Era un pianista negro el que tocaba y había poca gente oyéndolo, repartida en tres o cuatro mesas alrededor de una pequeña pista de baile. Apoyada en una de las columnas de acceso al hall y oculta a medias por ella, esperé a que terminara «Strangers in the night» para salir de mi escondite y avanzar resueltamente hacia una de las mesitas vacías, la más pegada al piano. Estaban sonando unos débiles aplausos a los que uní el mío, sonoro y prolongado. El pianista me pagó con una sonrisa y yo correspondí con otra.
—Por favor, ¿conoce usted «Perfidia?» —le pregunté, ya sentada.
—Seguro, madame. Lo tocaré para usted con placer.
—Y para una amiga mía, si no le importa —murmuré—. A ella le encanta.
Vino el camarero y me preguntó si estaba en el hotel. Le dije que sí, pero que no me acordaba del número de la habitación, y le tendí con gesto indolente una tarjeta de visita para que confirmara mi nombre en recepción. Me divertía muchísimo todo aquello, que naturalmente te estaba dedicando, como la petición de «Perfidia.» Pedí un café con hielo. Luego cerré los ojos para escuchar a gusto la melodía que empezaba a sonar para ti de joven, porque el tiempo no existe.
Y tú quién sabe por dónde andarás,
quién sabe qué aventura tendrás,
¡qué lejos estás de mí!
Y deseé que estuviera a punto de ocurrirte una aventura bonita, algo que te saque de tu rutina matrimonial y tus problemas de fontanería.
Cuando me trajeron el café con hielo, abrí los ojos lánguidamente y en ese momento lo vi a él. Estaba solo, sentado justo enfrente, con las largas piernas cruzadas y sujetando entre los dedos un vaso mediado de whisky. Llevaba una chaqueta de ante y no me quitaba los ojos de encima. Ya ves lo que son las cosas, un ejecutivo de buen ver, con un ligero aire a Gregorio Termes, interesado por la señora despeinada y sin maquillar que pone cara de detective. Le sostuve momentáneamente la mirada. Es un género que interesa poco, pero menos da una piedra, ¿no?, y para la novela puede hacer caldo. Estaba claro que se aburría.
Cuando acabó «Perfidia» y le di las gracias al pianista, saqué del bolso el cuaderno estrenado en el mesón de la gaviota tuerta y me puse a tomar notas febrilmente para lo que estoy escribiendo ahora, varios días después. Me sentía sofocada, embellecida, feliz. Siempre que levantaba la cabeza, como al descuido, me encontraba con los ojos del hombre de la chaqueta de ante, buscando los míos. Desde esa noche no ha dejado de mirarme.
Lo que no sabía —y seguro que va a hacerte mucha gracia— es que viaja con la mujer-objeto. Son mis vecinos de la 204.
Yo iba de rojo, con un vestido muy especial. Todo se desencadenó por culpa del vestido rojo. Mejor dicho, de los sentimientos que su estreno desencadenó en mí. He repasado muchas veces los preliminares de aquella tarde y, aun contando con los retoques continuos que imprime la memoria a los cuadros predilectos del pasado, creo poder decir con conocimiento de causa que el argumento central de éste es el vestido rojo. Porque en cuanto cierro los ojos para revivir detalles, ángulos o figuras olvidadas, lo primero que estalla es el color rojo en mitad de todo lo demás, y mi cuerpo resucitando dentro de esa funda de fuego, mientras sigo con la mirada una silueta, nimbada también de resplandores rojos, en cuclillas.ante las llamas de cierta chimenea, tratando de avivar las brasas con un fuelle. Yo estoy sentada en un sofá detrás de él. Es un hombre, pero todavía no le he visto el rostro.
Se llamaba María Teresa, de apellido no me acuerdo, la compañera de clase que me llevó allí, una chica de gafas que hablaba de la emancipación femenina, se mordía las uñas y decía tacos, costumbre aún llamativa entre mujeres de la época. Era del grupo de mi hermano Santi, gente de la EUDE, aunque por el cuarto de los conspiradores no pisó nunca, que yo sepa. Chicas iban muy pocas, sólo la novia de alguno a buscarlo, cosa que a mi madre, por cierto, no le hacía gracia ninguna. Como María Teresa prefería los secreteos políticos en el bar a aparecer por clase, nuestra relación se reducía fundamentalmente a la cesión de apuntes, intercambio en el que a mí me había correspondido el papel de prestamista y que para ella parecía tener un interés vital, a juzgar por la insistencia de sus requerimientos y el nerviosismo que los acompañaba. Ya se reflejase en su rostro el afán por mover a piedad o la indignación anticipada ante una posible negativa, siempre formulaba su petición a trompicones, con la respiración alterada y el gesto tenso.
No eran síntomas desconocidos para mí. Durante el bachillerato, Mariana y yo —que siempre estábamos jugando a cosas— habíamos inventado una era de cultura rudimentaria que bautizamos con el nombre de «copiomanuense inferior» cuyos individuos vivían obsesionados por la consecución del apunte ajeno, como fuente primordial de subsistencia. Llegamos a hacer tiras de comic, donde aparecían los copiomanuenses, unos hombrecillos con cabeza de insecto y labios en forma de ventosa. Llevaban taparrabos de piel y un manojo de flechas a la espalda. Cuando los apuntes dormían, ellos se acercaban de puntillas y se arrodillaban para chuparles la sustancia, pero lo más frecuente era que corrieran el riesgo de salir a cazarlos para después llevarlos a su cueva y ofrecérselos como trofeo a sus mujeres. El texto de aquellas aventuras lo escribíamos entre Mariana y yo, sobre dibujos iniciales míos. Todavía hace poco me encontré con una de estas historietas traspapelada dentro de un libro y se la regalé a Encarna, porque le gustó mucho. Dice que me quiere poner en contacto con un amigo suyo que se dedica al comic. Pero el gozo frente a aquella nomenclatura de «apuntodocus» y «apuntosaurios» y la risa cuando hacíamos una tira nueva o nos la mandábamos de pupitre a pupitre, eso no lo puede compartir Encarna, por mucho que nos queramos, ni nadie en el mundo más que Mariana. Ni a mí me divertiría estar hablando de ello con tanto detalle si no la hubiera visto recientemente en la exposición de Gregorio Termes y no nos hubiéramos reído juntas de lo de la liebre en el erial, que fue la inmediata contraseña para reconocernos entre tanta gente desconocida y el pie para que ella me pusiera deberes, siga usted señorita Montalvo, por donde sea.
Pues ya ves, hoy les ha tocado a los copiomanuenses, que no venían en el programa, porque yo esta noche me puse a escribir con el firme propósito de aclarar lo de Guillermo. No se pueden tener firmes propósitos. Tal vez los rodeos que me permito tengan que ver con la oscura certeza de que ese nombre de varón no nos dice lo mismo a ella que a mí, ni las historias que evoca en cada una de nosotras van a unirnos, sino posiblemente todo lo contrario, como ya se insinúa en la única carta que Mariana me ha escrito. Y en cambio aquellas pueriles historietas de cazadores antediluvianos estoy segura de que se esconden en algún repliegue de su memoria con la misma nitidez con que se dibujan ahora en la mía; y eso nos unirá mientras tengamos aliento, porque pertenece al mundo de lo indudable. El paisaje era muy pedregoso, arbolado tipo alcornoque, y por encima de los roquedales y los arbustos volaban los apuntes en su modalidad de pájaros planos y enormes. Otras veces tomaban la forma de canguros o lagartos gigantes de extraños perfiles geométricos, y se ocultaban a saltos oblicuos entre la maleza, para vigilar desde allí, con sus ojos abultados de poliedro, el avance enemigo. Pero tanto si corrían como si volaban, su superficie estaba marcada por las arrugas de una apretada caligrafía simulando un dibujo jaspeado que los identificaba, aun desde lejos, como blanco inconfundible y, desde luego, el más apetecido por las flechas de aquella tribu cazadora.
Pues bueno, María Teresa pertenecía a la especie de los copiomanuenses, que yo creía extinguida. Y hacer frente a aquel ejemplar sin contar con el apoyo y el comentario de Mariana me resultaba pesadísimo. Considerando que en una carrera universitaria las materias que se estudian ya no son tan elementales, mi sorpresa ante la pervivencia del género me llevó a tomarlo inicialmente como una ilusión óptica. No me entraba en la cabeza que nadie pudiera sacar provecho de la caza y captura de apuntes ajenos, ya difíciles de interpretar para el mismo que los ha tomado y hasta para el profesor que los dicta, porque al fin tiene que ir resumiendo, según habla, lo que ha estudiado en distintos libros y poniendo algo de su cosecha. Y luego, que depende del humor que tenga el día que da la clase y de su capacidad de concentración y de cómo haya dormido. Al principio intenté discutir estos asuntos con María Teresa y llevar a su ánimo la inutilidad de su labor copiomanuense en comparación con las ventajas ofrecidas por la bibliografía de primera mano. Pero nunca mostró la menor receptividad ante mis consejos, que achacaba a tacañería, ni por la cuestión en sí, a pesar de que ahondando en ella se puede llegar a la entraña misma del comentario de textos, que a eso se reduce, al fin y al cabo, estudiar Letras. Era como hablarle a la pared. Teniendo en cuenta, además, que María Teresa no brillaba por su sentido del humor, pronto comprendí que nuestras charlas no tenían mucho futuro, y me atuve a esas limitaciones, sin pedirle más peras al olmo.
Nunca llegamos a hablar arriba de media hora seguida, excepto aquella tarde en que yo había estrenado el vestido rojo. Ella creo recordar que llevaba un chaquetón de pana, tal vez negro o gris, no lo sé. Si su persona se ha salvado definitivamente de arder en el olvido no es porque nuestra conversación de esa tarde pusiera al descubierto inesperadas afinidades entre ambas, ocultas hasta entonces, sino porque el transcurso de la tarde misma iba a operar el milagro de convertir a aquel ejemplar tardío de copiomanuense inferior en «la chica que me llevó allí» transformación que la ha elevado en mi recuerdo a un estadio superior.
Llevo un rato pensando sólo en Mariana, ya lo he dicho, escribiendo para ella, con la esperanza de que lea esto algún día. Es el único sentido que le encuentro a haberme extendido tanto y con cierta comicidad en la presentación de un ser tan anodino como María Teresa: el recuerdo de lo que le divertían las historias laterales y los personajes secundarios. Lo malo es que ahora me veo obligada a no cortar por lo sano, porque no se pueden meter muchos detalles de una cosa y ninguno de otra, así que por este camino no tengo ni idea de las páginas que me toca llenar antes de que entremos en aquella casa de la chimenea encendida. Seguro que termino este cuaderno. Pero me estoy divirtiendo mucho, ¿no?, y nadie me pide cuentas. Pues ya está. No sé por qué va a ser malo.
Lo primero de todo es hablar del vestido rojo.
Me lo acababa de mandar mi madrina, por medio de unos amigos suyos que venían de París y que estuvieron en casa de visita la tarde anterior, los señores Richard. Con motivo de aquella visita, mis padres habían estado discutiendo por teléfono un rato antes; él llamaba desde el despacho diciendo que posiblemente se retrasaría un cuarto de hora y mamá reaccionó en forma brusca e iracunda: de ninguna manera estaba dispuesta a recibirlos como no viniera él. No sé cómo acabaría la cosa. Yo me fui a la calle y, al volver, ya estaban allí.
Me veo en el inhóspito salón llamado «del biombo» con el paquete de mi madrina apretado contra el pecho, percibiendo a través del papel la blanda contextura de una ropa que se adivina de lujo, mientras atiendo sin ganas a la conversación de mis padres con aquel matrimonio un poco mayor que ellos. Creo que el marido era una persona importante y con la que a mi padre, por las razones que fuera, le interesaba quedar bien. Mi madre se había pintado y se había puesto tacones. Estaban hablando de ir los cuatro juntos al día siguiente a Toledo, ciudad que los Richard no conocían. Yo había sido llamada simplemente para recibir el regalo que traían para mí, y comprendí con toda clarividencia que si cedía a la tentación de sentarme, acabaría viéndome implicada en aquella tediosa excursión. Desde las Navidades, en casa se respiraba un ambiente familiar enrarecido y yo con frecuencia me había avenido a paliarlo y a suavizar tensiones, olvidando mis propias tristezas. Al fin y al cabo, era la chica. Y además una chica que sabe ser simpática cuando quiere y que habla francés correctamente, primor educativo que en aquel caso concreto era un tanto en contra mía. Pero, de pronto, lo único que me interesaba era abrir el regalo, todo lo demás me resultaba insoportable. Y se convirtió en un deseo tan vehemente como el de escaparme del salón y dejar de ver las grullas y mariposas bordadas en la seda gris del biombo, de donde, por otra parte, me costaba separar los ojos, como si allí los sintiera a mejor recaudo.
Madame Richard era una mujer elegante, de rostro menudo y expresivo, y mi madre se esforzaba por mantener con ella una charla que no denotara demasiado su desinterés, pero el rictus de fastidio la traicionaba. Mi padre estaba hablando de la destrucción del Alcázar de Toledo y del «Entierro del Conde de Orgaz.» A monsieur Richard le entusiasmaba El Greco, y papá no le llevaba la contraria, aunque en familia siempre había dicho que era un pintor de tuberculosos. Aparté la vista de las grullas del biombo y lo miré. La alarma ante una situación incómoda se le traslucía en un tic nervioso apenas perceptible para los extraños y que consistía en apretar intermitentemente la mandíbula. Era su forma muda de pedir apoyo. Me miró y notó que yo lo había notado.
—¿Qué te pasa, Sofía? —preguntó con cierta severidad—. ¿Por qué no te sientas?
—Perdona, papá, pero iba a salir. Y además estoy deseando abrir el regalo de mi madrina, compréndelo.
Yo, desde niña, sabía darle a mi voz, cuando me dirigía a mi padre, un tono que a él le gustaba, mezcla de dulzura y firmeza. Me salía natural y ejercía efectos inmediatos.
—El paquete lo puedes abrir perfectamente aquí —intervino mi madre.
—Sí, claro, poder podría. Pero…
—¿Pero qué?
Hubo un silencio.
—Pero no quiere y es natural.
Era la señora francesa la que había hablado. Sonreía, comprensiva. Mi madre no replicó, pero el amago de tormenta que se leía en su frente se había acentuado.
—Es muy posible que Sofía le mande algún mensaje dentro del paquete, con lo que a ella le gustan las cartitas —continuó madame Richard—. Y los mensajes de las madrinas son secretos, ¿verdad,
chérie
?
Me incliné a darle un beso.
—Sí, señora. Gracias por haberlo entendido.
—Siempre te las arreglas para salirte con la tuya —dijo papá, evidentemente dulcificado.