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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (7 page)

BOOK: Órbita Inestable
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Pero ella iba en un pediflux y —como tantos de los artilugios que la ingeniosidad del siglo XXI había puesto a disposición de la humanidad— el pediflux era algo que parecía haber sido diseñado para una especie considerablemente más racional que aquella a la que pertenecía. No da ninguna oportunidad de que uno cambie de opinión. Una vez lo conduces, te ves obligado a seguir con él hasta alcanzar una zona adecuada en una intersección, donde el flujo monomolecular del suelo se calma lo suficiente como para permitir la parada. No hay forma de ir hacia atrás, excepto volver al punto de origen por otra ruta distinta.

En el transcurso de los diez años desde que se generalizó su uso, ¿cuántos asuntos se habían visto condicionados por la dirección que tomaba el pediflux cuando uno salía de su oficina o apartamento? ¿Cuántos encuentros, cuántos matrimonios…? ¿Cuántas parejas perfectas habían quedado atrapadas en el flujo que se dirigía en direcciones opuestas?

Rechazando esos pensamientos con un esfuerzo casi físico, se preparó para el adecuado y cortés saludo inclinando ligeramente la cabeza y la inconfundible sonrisa formal que eran apropiados en aquella fase descendente del ciclo de su intimidad. Reedeth, sin embargo, noestaba claramente de humor como para aceptar las reglas de los demás. Tuvo que sufrir su beso, aunque se las arregló para conseguir apartar su boca.

—¡Por fin! —exclamó él—. Llevo mucho tiempo esperando hablar contigo, y…

—He estado ocupada con gente toda la mañana —respondió ella frígidamente.

—Lo siento, pero eso no es cierto. Pusiste una prohibición clase dos a las diez y diez, según mi robescritorio, y no fue retirada hasta hace unos pocos minutos. ¿Hummm?

Alzó una ceja y adoptó una expresión de paternal reproche.

¡Bastardo! Pero la apuesta había fallado. Ella había esperado que el diálogo prosiguiera:

«Sí, ¡pero yo deseaba hablarte personalmente!»

En cuyo caso ella hubiera respondido:

«¿Cuál es la ventaja de tener una comred si no se utiliza?»

Y habría seguido rápidamente su camino, anotándose un punto importante.

En vez de lo cual había sido atrapada en una flagrante mentira. Buscó la escapatoria menos perjudicial, como un jugador de ajedrez intentando reconstruir un débil ataque para proporcionar una protección de emergencia a su rey.

—Bien, si se trataba de algo realmente importante hubieras podido pasar por encima, y si no lo era, ¿por qué vienes a molestarme ahora?

—Ese es precisamente el problema. —Reedeth se alzó de hombros—. No sé si es importante o no…, es lo que quería preguntarte. Esa pitonisa que has contratado para esta tarde: ¿quién es, y cuál es su finalidad?

Allí estaba la oportunidad de un contragolpe.

—Eso es algo que podías haberle preguntado a tu robescritorio. La información fue registrada hace tres días para uso de todos los miembros del personal.

—Como un
fait accompli
. Con el secreto habitual. Mogshack no incluyó la discusión que tuvo contigo como dato disponible para consulta por el personal.

—Probablemente no creyó que fuera necesario…, del mismo modo que yo tampoco lo creo. ¿Qué es exactamente lo que deseas saber? ¿Lo que es una pitonisa, qué es lo que hace, cómo lo hace?

—¡Oh, por el amor de Dios, Ariadna! —La afabilidad de Reedeth se desvaneció como humo ante un ventarrón—. ¿No tienes nada mejor que hacer en tu vida que intentar que los hombres bailen arriba y abajo a tu alrededor como yoyoes? ¡Si estás tan malditamente obsesionada con tu propia dependencia emocional, será mejor que te tomes unas vacaciones y arregles ese asunto antes de que empieces a comunicar el problema a tus pacientes!

Ella se lo quedó mirando inexpresivamente, incapaz de creer que fuera Jim Reedeth quien había pronunciado aquellas palabras. Eran más típicas del propio Mogshack, cuya obsesiva dedicación a los principios que predicaba era a veces terrible, aunque en el transcurso de algunas discusiones la había comparado a menudo con la actitud de un Buda re-nunciando voluntariamente a la bendición del nirvana a fin de compartir la posibilidad de una perfecta iluminación con los seres menos afortunados.

No era necesaria la penetración de un psicólogo adiestrado para deducir que había ocurrido algo que había hecho derivar enormemente a Reedeth de su órbita habitual.

Respondiendo reluctante a su pregunta anterior antes de que él tuviera oportunidad de decir alguna otra cosa tan cruel como su último sarcasmo, dijo:

19
Pensamiento que cruza repetidamente por la cabeza de Morton Lenigo,
antillano expatriado de quinta generación, súbdito británico de cuarta generación, panmelanista de tercera generación, durante su travesía del
Atlántico tras conseguir un visado para los Estados Unidos después de tirar de los hilos necesarios conducentes a que el gobierno nigblanc de la
ciudad de Detroit amenazara con dejar de pagar sus impuestos sobre el
agua e instalar una planta de condensación atmosférica.

«¡Festung Amerika, monstruoso bunker ario, ha llegado el momento del crepúsculo de los estúpidos!»

20
Decía usted

—Oh…, muy bien. La idea básica es la siguiente. Sea lo que sea lo que hagan las pitonisas en realidad, parece que obtienen algún tipo de resultado. Las pruebas son abrumadoras. Y la única forma en que pueden conseguir los éxitos que se les atribuyen es, presumiblemente, debido a que despliegan una empatía excepcionalmente alta con gente que les es relativamente desconocida. Deseo descubrir si el grado de «desconocimiento» por encima del cual pueden pasar se extiende también a los perturbados mentales. Y puesto que me han asegurado que esa chica, Lyla Clay, es una de las que poseen un talento mayor, resulta una elección lógica para el experimento.

Reedeth se enroscó con aire ausente un mechón de barba entre los dedos.

—Mirándolo así de frente, es una excelente idea. Podría conducir a una técnica de diagnóstico completamente nueva, si funciona. Pero ¿no son tres días de preaviso un tiempo muy corto para montar una operación tan potencialmente significativa?

—Contacté con su mackero, y esa era la única fecha que podía ofrecerme, o tenía que ser pasadas siete semanas. Aparentemente está muy solicitada. —Y añadió cáusticamente—: ¡Me halaga enormemente que apruebes la idea, ¿sabes?!

—Oh, deja eso, ¿quieres? —restalló Reedeth—. Tú quizá hayas dejado de intentar que tus problemas emocionales particulares no interfieran con tu trabajo, pero yo al menos sigo haciendo el esfuerzo. —Y sin darle tiempo a contraatacar—: ¿Qué es lo que piensa Mogshack de todo esto? Obviamente ha dado su aprobación, o de otro modo tú no hubieras seguido adelante, pero me sorprende que no haya puesto impedimentos a reunir juntos a un tal número de pacientes en condiciones… ¿cómo decirlo?, ¡oh, sí!…, ¡en condiciones que no tan sólo son médicamente insalubres, sino psicológicamente tan peligrosas como para bloquear el camino hacia la recuperación de muchos de ellos!

—¡Asqueroso sinvergüenza! ¡Has estado revisando la conversación que tuve con él!

—No, ya te lo he dicho: no está disponible. Tan sólo… Bueno, tan sólo he intentado suponer las palabras que él utilizaría con toda probabilidad.

Durante un largo momento se miraron el uno al otro, frente a frente, a mucho menos que un largo de brazo de distancia. De pronto, y contra su voluntad, Ariadna notó que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba. Resistió durante un segundo, luego renunció.
Il faut reculer pour mieux salter
, se dijo, citando uno de los aforismos favoritos de Mogshack. Uno debe retroceder siempre un poco para dar un salto más largo. Y la próxima vez que saltara, se prometió a sí misma, lo haría fuera del alcance de Jim Reedeth.

—Sigo opinando que eres un asqueroso sinvergüenza, Jim. Pero no hay la menor duda de que eres un sinvergüenza listo. «Psicológicamente peligroso» fue exactamente su frase…Mogshack puede ser un tanto predecible a veces, ¿no? Aunque supongo que cualquiera que persiga una finalidad con una determinación tan inquebrantable como la suya es vulnerable a esta acusación.

Refutando una vez más sus expectativas, en vez de responder a su sonrisa con otra, Reedeth frunció el ceño.

—Sí, pero a veces me pregunto dónde la dedicación exclusiva da paso al fanatismo…De todos modos no importa. Como ya he dicho, creo que es una idea prometedora. Todo lo que tienda a reforzar los puentes rotos entre una personalidad y otra tiene mi apoyo.

Irritada ante el hecho de que él no hubiera aceptado su gesto de claudicación, Ariadna dijo secamente:

—Esta es una observación completamente conroyana, Jim. Y de todos modos, ésta no es la finalidad del proyecto.

—Empiezo a llegar a la conclusión de que la única forma de hacer comprender a algunas personas…

Pero la recriminación, que había empezado acaloradamente, perdió su ímpetu y murió.

Reedeth sonrió.

—Oh, infiernos. Prefiero felicitarte por tu brillante idea que discutirla contigo. Supongo que seguiremos la conversación esta noche, ¿eh? Creo que es un momento adecuado para que finalice tu invierno.

—Bueno…

—Estupendo, queda zanjada la cuestión. ¿Y no te importará que asista a la sesión de es-ta tarde? Supongo que Mogshack estará allí.

—No, no estará. Asistirá a ella, por supuesto, pero desde su oficina. Y creo que sería mejor que tú hicieras lo mismo.

—Pero hay una pregunta que me gustaría hacerle personalmente a esa pitonisa, puesto que la has recomendado con tanto entusiasmo. Y tengo entendido que las pitonisas no pueden reaccionar a la gente a menos que ésta se halle presente en la misma habitación.

—¿Una pregunta? ¿Acerca de qué?

Y sus ojos dijeron más claramente que sus palabras: «No acerca de nosotros… ¡no te atreverás!».

—¡Oh, vamos, Ariadna! —dijo Reedeth con voz burlona—. ¡Has enrojecido! Nunca te había visto enrojecer antes. ¡Y te sienta muy bien!

Mientras ella luchaba aún por formular una respuesta, se produjo un suave zumbido agudo en el comunicador personal que llevaba en su muñeca izquierda. La alzó en un reflejo, lanzando puñales por sus ojos, y murmuró:

—¿Sí?

—Un visitante para uno de los pacientes a su cargo, doctora Spoelstra. Acaba de aterrizar en el tejado en un deslizador particular. No se muestra cooperativo. Solicita una interrupción clase A del esquema programado.

—Maldita sea. ¡Eso es precisamente lo que necesito ahora!

No sin malicia, Reedeth dejó escapar una risita deliberadamente audible.

—¡Oh…! Muy bien, iré en un momento a ver de qué se trata. —Desconectó el micrófono y alzó unos llameantes ojos al rostro de Reedeth—. No, no te quiero presente en la sesión de esta tarde. Si deseas consultar a una pitonisa, contrata personalmente una. Y asegúrate de que sea buena. La empatía es un trabajo perdido si no actúa en ambos sentidos, ¡y yo no conozco a nadie que pueda atravesar esa piel acorazada que tienes!

—Inténtalo —dijo Reedeth suavemente—. Eso es todo lo que pido, ya lo sabes. Si tienes miedo de cruzar una puerta abierta de par en par porque crees que algo va a caerte sobre la cabeza tan pronto como pises el umbral, ¡ese es tu auténtico problema, querida!

Giró sobre sus talones, cruzó el límite neutro de la intersección. En un momento su pediflux se lo había llevado fuera del alcance de su voz.

No —Ariadna maldijo para sí misma, dominándose a duras penas para no ponerse a patear—, ella nunca lo hubiera llamado tampoco. De hecho, se dijo, no deseaba volver a hablar con él nunca más.

21
¡Cerrad las puertas, están entrando por las ventanas!

La jocosa paranoia de aquella canción del siglo pasado le había parecido adecuada a Celia Prior Flamen durante los primeros tiempos de su internamiento. Posiblemente aún se lo pareciera. Pero de todos modos ahora se limitaba a canturrearla para sí misma. Cantarla en voz alta parecía inútil. Por mucho que alzara su clara y aguda voz, el sonido quedaba apagado por capa tras capa del aislamiento de las paredes de su lujoso retiro.

Así era como llamaban a las celdas en el Ginsberg: retiros.

Tenía treinta y cinco años, uno menos que su marido y cuatro menos que su hermano, aunque Lionel siempre había parecido, actuado, y aparentemente sentido como si fuera una década mayor que ella. Era también muy hermosa, con una gran mata de liso pelo castaño que nunca había teñido ni moldeado pese a los dictados de la moda, envolviendo un rostro en forma de corazón, con una boca un poco demasiado grande pero encantadoramente móvil, y un delicioso y esbelto cuerpo que en un momento determinado podía sugerir un abandono sensual, y al momento siguiente una tensión nerviosa apenas contenida por un esfuerzo de voluntad.

Pero su mente, como un escalpelo diseñado para curar y utilizado para matar, se había hundido demasiado profundamente en un lugar que no estaba hecho para penetrar.

Observándola pensativamente a través del enlace de la comred —la cámara estaba detrás del espejo en el tocador ante el cual ella pasaba gran parte de su tiempo, inventándose nuevos rostros con la ayuda del enorme surtido de cosméticos que le habían proporcionado—, Elías Mogshack se mesaba la barba. Estaba en un dilema. No era el primero, sin embargo, e indudablemente no sería tampoco el último. Pero apartarse siquiera por un momento de la trascendente seguridad que el público en general asociaba a su nombre era una afrenta al aura de autoridad que le había hecho ganar su actual influencia.

Paradoja: por una parte, la avasalladora necesidad de «ser un individuo» que él, personalmente, había convertido en una expresión favorita del lenguaje común, que todo el mundo daba por sentada, con la concomitante implicación de que un esquizofrénico, por ejemplo, estaba obedeciendo esa orden al pie de la letra; por otra parte, el demasiado obvio hecho de que alguien que fuera hasta tal punto un individuo era: a) no viable debido a que podía olvidar el comer o abocarse a las drogas o cometer cualquier otro error parecido de consecuencias fatales, y b), demasiado exigente con respecto a los demás individuos concu-rrentes, por ejemplo insistiendo en que escucharan durante horas y días alguna verdad universal que, en último análisis, resultaba ser algo que la mayor parte de los adultos habían dilucidado por sí mismos apenas cumplidos los diez años.

Ahora tenía precisamente delante uno de esos casos; había una docena de otros sujetos a los que podía dedicar con mayor provecho su atención, pero se había aferrado al problema de Celia Prior Flamen.

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