De camino, sobre una mesita octogonal, vi una bandeja con bebidas y me paré a servirme un vaso de vino. Era tinto corriente, y los vasos de cartón. No se trataba de ninguna copa de cristal tallado ni de un líquido con reflejos ambarinos como uno se imagina los filtros de amor que transformaron a la infanta Flérida o enajenaron la voluntad de Isolda, no había razón para ponerse en guardia. Bebí, pues, el primer sorbo despreocupadamente, como si hiciera un alto en mi viaje. Me sentó bien y me arrancó un suspiro profundo, de olvido e ingravidez. Miraba subyugada el rescoldo de aquel fuego y la figura inclinada de quien intentaba hacerlo revivir. Tal vez yo iba en su ayuda, pero no tenía prisa por llegar, me bastaba con saber que quería ir allí y con inspeccionar desde fuera los accesos al recinto (limitado por un sofá y dos butacas) donde se guarecía el chico rubio, igual que cuando el niño perdido de los cuentos cree ver brillar entre las tinieblas del bosque la lucecita de una casa lejana y se para a gozar de su esperanza y su deslumbramiento repentinos. ¡Quién volviera a ese instante de tiempo detenido! Yo vuelvo muchas veces, aunque por vericuetos que no arrancan de la mesita octogonal sino de distintos lugares superpuestos, de mis bosques de ahora. Y la escena aparece siempre igual.
Es una foto fija como la que, al principio de algunas películas, congela la imagen de los actores, mientras aparece a la derecha su nombre de verdad junto al que les ha tocado en el reparto. La muchacha de rojo: Sofía Montalvo. Aún no sabemos lo que les va a pasar. Un cromo repetido que se cuela entre medias de mis sueños, que interrumpe también, cuando menos lo espero, algún quehacer, recado o argumento tedioso y me rapta en volandas de la sombra a la luz. Está usted en las nubes, señorita Montalvo. ¿En qué piensas, Sofía? Y yo ya en otro tiempo, en otro ámbito, dentro de la burbuja, sin entender por dónde he vuelto a entrar en ella, con miedo a que el calor la haga estallar. Pero no, eso es postizo, miedo no. La chica de rojo no tenía miedo, y tú eres la chica de rojo. Estás parada en medio de la habitación desconocida, a unos quince pasos de la chimenea, y te has llevado el vaso de cartón a los labios. ¡Quieta! Concéntrate. La mirada no debe apartarse de los hombros del chico rubio, que aún no conoce tu existencia, igual que tú no sabes que de la curva de esos hombros es de donde brota la fuerza que te llama, ni sabes que has tomado un bebedizo, porque ¿quién desconfía de un vaso de cartón? Sonríes, has brindado por el fuego y te pesa el abrigo. Concéntrate en tu cuerpo, ya te puedes mover un poco, como si te miraras al espejo. ¡Acción!
Volví a llenar el vaso y lo apuré de un trago. Luego avancé hacia el recinto de la chimenea, sorteando algunos cachivaches tirados por el suelo, en línea oblicua, atenta a cada paso que iba dando. Las butacas eran grandes y estaban muy pegadas al sofá. No me convenía ni correrlas para abrir un pasillito de acceso ni entrar por los dos huecos que dejaban en la parte delantera, más cerca del fuego, porque cualquiera de estas opciones delataría mi intrusión. Así que me quité el abrigo para sentirme más libre de movimientos, lo puse en el respaldo del sofá y luego, sentándome en el brazo izquierdo, me dejé resbalar despacito al asiento y giré las piernas en el aire. En ese momento él le había dado la vuelta al único tronco grueso que quedaba encendido. No daba la impresión de que fuera a prender. Me quedé un rato completamente inmóvil. Ni siquiera me estiré la falda, que se me había subido —estrecha como era— bastante por encima de las rodillas. Y el corazón me latía muy fuerte, como cuando has llamado al timbre de una puerta desconocida y empiezan a oírse dentro los pasos de alguien que viene a abrir y ya no puedes volverte atrás.
De pronto pasó algo muy raro: supe que el chico rubio había detectado mi presencia. Ni yo me había movido ni él había vuelto la cabeza. Pero se estiró hacia la derecha para coger un fuelle, y cuando lo aplicó al corazón de la brasa, ya sabía que alguien había invadido su recinto. Me acurruqué en un rincón del sofá esperando que se volviera irritado o al menos curioso. Pero no lo hizo. Tenía unas manos muy bonitas y sus gestos eran cada vez más delicados. Se movía para mí, le gustaba que estuviera mirándolo. No sé cómo se entienden estas cosas, así por lo fulminante, pero cuando ocurre ni hace falta pedir garantías ni hay rectificación que valga. Mera cuestión de fe. Era así. Me estaba dedicando aquellos gestos, tal vez me hubiera visto de reojo, como los toros vislumbran el revoleo de un capote, quién sabe. Pero del fuego ya se había distraído, aunque seguía atizándolo cada vez más lentamente, sin eficacia alguna. Había pasado a ser un incendio de teatro, un pretexto para lucir sus manos y su nuca ante mí. Además el tronco aquél no prendía, hacía falta un poco de leña menuda. Era demasiado gordo.
Entorné los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo del sofá, dispuesta a improvisar mi papel en cuanto me dieran pie. Me lo tenía que dar él, porque seguía sin aparecer nadie más. Seguramente sería una frase interrogativa, es lo más corriente para iniciar el diálogo entre personas que no se conocen. Y a mí no me tocaba hablar la primera, esa posibilidad prefería descartarla. ¿Pero a qué perder el tiempo en conjeturas? Lo importante era hacer acopio de serenidad y saborear aquella excitación tan grande ante la idea de contestar «quiero» a cualquier invitación o desafío. Se avecinaba un juego inédito, aunque muy antiguo también, el gran juego apasionante del que todo el mundo tiene referencias y que hasta entonces yo sólo había disfrutado a través de las que me llegaban del cine y los libros. Mariana opinaba que me estaba envenenando con tantas historias de amor literarias y que aquellas pistas falaces de las novelas y del cine me iban a despistar cuando intentara aplicarlas a mi propia historia.
—No tendré que pedir ninguna pista a nadie, no te preocupes —protestaba yo—. Sabré yo sola muy bien lo que tengo que hacer cuando llegue el caso.
—¿Y cómo sabrás que ha llegado el caso? —insistía Mariana.
—Porque tendré ganas de gustar. Me lo dirá el cuerpo. Y la imaginación y la inteligencia se crecerán, obedeciendo a las señales del cuerpo, querrán ponerse a su altura.
Todo se iba cumpliendo, con el añadido de un regalo premonitorio. La imaginación tenía que abarcar mucho para ponerse a la altura de un cuerpo que llevaba veinticuatro horas con ganas de gustar, que, resucitando inopinadamente al conjuro de un hada madrina, se había vestido de gala y había ensayado ante el espejo una función sin réplica; que estaba deseando convertirse, a su vez, en espejo. El mismo cuerpo que ahora acababa de desprenderse en silencio de los zapatos y subía los pies al sofá con languidez teatral; gesto, por cierto, que pareció hallar eco en el otro actor y provocar un amago de torsión en su cabeza, aunque tan tenue y breve que la chica de rojo no tuvo tiempo más que para adivinar entre pestañas el remate de una garganta memorable. Menos mal que no llegó a emitir sonido alguno. Pero había rondado ese peligro.
Me temblaban un poco las manos. Comprendí que tenía que estar alerta, sin que se notara, a la frase que aquel joven, digno de ser amado como Calisto o Romeo, podía pronunciar intempestivamente, hasta incluso de espaldas, golpe traicionero que haría la réplica más arriesgada.
Pero bueno, el caso era perder el miedo y fomentar la imaginación. No podía defraudar a mi madrina. Me había vestido de rojo para ver si alguien quería jugar conmigo a un juego cuyas reglas iría aprendiendo a medida que me metiera en él. Las cosas no iban mal. Era evidente que el otro jugador había aparecido, aunque por ahora fuera un enigma. Pero como encarnación del enigma no podía darse una figura más sugestiva. Además no todo dependía de él, sino también de mis capacidades para descifrarlo.
Así que me puse ya descaradamente en posición horizontal, y como vi que estaba a punto de caer la noche, decidí invocar a un viejo amigo que apadrinaba siempre mis relatos y ensoñaciones: el duendecillo Noc. Crucé las manos sobre el regazo, y con los ojos cerrados le pedí sabiduría para tantear el enigma y audacia para suplantar su poder de fascinación. Le pedí que encendiera en el chico rubio la sorpresa y la sed por escuchar mis fantasías solitarias, todos mis cuentos descabalados que se pudrían para nadie, gracia para coser esas historias rotas y acierto para entender que él me las exigía, paciencia para esperar la señal, oh Noc. Le pedí que me inflamara con su numen para vestir de oro mis palabras y verlas reflejadas en los ojos ansiosos que aún no me habían mirado; suéltame la lengua, oh Noc, le pedí, pero también refrénamela, como hiciste con Sherezade, márcame a tiempo las pausas para que siempre quede algo por contar y por escuchar, mañana sigo, mañana vuelvo, amén, oh Noc, amén.
«Estoy apostando a ciegas —pensaba de repente, como en una ráfaga de lucidez que disipaba mi borrachera— porque aún no me ha mirado ni se ha dirigido a mí. Y puede ser su rostro de los que no dan pie y su voz de las que no piden respuesta ni invitan a nada. Si fuera así, mejor que tarde en mirarme, ¿no te parece, Noc?, mejor que no me mire nunca ni se mueva. Avísame si se mueve, yo no pienso abrir los ojos.»
Y Noc, el diosecillo que presidió siempre mis cuentos nocturnos inventados para Mariana, sonreía burlón y revoloteaba por encima de mí con sus orejas puntiagudas. Pero yo no pensaba en Mariana, no me acordaba de ella para nada.
En el piso de arriba empezó a sonar «Rien de rien» en la voz de Edith Piaff. Música francesa, naturalmente. Mi madrina no iba a descuidar ese detalle. Muy bonito como banda sonora de película. Y también quedaba muy de película que la chica de rojo sonriera en plan un poco soñador con los párpados abatidos, mientras seguía como en un rezo las palabras de la canción.
Je m'en fous du passé
, barrido el ayer, dejado atrás, nada, no me arrepiento de nada, ni del mal que me hicieron, ni del bien, qué más da, con mis recuerdos he encendido el fuego, con mis penas y gozos.
Y entonces pensé en Mariana, claro, pero como en algo a lo que se dice definitivamente adiós. Tal vez ella lo hubiera sentido igual cuando se enamoró, y en ese momento me pareció lógico que no hubiera querido o sido capaz de compartir conmigo sus amores. Lo entendí de lejos y sin daño, con la extraña nubosidad mezclada de certeza con que a veces se entienden las cosas en sueños o se ve una ciudad a nuestros pies cuando empieza a subir el avión que tal vez, sin que lo sepamos, nos aleja para siempre de ella, y dice uno «por allí cae tal plaza, tal edificio, tal parque» y pega la nariz a la ventanilla, los reconoce dibujados primorosamente como entre los caminos de un cementerio, adiós,
je ne regrette rien
, ahora emprendo viaje hacia otros pagos. Pero me estaba despidiendo de la infancia, ésa era la verdad. Y también, en nombre suyo, de la de Mariana, a quien siempre gustaron poco las ceremonias solemnes.
Lo mejor para llevar las riendas de una situación es abstraerse. Con los ojos cerrados, me desentendí de la hoguera del chico rubio para encender la mía, mi propia hoguera-Piaff, donde crepitaban como hojas secas las voces de la infancia y todos los cuentos leídos e inventados para entretener la espera del amor. Perdí la noción del tiempo.
—No llores —oí que decía luego cerca de mí la voz más dulce del mundo—. ¿Te encuentras mal?
Abrí los ojos. El chico rubio se había sentado en el suelo junto al sofá, y me estaba mirando. Mi silencio y tal vez mi expresión de pasmo al verlo allí tan cerca y tan de sopetón le animaron a poner una mano sobre mis rodillas y acariciarlas como al descuido. Fue una caricia breve, pero definitiva, que se adueñó de todo mi futuro.
—No llores, por favor —me seguía diciendo—. Estás temblando.
Yo me ahogaba de emoción. Creo que ya he dicho en otro sitio de estos cuadernos a quién se parecía el chico rubio, así que para qué voy a explicar nada. Por una parte, no habiendo visto nunca una película de James Dean, la impresión fue mayor. Pero además no le había oído sentarse allí ni recordaba por qué empecé a llorar. Eran demasiadas sorpresas a la vez, y encima la caricia a traición en mis rodillas, que eso ya de por sí minaba cualquier terreno y era el golpe de gracia para que el argumento, después de haberle estado dando vueltas tanto rato, campase por sus fueros, ajeno totalmente a mi control. Bajé las piernas del sofá y estiré un poco la falda. Nada de aquello venía en mi programa.
—No quería llorar. No pensaba llorar —dije como una tonta, mientras me llevaba los dedos a las mejillas, para comprobar la huella de mis propias lágrimas.
—¿Ah, no? —preguntó repentinamente divertido—. ¿Pues qué pensabas hacer?
Desvié la vista, porque su mirada no la resistía. El fuego se había apagado completamente.
—Decirte que no sabes avivar fuegos, entre otras cosas. Que no se pueden avivar sin leña menuda o por lo menos sin gurruños de papel. Y unas gotas de fe, claro. ¿De qué te ríes? Yo también te podré preguntar de qué te ríes.
—De la palabra gurruños. Creí que era exclusiva de mi abuela. Y yo no te he preguntado por qué lloras, que conste, guapa. Te he pedido sólo que no lo hicieras. Es distinto, ¿no?
Me había llamado guapa, pero no como yo hubiera querido oírlo, como se lo diría yo si me atreviera, y ahí me sonó la alarma, ojo, debe estar más que harto de oírse llamar guapo, igual es un presumido insoportable, protégeme, oh Noc, empiezo a perder pie.
—Sí, es un poco distinto —dije—, perdona. Siempre te tienes que salir con la tuya, ¿verdad?
Me sentí un poco violenta. Era lo mismo que me había dicho a mí mi padre antes de probarme el vestido rojo. Las palabras se me estaban escapando sin querer y en un tono que no venía a cuento. Decidí rectificar.
El chico rubio se había quedado serio, mirando el rescoldo de la hoguera. De pronto no me pareció tan joven. «Es de los que cambian según la luz» pensé con agrado.
—Bueno —dijo—, menos en lo de reavivar fuegos. En eso no parece que me haya salido con la mía.
—Te fallaría la fe.
—Muy probable. ¿Vas a llorar más?
—No.
—Pues anda, sécate las lágrimas que te quedan.
Me tendió un pañuelo muy limpio que se sacó del bolsillo. Pero sin el menor aire de conquistador. Lo estaba haciendo todo muy bien. Me lo pasé despacio por las mejillas y nos miramos sonriendo. También con mutua curiosidad. Una mirada de tanteo.
—¿Quieres que pruebe yo? Queda un poco de brasa —dije, señalando a la chimenea—. Antes no me atreví a proponértelo. ¿Sabes dónde hay leña menuda o periódicos viejos?