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Authors: Delphine Bertholon

Tags: #Drama, romántico

Nunca olvides que te quiero (10 page)

BOOK: Nunca olvides que te quiero
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Se había desencadenado una tormenta inimaginable y en el techo del autocar la lluvia sonaba como una ametralladora. Todo el mundo gritaba porque los chicos hablaban de las bromas que iban a gastar para fin de curso, cosas como lanzar huevos desde las ventanas o rociarnos con crema depilatoria (lo que mosqueaba a todas las chicas, sobre todo a Sabrina, que tiene el pelo larguísimo). Pero yo miraba las gotas que se deslizaban por los cristales como si fueran larvas, imaginándome qué habría pasado en un mundo ideal con una madre ideal y sin una idiota de remate con los dedos pintarrajeados.

La noche anterior, Stanislas había llamado a casa; mi madre no solo no me había avisado sino que, ADEMAS, oí que le decía:

«¡Vaya detalle! A las mujeres les encantan las sorpresas, ¡le gustará muchísimo!»

De entrada pensé que la sorpresa era para mí, pero no tardé en comprender que todo aquello volvía a ser culpa de Alice: Stanislas había decidido llevarla a pasar el fin de semana a San Sebastián por su cumpleaños, y mi clase de tenis: PATAPUM, anulada, como si no tuviera ninguna importancia, como si yo no fuera más que un moscardón atrapado con un revés de raqueta. En un instante mi moral se hundió hasta las entrañas más profundas de mis Converse. Subí enseguida a mi habitación para llorar, cerré la puerta con llave, a pesar de que es algo FIGUROSAMENTE prohibido por la ley de la casa, y después pasé el resto de la velada enfurruñada.

Aquella mañana, el 14 de junio, salí sin despedirme de mamá porque la consideraba una traidora asquerosa. Es verdad, podía haber contestado: «Ni hablar, aquí no se anula nada», enojarse y salvar mi cita, ¡pero no! Lo que dijo fue: «Jolín, ¡qué detalle!», cuando de detalles, nada, se comportaba como un gilipollas total, y por culpa de ella no iba a verle en toda la semana. (Ahora ya no se lo tengo en cuenta porque evidentemente mamá no podía saber que era una solemne guarrada por su parte alegrarse por la tontaina de los dedos pintarrajeados, lamento haber pensado cosas tan horribles y lo que quisiera sería pedirle perdón…)

El autocar me dejó en mi parada; como seguía lloviendo, esperé un momento bajo el porche de la casa embrujada. Dicen que está embrujada, pero es por el tipo que vive en ella. En la fachada de entramado negro hay unos curiosos escudos de armas con cabezas de lobo, y el viejo aterroriza adrede a los crios que pasan por allí con trucos como agitar las cortinas o hacer chasquear los postigos. Pero con los años eso ya no da resultado y ahora cuando lo veo le saco la lengua. Resumiendo. La tormenta había amainado y me puse en marcha. Estaba impaciente por ver a Larry porque solo hacía quince días que lo tenía: aún era un bebé y me necesitaba mucho. Pero además traía un cuatro en mates (lo que iba a fastidiar considerablemente la media general), de modo que andaba despacio. Arrancaba las hierbas altas al lado de la carretera preguntándome qué liaría con mi sábado, dado que lo más guay de mis planes se había ido al traste.

Fue entonces cuando oí el Volvo negro.

Se acercaba a lo lejos detrás de mí, pero claro, no le presté atención. Al llegar a mi altura, disminuyó la velocidad y yo volví la cabeza. El coche se veía súper reluciente después de la tormenta, con las llantas que brillaban como joyas. Me detuve cuando bajó el cristal.

—¡Pequeña!

R. se había inclinado hacia mí desde el asiento del conductor. Tenía a su lado a Catherine en una caja de plástico beis, casi idéntica a la que tengo yo para llevar a Larry, solo que la mía es marrón.

—Perdona que te moleste pero no soy de aquí… ¿No conocerás por casualidad a un veterinario?

—¿Qué le pasa? —pregunté acercándome un poco para ver mejor al gato.

R. sonrió, y su sonrisa era verdaderamente agradable, con unos dientes blancos y bien alineados. La tempestad resonó encima de nuestras cabezas y un gran rayo azul cruzó el cielo. Es algo bastante corriente en nuestra zona, como si la naturaleza quisiera recordar a todo el mundo que es ella quien manda.

—¡Creo que no le gusta mucho viajar! Hace unos días que no quiere comer. En el hotel me han dicho que por aquí hay un veterinario, pero me he perdido.

—Sí, sí —respondí, porque soy servicial—, hay uno, el doctor Uhalde, en Anglet…

—¡El doctor Uhalde, exactamente! ¿Por dónde hay que ir?

Teníamos que gritar para oírnos porque volvía a llover mucho. Se lo señalé con el dedo:

—Por allí, recto, y luego…

—Oye, ¿no me acompañarías? —gritó a través del cristal cuando el cielo petardeaba como la Motobecane del señor Salazar—. Estoy completamente perdido, ¡y además con este tiempo! Luego te dejo en casa, ¿de acuerdo?

Dudé, pero solo un momento, y luego respondí:

—¡De acuerdo!

Aquel «De acuerdo» quisiera arrugarlo en mi mano como un papel grasiento que uno echa a la basura. Mamá me lo había repetido hasta la saciedad, que no hablara con desconocidos, que anduviera con cuidado con esos «pirados» que circulan por ahí, pero en aquellos momentos no se me pasó por la cabeza ni por un instante. Y fue por la buena pinta de R. con su pelo encrespado, su coche reluciente, la preciosa gata de tres colores en su cajita, la demencial tormenta que me caía encima y sobre todo —sobre todo— por Stanislas. Porque evidentemente era una suerte increíble poder verlo. Durante la semana estudia literatura en Burdeos, pues al parecer quiere ser escritor (a veces me imagino en mis sueños que un día hablará de mí en un libro, ¡y naturalmente dirá cosas maravillosas a propósito de mi potencial y también de mi belleza y de mi inteligencia extrema!). Era viernes por la noche, y yo sabía que él había vuelto a casa de sus padres: si íbamos a ver al doctor Uhalde, podría pasar un poco de tiempo con él mientras su padre curaba al gato en aquella sala completamente verde que huele a farmacia. ¡Aupa! Subí sin reflexionar al Volvo negro y cuando lo pienso, cuando pienso en lo tonta de remate que fui, me dan ganas de morderme los puños hasta dejar de respirar.

Al principio, R. siguió mis indicaciones .Yo aguantaba a Catherine en mi regazo y jugaba con ella pasando el dedo por la rejilla. Era una preciosidad, con unos ojos muy grandes que parecían chocolate con trocitos de caramelo (Larry es un gato lince, gris y atigrado, con los ojos verde fluorescente). Le pregunté cómo se llamaba la gata, y entonces nos presentamos con un apretón de manos por encima del volante: yo dije «Madison» y él dijo «Raphaël». No sé explicar por qué, pero fue lo primero que me pareció sospechoso, aquella coincidencia. Aunque luego, después de Les Embruns, giró a la izquierda, hada una callejuela en lugar de seguir recto, y empecé a inquietarme. Le dije que se había equivocado de camino, pero en un cruce desierto paró el coche de golpe y me puso en la cara un pañuelo que olía a detergente. Todo pasó tan rápido que no entendí lo que ocurría. PUF: se acabó.

Lo único que sé es lo que noté al despertarme.

De entrada, el ruido. TAC TAC TAC TAC TAC.

Estaba completamente oscuro, quiero decir de un negro como no suele verse en la vida real, lo que se llama: ABSOLUTO. Me incorporé, pero mi codo chocó contra algo, luego mi cabeza, y después mis piernas. Como estaba tendida de lado, quise volverme para ponerme de pie, pero me volví a golpear y el TAC TAC TAC se aceleró. Todo el negro empezó a vibrar a mi alrededor como si me encontrara encerrada en una lavadora en el programa de centrifugado. Casi no podía moverme, y el suelo en el que estaba echada me quemaba la piel al rozarme. Pensé no puede ser-no puede ser-no puede ser y creí de verdad que estaba teniendo una pesadilla, pero luego empecé a recordar lo que había pasado: la tormenta, Stanislas, el gato… Entonces sopló un viento de pánico inimaginable.

Estaba en el maletero del Volvo negro.

Por culpa del detergente, mi cerebro jugaba al yoyó y empecé a asfixiarme: como si hubiera olvidado las instrucciones para respirar. El camino tenía que ser pedregoso, pues me encontraba como una brizna de paja a merced del viento, con la única diferencia de que no había horizonte ni campo de trigo, tan solo unas paredes contra las que topaba una y otra vez sin poder evitarlo. Había perdido la noción del tiempo, me preguntaba si llevábamos mucho rato circulando en coche y si estaba muy lejos de casa. Intenté oír alguna señal; en un momento determinado creo que pasamos por una vía de tren porque oí una campana y el coche se detuvo, pero no estoy segura. Las preguntas empezaron a rodar en mi cabeza como las bolas de una máquina del millón: quién era R., qué quería, si iba a morir, qué había hecho mal, adonde íbamos, si había aire suficiente en el maletero, si R. era un sádico como los que salen en los informativos, y por qué, sí, sobre todo, ¿por qué YO?

Sigo sin tener las respuestas a todas estas preguntas, excepto a una: no había aire suficiente en el maletero y acabé por perder el mundo de vista. Me desperté en el catre de mi cuarto de cemento con la típica lámpara enrejada que se ve en los garajes. Entonces, vomité, vomité, vomité, creí que no iba a acabar nunca, y luego noté que la garganta me ardía y tuve la impresión de haberme tragado un vertedero de basuras.

Ahora soy capaz de recordar la escena de mi «secuestro» desde fuera, en cámara lenta (cuando en realidad todo había tenido un ritmo acelerado), como si fuera una película. Lo único es que la veo en blanco y negro. Yo al borde de aquella carretera es como el mundo visto por Papy. Antes me costaba imaginar la vida sin color. Claro que existía su «trabajo», como dice él, todas las fotos y libros que ha publicado, pero es distinto porque en las fotos no hay movimiento, al menos no el movimiento de la vida. Bueno. Tendré que hacer otro inciso porque el caso de Papy es una historia de aquí te espero. Nació con una rara enfermedad de la vista, una especie de superdaltonismo que se llama «acromatopsia» (¡me ha costado mogollón de tiempo acordarme de la palabra!). Con esta enfermedad, el rojo parece gris, el azul parece gris (pero es otro tipo de gris), el amarillo parece gris (un gris más bien claro), la hierba parece gris, las flores parecen grises (eso debe de ser guay, como el parque de un cuento de hadas de los que dan yuyu), la tarta de fresas parece gris, el cielo parece gris (incluso cuando hace sol) y así: todo lo que hay en el universo es gris. Es algo hereditario, afecta a una persona de cada cuarenta mil. Quiero decir que a eso se le llama MAL FARIO. Mi bisabuela (que murió al traer a Papy al mundo porque en aquella época, como me contó él, los hospitales no valían un pimiento) era portadora del gen malo. Estoy bastante al corriente del tema porque evidentemente tecleé «daltonismo» en Google, de modo que voy a dar-te una pequeña clase de genética:

Mujer Hombre

XX XY

El daltonismo aparece en el cromosoma X, lo que significa que tiene que haber un progenitor portador de un X malo y, ADEMÁS, heredar de este X malo, cuando existe la posibilidad de tres distintos; eso es lo que yo llamo MAL FARIO, ya me entiendes. En el caso de la mujer, tiene que pillar el cromosoma malo del padre Y ADEMAS el cromosoma malo de la madre, pero Mounie veía en tecnicolor con sus dos X perfectos: existe la misma posibilidad de que mamá sea daltónica que de encontrar un murciélago vampiro en nuestro salón. ¡Me habría dado muchísimo menos la vara sobre mi forma de vestir si hubiera visto en blanco y negro! En fin, dejémoslo. Sea como sea, es algo que no preocupa a mi abuelo. Sin eso ni siquiera habría sido fotógrafo, habría seguido con la mercería de mi bisabuelo, Jean-Baptiste Capdevielle, a quien tampoco conocí, pues murió de una neumonía mucho antes de que naciera yo (fatal, porque, pensando en mis sombreros, habría sido una pasada tener una mercería para mí sola), de todas formas a él le habría fastidiado de lo lindo tener que buscar un carrete de hilo violeta en medio de miles de otros colores. Pero Papy siempre dice que tiene un «superpoder», y cuando yo era pequeña me imaginaba que era del estilo de Spiderman quien, cuando caía la noche, saltaba de casa en casa lanzando destellos blancos por el aire para detener el mundo: creía que cada vez que fotografiaba algo, aquella cosa se recomponía en la cajita mágica del aparato. Cuando fotografiaba una casa, yo pensaba que tenía una minúscula casita en el interior de la cámara, y también que el mar se empequeñecía, con sus surfistas que eran minúsculas figuras sobre unas tablas del tamaño de una cerilla. De repente, no quise que me tomara ninguna foto porque me daba yuyu que naciera una Yo microscópica y quedara encerrada en aquella cámara para siempre, una idea especialmente aterradora. Una vez, en el zoo de la Palmyre, Papy fotografió un elefante. Cómo soñé yo con aquel minielefante, imaginando que podía haberlo llevado en el bolsillo a la escuela, pensando en los números de circo que le podía enseñar, por ejemplo deslizarse sobre mi regla o saltar sobre la grapadora como si fuera un trampolín. Evidentemente, quise recuperarlo… y así rompí su Leica preferida. Papy se enojó muchísimo conmigo, pero al cabo de un tiempo me dejé fotografiar porque i ne contó cómo funcionaba la cámara y comprendí que no corría ningún peligro (mi decepción fue como cuando Nathan Jaso me dijo que Papá Noel no era más que una solemne bola, pero pasemos). Me acuerdo de aquella mañana en que empezó el libro sobre mí: hacía mucho sol y calor como en una barbacoa. Fue poco después de la muerte de Mounie, puede que dos o tres meses después. Antes, Papy viajaba mucho, sobre todo a países donde había guerra, porque era su oficio. Nosotros veíamos los informativos todo el día por satélite, y a menudo Mounie lloraba. Mi abuelo es guapísimo y, aunque ya no sea joven, tiene estilo como los actores de las películas policíacas antiguas, siempre con pantalón gris, mocasines relucientes y americana de lino. También tiene los ojos muy azules, tanto que da la impresión de que puede verse lo que pasa dentro de su cabeza, como cuando se observan los cangrejos en un orificio en la playa. Resumiendo: en todo caso, después de la muerte de Mounie, no volvió a marcharse y lo que hizo fue empezar a acribillarme. Supongo que era su forma de decir «La vida sigue», ya que siempre cuenta que yo soy el futuro del mundo, aunque yo no entiendo qué quiere decir con eso. Entre mis siete y mis diez años, me hizo doscientas fotos. ¡Imagínate! ¡Doscientas! Cada vez que nos veíamos, foto al canto. Para mí era algo muy chachi porque sacaba toda mi ropa, los sombreros que me había hecho yo, y teniendo en cuenta que las fotos iban a ser en blanco y negro, le importaba un pito que llevara o no colores conjuntados. Me lo pasaba en grande, como cuando me disfrazaba, aunque aquello lo hacía por algo que tenía mucha importancia: sabía que un día mucha gente me vería en unas páginas de papel brillante, igual que aquellos colegiales a los que había fotografiado en Tokio, y eso me llenaba de orgullo.

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