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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (9 page)

BOOK: Órbita Inestable
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Empezó a hablar de nuevo, rápida y persuasivamente, poniendo todo su énfasis en el grado de imaginativa intuición necesaria para emprender un proyecto tan significativo.

27
Pensamiento que pasó repetidamente por la cabeza de Arthur J. Hoddi-nott, oficial del servicio de inmigración de los Estados Unidos, de servicio
en el aeropuerto internacional Kennedy, cuando llegó Morton Lenigo.

«De acuerdo, los ordenadores puede que hayan dicho okay, pero ¿acaso los ordenadores no se equivocan también a veces?»

28
Prueba positiva de la afirmación de que no es imposible que las cloacas
discurran a nivel del ático.

Lyla Clay emergió temblando a la plataforma del rapitrans. Los túneles estaban sometidos a baja presión —tenía que ser así, o la resistencia del aire hubiera hecho que sus velocidades previstas no fueran operativas—. De modo que había tan sólo esa puerta de acceso, y el espacio al otro lado era comprimido, con el techo casi a la altura de su cabeza. Había visto fotos del Ginsberg, y sabía que quizá hubiera tanto como doscientos metros de cemento y acero entre ella y el cielo abierto. Se mordió el labio. El talento que había hecho de ella una pitonisa con una creciente reputación tenía sus inconvenientes, y una imaginación excesivamente vivida era uno de ellos. Por un interminable momento se vio a sí misma atrapada allí. No podía volver a meterse en el compartimiento del tren y partir de nuevo con él, porque el billete que había utilizado no la llevaría más allá, y los billetes del viaje de vuelta a casa estaban en el bolsillo de los pantalones de Dan. Al igual que el pase que les permitiría cruzar la barrera que bloqueaba el acceso al ascensor que conducía a los niveles superiores.

¿Y si aquel compartimiento se había equivocado de camino? Era algo que ocurría una vez cada pocos millones, pese a que la propaganda tranquilizadora dijera lo contrario. Podía haber sido enviada a Far Rockaway o algún otro lugar parecido, y tendría que permanecer allí durante horas y horas…

Pero la puerta se abrió de nuevo con un suspiro y allí estaba él, tan sólo unos pocos segundos después que ella. Con perfecto aplomo se dirigió hacia el ascensor; contenta de que su yash ocultara su expresión de alivio, Lyla le siguió, preguntándose cómo sería tener treinta años en vez de veinte. ¿Adquiriría también esa confianza extra tras un cincuenta por ciento más de existencia consciente?

Mientras aguardaban a que su pase fuera leído por los scanners, sintió una desesperada necesidad de hablar, y se aferró a las primeras palabras que aparecieron en su mente.

—No me gusta la atmósfera de este lugar —dijo.

Dan la miró.

—No me sorprende. Probablemente el aire está impregnado con las secreciones de la piel de los esquizofrénicos. Odio el olor de los hospitales mentales, y no soy lo que tú llamarías un tipo sensitivo. Simplemente sopórtalo un rato, querida. Pueden salir muchas cosas de esto. Por lo que me dijo la doctora Spoelstra, vamos a sentar un precedente muy importante esta tarde.

Se echó a reír.

—Nunca vi a nadie tan ansioso, ¿sabes? Estaba prácticamente tirando de la línea de la comred para asegurarse de tenerte aquí hoy. ¡Odio pensar en todos los otros contratos que hemos tenido que posponer para poder complacerla!

¿Otros contratos? ¿Qué otros…? Oh. Por supuesto. Un típico trabajo de Dan Kazer, implicando sin duda la simulación de contratos incluyendo cláusulas de penalización y firmados por cooperativos amigos a los que había persuadido de inventarlos con la única finalidad de cancelarlos luego. Uno podía aumentar fácilmente en un cincuenta por ciento la re-tribución de un auténtico contrato procediendo de esa forma.

Se alzó de hombros. Funcionaba, y no era más deshonesto que la mitad de los tratos de negocios «respetables» que se efectuaban por término medio en un año. Miren lo que había hecho por Mikki Baxendale, por ejemplo, hacía cuatro años, cuando Dan trabajaba con poe-tas de arrabal en vez de con pitonisas.

Impulsivamente, dijo:

—Dan, nunca me lo has contado… ¿Por qué te separaste de Michaela? —Y, como si reconociera la expresión que aparecía en su rostro, la máscara de pétrea irritación, más fría que el hielo ártico, se apresuró a añadir—: Yo he salido ganando, por supuesto, pero…, bueno, me gustaría saber cómo lo conseguí.

Hubo una pausa. Durante ella, los automatismos aceptaron la validez de la firma de la doctora Spoelstra en sus pases, y la barrera delante del ascensor se deslizó a un lado.

Sin avanzar para entrar, Dan pensó durante un largo momento, y finalmente abrió las manos.

—De acuerdo, te lo diré. No es el tipo de truco que nadie pueda hacerme dos veces.

Había otro mackero tras ella…, un cazador furtivo. Compró unos cuantos chivatos, los plantó, obtuvo las pruebas, apareció un buen día, y me dijo que si no rompía mi contrato con Mikki iba a meterme entre rejas porque ella tenía tan sólo quince años. —Los músculos de su mandíbula se encajaron ante el amargo recuerdo, creando oleajes en su oscura barba, el pelo artificial parodiando fielmente el movimiento de los pelos naturales—. Y ni siquiera estaba interesado en acostarse con ella. No le importaban las chicas.

—Y… —Lyla tragó dificultosamente saliva—. ¿Y podía hacer lo que amenazaba?

—Por supuesto que podía. Pero no estoy disculpándome. ¡A la edad de quince años Mikki sabía más de ese aspecto de la vida que la mayor parte de la gente a los cincuenta! El maldito bastardo aún sigue usando parte del material publicitario que yo compilé para ella. Tienes que haberlo visto… Su hermano a los nueve, su tío a los doce. Todo ello es cierto.

—¿Y todo eso estaba bien, eh? ¿Mientras que tú, a los quince, no lo estabas?

Dan inspiró profundamente, su rostro crispado como las huellas de un camión pesado sobre terreno blando.

—Querida, si no puedes responder a eso, nunca comprenderás las auténticas medidas de nuestro querido planeta. Vamos, nos están esperando ahí arriba.

—Sí, creo que ha sido una ingenuidad por mi parte —admitió ella dócilmente, y le siguió.

29
Una cosa es hablar con soltura acerca del determinismo de la historia, pe-ro otra muy distinta es encontrarse presa de las fuerzas de la historia como
una hoja muerta en medio de un ventarrón.

Del mismo modo que el sol se alejaba del cénit, igual la rabia sostenida fue alejándose de la mente de Pedro Diablo, y repentinamente se halló cara a cara con una consternadora verdad.

«No es odio. Es terror.»

Miró a su propia mano de piel negra y la contempló temblar, desapegadamente, porque no podía aceptar que un temblor debido al miedo tuviera sus orígenes en la mente que Pedro Diablo estaba acostumbrado a ocupar. Era un creador de miedo, no una víctima de él.

«Aquí estoy. ¿Cómo? ¿Por qué?»

Las razones tenían tantas capas como las placas-sandwich para la construcción que fa-bricaban las industrias plásticas. Superficialmente uno podía decir que… Pero ¿para qué servían las superficialidades? La reputación de Diablo estaba fundada en la habilidad de mirar mucho más profundamente en cualquier situación dada de lo que mucha gente podía conseguir sin tener que consultar con un ordenador a mano. Un talento atávico, que iba a la par con el del ser capaz de multiplicar mentalmente números de seis cifras porque le resultaba mucho más costoso ir a buscar las tablas de logaritmos, pero en un contexto como Blackbury condenadamente mucho más útil.

Ahí afuera, al aire libre, por decirlo así…

Agitó la cabeza. No era bueno intentar hacer suposiciones acerca de su futuro personal.

Podía extraer analogías con gente en similar situación en el pasado —principalmente en el remoto pasado—, pero nada más. Podía por ejemplo compararse con un físico judío expulsado de la Alemania nazi, o uno de los intelectuales sudafricanos deportados durante más recientes crisis por los afrikaners, pero eso no ayudaba. Hasta esta misma mañana había sido un leal, cooperativo, y por supuesto admirado y respetado defensor de los ideales para los cuales existía Blackbury. Para ser pateado inmediatamente después no por uno de los genetistas nigs residentes, sino por un apestoso blanco extranjero… Era demasiado para que su mente pudiera digerirlo.

Sus manos se cerraron tan bruscamente en puños que sonó un débil chasquido. Por un instante su mente había sido dominada por un ansia de venganza. Era un maestro propagandista; su trabajo en la insignificante estación de TV de Blackbury había tenido repercu-siones mucho más allá del alcance de sus antenas, siendo reemitido por media docena de satélites pertenecientes y financiados por negros. Con todos los secretos que sabía de las vidas privadas del Mayor Black y de sus homólogos en otros lados, podía hacer que toda la noción de los enclaves negros se convirtiera en un mal chiste. Le bastaría una semana.

Pero el deseo desapareció tan rápidamente como había venido. Cambiar de chaqueta estaba más allá de sus poderes de adaptación. En este mismo momento casi lamentaba haber sido tan dogmático con el representante federal que se había visto obligado a llevarlo fuera de la jurisdicción negra. Seguramente hubiera hecho mejor tomándose el tiempo de pensar las cosas dos veces, quizá buscar empleo fuera de Norteamérica…

Sin embargo, así habían ido las cosas. Había insistido en que el contrato Blackbury-Washington fuera respetado al pie de la letra, pese a que sus propios términos dejaban bien claro que todo el contrato era un anacronismo. Aquel era todavía un país de blancos, pero Washington había sido una ciudad de mayoría negra durante décadas, e identificarla ahora con el gobierno federal era un mero símbolo… Las auténticas sedes del poder debían buscarse en los centros dispersos durante el miedo a la guerra en los años noventa, principalmente en el profundo Sur, donde el señor Charley era seguro que saldría corriendo de su casa con una pistola en la mano a la menor amenaza de una revuelta nig. ¿Quién podía saberlo mejor que un hombre que había explotado este argumento una y otra vez en sus propios programas?

Su mente bullía con nuevas posibilidades. No podía cambiar, ¿y por qué había que esperar que lo hiciera? Durante diez años había estado explotando sus talentos; no podían ser desconectados como una Tri-V. Quizá lo más cruel que le había hecho el Mayor Black, aparte el aceptar la palabra de un blanquito para deportarle, había sido privarle de una salida para sus ideas. Era como si él fuera un viajero temporal que se ha pasado años perfec-cionando su latín sólo para fallar su objetivo y descubrir que la ciudad que ha elegido ha sido invadida por los bárbaros la semana pasada…

Por otra parte —y aquello hizo que se alegrara un tanto—, peor hubiera sido si la situación fuera a la inversa. Supongamos que algún desplazado de piel oscura fuera depositado en los arrabales de Blackbury: instantáneamente se hubieran dado directrices ordenando a la estación local de Tri-V para llevarlo inmediatamente ante las cámaras y persuadirlo de que denunciara a sus antiguos amigos antes de que su cólera se enfriara. Era en buena parte para prevenirse contra ese riesgo, además de que tenía auténtico miedo de la forma en que podía ser tratado, que había insistido en que se respetara absolutamente el contrato Blackbury-Washington.

Pero, a Dios gracias, le había sido ahorrado el esperado asedio de cámaras y micrófonos, entrevistadores y agentes políticos. Hubiera podido llegar a decir, en su primer estallido de furia, cosas que no le hubiera gustado que le recordaran más tarde. Y después de todo estaba Uys, el afrikaner blanco, que se hallaba en el fondo de sus problemas. Por venial, hambriento de poder, hipersexuado, y todo los demás efectos que podían acumulársele, que fuera, seguro que el Mayor Black era demasiado inteligente como para seguir minando su propia posición. Más pronto o más tarde iba a darse cuenta de que prescindiendo de su in-ternacionalmente famoso hombre de televisión Pedro Diablo estaba echando a un lado una de sus armas más valiosas, ¡y que eso era precisamente lo que Uys había pretendido desde un principio!

Hubo un agudo sonido zumbante. Se sobresaltó, luego hizo una automática corrección mental. Aquel era el ruido que hacía la comred cuando alguien estaba llamando. Allá en Blackbury, por supuesto, la señal de llamada era el resonar de un tambor africano deletre-ando la frase yoruba que significaba: «ven y escucha». Iba a tener que deshacerse de un montón de reflejos adquiridos, como un mecanógrafo cambiando a otra máquina de escribir con un teclado ligeramente distinto. Pero iba a tener que sufrir todo aquello en silencio.

Suspirando, anunció que estaba dispuesto a aceptar la llamada.

30
Me he convertido en algo semejante a un dios, y veo todo lo que pasa con
los ojos de un águila.

Era casi sorprendente que una habitación lo suficientemente grande como para albergar a un público de cuarenta personas para la demostración de la pitonisa hubiera sido incorporada en el diseño del hospital. El énfasis que ponía Mogshack en la inquebrantable intimidad era tan intenso que no había lugares de reunión, salones de tertulia, ni siquiera un gimnasio. El propio Mogshack prefería no tener que tratar con su personal frente a frente; se «retiraba y encontraba a sí mismo» tan frecuentemente que a veces pasaban semanas sin que ni siquiera sus colaboradores más directos se encontraran con él en carne y huesos.

Sin embargo, preocupado por el temor de que sus planos pudieran necesitar ser alterados más tarde a la luz de la experiencia, el arquitecto había insistido en que algunas zonas del hospital fueran equipadas con paredes retráctiles, y retirando media docena de esos paneles en un sector temporalmente no ocupado por pacientes se pudo crear un espacio adecuado para la demostración.

El público había empezado ya a reunirse cuando Reedeth conectó la pantalla de su comred para observar el acontecimiento. Nunca había tenido ni la más remota intención de in-sistir en estar físicamente presente, pero había sido incapaz de resistir la oportunidad de hacer enrojecer a Ariadna. Lanzó una risita mientras observaba a sus pacientes vestidos con batas verdes entrar en la habitación, pero su alegría se desvaneció en el momento mismo en que se dio cuenta de que entre los primeros de ellos se hallaba Harry Madison.

¡Debía haber alguna forma de devolver a aquel hombre al mundo exterior! Mogshack hubiera debido hacerlo hacía meses; el porqué no lo había hecho era difícil de comprender… a menos que (y un demonio familiar le presentó burlonamente el concepto) estuviera efectivamente atesorando a sus pacientes como un avaro. ¿Quizá alguien pudiera enfrentarse con él y argumentar que tener a un solitario nigblanc bajo su cuidado era una fuente potencial de trastornos para sus otros pacientes?

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