia una aceituna. En toda su actitud se leía el tedio. «Llevo tanto tiempo hurgando en los motivos de ese tedio —pensé—, asistiendo como mero comparsa a las fiestas donde se incuba, recogiendo los añicos de los destrozos que provoca.» Pero no podía dejar de mirarla fascinada. Se había levantado y avanzaba ahora hacia el trampolín, cuyos escalones subió, tras una ligera ducha. Sin gorro, por supuesto. El pelo lo lleva corto. Creo que teñido, no sé. Pero, en todo caso, con muy buenos productos.
Una vez en lo alto del trampolín, recortándose contra el mar, miró hacia mi habitación, que cae justo enfrente. Sonrió e hizo un saludo antes de arrojarse al líquido color turquesa en un salto impecable. Retrocedí como cogida en falta. Fue cuando me di cuenta de que alguien, que estaba en la terraza de al lado, se había percatado de mi presencia. Posiblemente la misma persona a quien iba dirigido el saludo desde el trampolín. Era un hombre delgado, pero solamente conseguí atisbar su silueta borrosa a través de la mampara de cristal esmerilado que separa cada terraza de su vecina. Inclinó la cabeza rápidamente. Me pareció que estaba leyendo un periódico.
Me metí, bajé la persiana a toda prisa y me acosté pensando que me cuido muy poco, que tal vez me convendría cortarme el pelo. Y desde luego perder por los menos cuatro kilos. Imaginando lo excitante que debe ser practicar el esquí acuático, nadar correctamente a crol, hacer una excursión en yate, o proyectar un viaje de placer con alguien que te dé todas las cosas resueltas. Pero esa última idea la descarté como falaz. En el ascensor, junto al espejo, había visto anunciados servicios de sauna, gimnasia pasiva, masaje, peluquería y clases de natación. Decidí que quería volver como nueva a Madrid, que Raimundo no me reconociera. Pero la imagen de Raimundo también la descarté como falaz.
Las sábanas estaban bien planchadas y la penumbra, veteada por los ruidos que llegaban de fuera, era muy relajante. Pero daba vueltas en la cama y no conseguía dormirme. Porque, junto con mis propósitos de embellecimiento, surgía la descalificación desdeñosa de la persona que los había provocado. Contra el deseo turbador de parecerme a ella, se enfrentaba la convicción altiva de mi superioridad y se insinuaba la tentación paralela de buscar una ocasión para amonestarla sobre la vacuidad de una vida sin otros estímulos que los del consumo. Imaginaba a retazos las diferentes circunstancias que podrían acompañar a nuestra conversación. Y acababa convenciéndome de que, en cualquier caso, sería aburridísima y sin interés ninguno, de que aquella mujer era un cromo que tenía «repe.»
La sospecha de conocerla ya, de haberla visto en otro sitio, se alternaba con la impresión de estarme recordando a alguien sobre quien yo ejercía influencia, posiblemente a alguna paciente. Con el diván por medio, nunca la habría envidiado. Estaba segura. Pero también sabía que no tenía ganas de volver a la habitación del diván, identificada cada vez más con la boca de un lobo. No, allí no, sólo de pensar en eso me entraban sudores de angustia que hacían más delicioso, por contraste, un salto imaginario desde el trampolín. Y ella estaba allí abajo, deslizándose como una sirena por las aguas color turquesa, mientras yo me palpaba los michelines del estómago y me perdía en sórdidos soliloquios. Con el diván por el medio, no la habría envidiado. Claro que no. Pero no había venido a mi consulta. Nos habíamos conocido en su campo, me tocaba jugar ahí, en campo adversario. Y una de dos: o bien tiraba la toalla, o bien tenía que contar con tan desventajoso detalle. Y saber que en ese campo, el reino por excelencia de la mujer objeto, ella llevaba, en principio, las de ganar.
Por lo menos eso fue lo que pensé antes de levantarme a buscar una pastilla de orfidal, tomármela con un botellín de agua de Vichy que saqué de la nevera, volver a ingresar en cama y abandonarme definitivamente al sueño.
Me desperté a eso de las seis. Deshice a medias la maleta, me duché y di mi primer paseo a pie hasta el pueblo por el camino que aleja de la playa, sin enterarme de si el trayecto se me hacía largo o corto ni preguntarme para qué iba allí. Pero congraciada con mis pasos.
Ya esa primera tarde descubrí la tienda adonde luego he ido tantas veces y me llamó la atención su aspecto híbrido de almoneda, mercería y librería de viejo. Compré un palillero de China en forma de perrito, un cuaderno rayado marca Centauro y el
Diario
de Katherine Mansfield. En la misma calle está la parada de autobuses de línea que enlazan regularmente con Cádiz y otros pueblos de la costa. Pedí los horarios.
Andaba sin designio, sumida en una placentera sensación de irrealidad que potenciaba, por contraste, la realidad de mi propio cuerpo, dotando a la mirada de tensión y descanso, una mezcla muy rara de lograr, Sofía, para mí: esa percepción que emana de concentrarse simplemente en abarcar lo concreto y considerar sus límites, colores y reflejos. Durante el paseo de ida, entre chalets, había visto varios senderos a la derecha que bajaban hacia el mar. No los tomé, pero, subida en un montículo, había hecho un alto para orientarme. La marea estaba baja, y desde la punta del pueblo hasta el hotel podía volver por la playa, si quería. No había rocas ni edificaciones que lo impidieran. Aunque no decidí nada, la posibilidad de ese regreso nocturno a la orilla del mar me acompañaba luego en mi deambular por el pueblo a medida que lo recorría y notaba que iba cayendo la tarde y el aire se hacía más frío.
Se me había olvidado el reloj de pulsera, seguramente en la repisa del baño, y lo tuve por buen augurio. «No me lo vuelvo a poner hasta que me vea llegando a Madrid» me prometí a mí misma. Y por primera vez la idea de reanudar mis horarios de trabajo se me presentó como algo inminente y se me hizo intolerable. Porque además cada día que pasa estoy quedando peor con Josefina Carreras, la doctora que me suple desde lo de Raimundo y que debe estar preocupadísima. Solamente he conectado una vez con ella desde Puerto Real. «Tengo que llamarla mañana mismo» me dije. Pero sabía que no lo iba a hacer.