Authors: Lauren Kate
—La oficina principal —susurró Penn, y se sacó un pañuelo de la manga para sonarse—. Podría ser cualquiera, pero no te preocupes, nadie va a bajar aquí.
Un segundo después, sonó el crujido de una puerta abriéndose a lo lejos, y una luz proveniente del vestíbulo iluminó la escalera. Empezaron a oírse unos pasos que bajaban. Luce notó que Penn la agarraba de la camiseta y la empujaba contra la pared detrás de una estantería. Esperaron, conteniendo la respiración, sujetando con fuerza la ficha de Daniel. Las iban a pillar con las manos en la masa. Luce tenía los ojos cerrados y se esperaba lo peor, cuando un canturreo evocador, inquietante y melodioso se abrió paso por el sótano. Alguien estaba cantando.
—Taaa ta ta ta taaa —tarareaba una voz femenina.
Luce estiró el cuello entre dos cajas y pudo ver a una mujer mayor y delgada con una pequeña linterna sujeta a la cabeza como si fuera un minero. La señorita Sophia. Llevaba dos cajas grandes, una encima de la otra, de modo que lo único que se veía de ella era su frente brillante, y se movía con tanta ligereza que parecía que las cajas estuvieran llenas de plumas en lugar de contener pesados archivos.
Penn cogió a Luce de la mano mientras observaban cómo Sophia dejaba las cajas de archivos en una estantería vacía. Luego cogió un bolígrafo y anotó algo en su libreta.
—Solo quedan un par más —dijo, y murmuró algo que Luce no llegó a entender.
Un instante más tarde, la señorita Sophia desapareció escaleras arriba, tan rápido como había llegado, aunque aún la oyeron tararear durante unos segundos más.
Cuando se cerró la puerta, Penn soltó el aire de sus pulmones.
—Ha dicho que había más. Seguramente volverá a bajar.
—¿Qué hacemos? —preguntó Luce.
—Tú sube las escaleras —dijo Penn, señalándoselas—. Arriba, tuerce a la izquierda y estarás de nuevo en el vestíbulo principal. Si alguien te ve, di que estabas buscando el baño.
—Y tú, ¿qué?
—Voy a devolver la ficha de Daniel a su sitio y luego nos encontraremos en las gradas. La señorita Sophia no sospechará nada si me ve solo a mí, porque yo paso bastante tiempo aquí, casi es mi segunda habitación.
Luce miró la ficha de Daniel y sintió una punzada de remordimiento. Aún no estaba preparada para irse. Al tiempo que había renunciado a averiguar más sobre Daniel, había empezado a pensar en Cam. Daniel era enigmático y, por desgracia, su ficha también lo era. Cam, por otro lado, parecía tan abierto y claro que a Luce le entró curiosidad, pensó que en los archivos podría encontrar algo que tal vez él no quisiera compartir con ella. Pero le bastó con ver la cara de Penn para comprender que no podían perder ni un segundo.
—Si hay algo más sobre Daniel, lo encontraremos —le aseguró Penn—. Seguiremos buscando. —La empujó con suavidad hacia la puerta—. Ahora, vete.
Luce corrió por el fétido pasillo y de un empujón abrió la puerta que daba a las escaleras. El aire allí aún olía a húmedo, pero a cada escalón que subía se volvía más fresco y puro. Cuando dobló la esquina al final de la escalera, tuvo que frotarse los ojos y parpadear hasta que se acostumbró a la resplandeciente luz diurna del pasillo, y por fin accedió al vestíbulo principal por las puertas encaladas. Y allí se quedó helada.
Dos botas negras de tacón de aguja, como las que llevaría una malvada bruja sureña, cruzadas a la altura de los tobillos, sobresalían de la cabina de teléfono. Luce se apresuró para llegar hasta la puerta de la calle, con la esperanza de que no la vieran, cuando se percató de que las botas de tacón de aguja estaban pegadas a unos leggings de piel de reptil, que a su vez estaban pegados a una adusta Molly. Tenía la diminuta cámara plateada en la mano, miró a Luce, colgó el teléfono y pateó el suelo.
—¿Por qué será que tienes pinta de haber hecho algo, Pastel de Carne? —preguntó, al tiempo que se levantaba y se ponía en jarras—. Déjame adivinar: has decidido ignorar mi consejo de mantenerte alejada de Daniel.
Todo aquel numerito del monstruo malvado solo podía ser una broma. Era imposible que Molly supiera dónde había estado Luce, no sabía nada de ella y no tenía ninguna razón para ser tan desagradable. Desde el primer día de clase, Luce no le había hecho nada a Molly, salvo intentar mantener las distancias.
—¿Ya te has olvidado del infernal desastre que causaste la última vez que quisiste obligar a quererte a un chico al que no le interesabas? —La voz de Molly sonaba afilada como un cuchillo—. ¿Cómo se llamaba? ¿Taylor? ¿Truman?
Trevor. ¿Cómo podía saber Molly lo de Trevor? Era su secreto mejor guardado, el más oscuro, y el único que Luce quería —necesitaba— que nadie supiera en Espada & Cruz. Pero, la Encarnación del Mal no solo estaba al corriente de todo, sino que además no tenía reparos en echárselo en cara de forma cruel y arrogante... en mitad del vestíbulo del colegio.
¿Era posible que Penn le hubiera mentido, que Luce no fuera la única con quien compartía los secretos de las fichas? ¿Había alguna otra explicación lógica? Luce se cruzó de brazos, y se sintió mareada y vulnerable... y tan inexplicablemente culpable como la noche del incendio.
Molly ladeó la cabeza.
—Al fin —dijo, como si le hubieran quitado un peso de encima—, parece que has entendido algo. —Le dio la espalda y abrió la puerta exterior. Antes de salir parsimoniosamente se volvió, miró a Luce por encima del hombro—: No le hagas a nuestro querido Daniel lo que le hiciste a... como se llame. ¿
Capisce
?
Luce salió tras ella, pero cuando ya había dado algunos pasos se dio cuenta de que probablemente se echaría a llorar si se enfrentaba a Molly en ese momento. Era demasiado despiadada. Y entonces, para añadir sal a su herida, Gabbe llegó trotando desde las gradas para encontrarse con Molly en medio del campo. Estaban demasiado lejos para que Luce pudiera discernir la expresión de sus rostros cuando se volvieron para mirarla. La cabeza rubia con cola de caballo se inclinaba hacia la cabeza negra con peinado de duendecillo... la reunión íntima más malvada que Luce había visto nunca.
Cerró los puños con fuerza al imaginar que Molly le estaría explicando todo lo que sabía de Trevor a Gabbe, quien a su vez no tardaría ni un segundo en llevarle las noticias a Daniel. Aquel pensamiento le provocó un angustioso dolor que se le propagó desde los dedos hasta el pecho a través de los brazos. A Daniel quizá lo habían arrestado por cruzar en rojo, pero ¿qué era eso comparado con lo que había llevado a Luce hasta allí?
—¡Cuidado! —gritó alguien.
Luce odiaba esa advertencia, pues ella ejercía una extraña atracción sobre todo tipo de material deportivo. Hizo una mueca y miró hacia el sol, pero no pudo ver nada ni tuvo suficiente tiempo para cubrirse la cara antes de que sintiera un golpetazo en un lado de la cabeza y oyera un sonoro «pong» en sus oídos. Aaah.
La pelota de fútbol de Roland.
—¡Buen tiro! —gritó Roland cuando la pelota rebotó directa hacia él. Como si hubiese sido su intención. Se frotó la frente y dio unos pasos, tambaleándose.
Una mano la sujetó por la muñeca, y una oleada de calor la obligó a contener la respiración. Cuando bajó la vista vio que unos dedos bronceados rodeaban su brazo, alzó la vista y se encontró con los ojos grises de Daniel.
—¿Estás bien? —le preguntó. Cuando ella asintió, él enarcó una ceja—. Si querías jugar al fútbol, solo tenías que decirlo. Me habría gustado explicarte algunas cuestiones clave del juego, por ejemplo cómo la mayoría de la gente usa partes menos delicadas de su cuerpo para devolver un pase.
Le soltó la muñeca, y Luce pensó que iba a pasarle la mano por la zona donde había recibido el golpe. Por un segundo contuvo la respiración, pero enseguida vio que la mano se limitaba a apartarse los rubios cabellos de los ojos.
Fue en ese momento cuando Luce se dio cuenta de que Daniel se estaba burlando de ella.
¿Y, por qué no iba a hacerlo? Lo más probable era que tuviese la marca de una pelota de fútbol impresa en la mejilla.
Molly y Gabbe —y ahora Daniel— seguían observándola con los brazos cruzados.
—Creo que tu novia se está poniendo celosa —dijo Luce haciendo un gesto en dirección a la pareja.
—¿Cuál de ellas? —preguntó.
—No sabía que las dos lo fueran.
—No, ninguna lo es —respondió sin más—. No tengo novia, pero ¿cuál pensabas que lo era?
Luce estaba desconcertada. ¿Y qué había de aquella conversación entre susurros con Gabbe? ¿Y la forma en que las dos los estaban mirando en ese momento? ¿Daniel le estaba mintiendo?
Él la miró con extrañeza.
—Quizá el golpe ha sido más fuerte de lo que me imaginaba —dijo—. Venga, vamos a dar un paseo para que te dé el aire.
Luce intentó buscarle la gracia a aquel último comentario sarcástico de Daniel. ¿Le estaba diciendo que era una cabeza hueca y que por eso necesitaba más aire? No, eso no tenía sentido. Lo miró. ¿Cómo lograba parecer siempre tan sincero? Justo ahora que ya se estaba acostumbrando a los «desdenes Grigori».
—¿Adónde? —preguntó Luce con cautela, pues en ese momento resultaba demasiado fácil sentirse contenta por el hecho de que Daniel no tuviera novia y quisiera ir con ella a alguna parte. Tenía que haber gato encerrado.
Daniel se limitó a entrecerrar los ojos en dirección a las chicas que había al otro lado del campo.
—A algún lugar donde no nos observen.
Luce le había dicho a Penn que se encontrarían en las gradas, pero ya tendría tiempo de explicárselo más tarde y, por descontado, Penn lo entendería. Luce dejó que Daniel la guiara ante la mirada escrutadora de las chicas; pasaron por delante de la pequeña arboleda de melocotoneros y por detrás de la vieja iglesia—gimnasio. Llegaron a un bosquecillo de hermosos robles retorcidos que Luce nunca hubiera imaginado encontrarse en aquel paraje. Daniel miró atrás para asegurarse de que la seguía, y ella le sonrió, como si ir detrás de él fuera algo natural, pero mientras se abría paso entre las sinuosas raíces centenarias, no pudo dejar de pensar en las sombras.
Se estaba adentrando en el bosque frondoso, donde la oscuridad bajo el follaje solo se veía interrumpida aquí y allá por algunos rayos de sol. El intenso olor a barro frío y húmedo llenaba el aire, y de repente Luce supo que había agua cerca.
De haber sido de esas personas que rezan, aquel habría sido el momento de hacerlo, para que no aparecieran las sombras durante el breve lapso en que iba a estar con Daniel, de forma que él no viera hasta qué punto podía llegar a desquiciarse. Pero ella no había rezado nunca, no sabía cómo hacerlo. En lugar de ello, se limitó a cruzar los dedos.
—Hay un claro en el bosque allí arriba —dijo Daniel.
Cuando llegaron, Luce se quedó sin aliento.
Algo había cambiado mientras Daniel y ella caminaban por el bosque, algo más que la mera distancia que los separaba del aspecto flemático de Espada & Cruz. Porque, cuando salieron de debajo de los árboles y subieron hasta aquella roca, era como si estuvieran en medio de una postal, de esas que se venden en los quioscos, una imagen de un sur idílico que ya no existía. Cada color que veía Luce era brillante, más reluciente de lo que parecía solo un momento antes, desde el lago azul cristalino que había a sus pies hasta el bosque esmeralda que los rodeaba. Dos gaviotas volaban surcando el cielo nítido. Cuando se puso de puntillas, pudo ver el comienzo del pardo saladar que sabía que más adelante daría paso a la espuma blanca del océano, en algún lugar más allá del horizonte invisible.
Miró a Daniel. Él también brillaba. La luz le volvía la piel dorada, y sus ojos parecían de lluvia. Sentir cómo la miraba era algo increíble, excepcional.
—¿Qué te parece? —preguntó. En ese momento, alejados de todos, parecía mucho más relajado.
—Nunca he visto nada tan maravilloso —dijo, observando la superficie prístina del lago y sintiendo la necesidad de sumergirse. Había una roca enorme cubierta de musgo que sobresalía unos veinte metros del agua—. ¿Qué es eso?
—Te lo voy a enseñar —respondió y se quitó los zapatos. Luce intentó no mirar (sin éxito) cuando se quitó la camiseta y dejó al descubierto su torso musculado—. Vamos —la animó, lo cual le hizo darse cuenta de que se había quedado embobada—. Puedes bañarte con lo que llevas —añadió señalando la camiseta gris sin mangas y los pantalones que llevaba puestos—, esta vez incluso te dejo ganar.
Ella rió.
—¿Esta vez? ¿Acaso te he dejado ganar yo alguna vez a ti?
Daniel empezó a asentir, pero se detuvo de forma brusca.
—No... quiero decir que... como perdiste en la competición de la piscina el otro día.
Por un momento. Luce sintió la necesidad de explicarle por qué había perdido. Quizá se reirían a costa de aquel malentendido, cuando ella creyó que Gabbe era su novia. Pero, en aquel momento. Daniel ya tenía los brazos sobre la cabeza y estaba en el aire, arqueándose y cayendo, sumergiéndose en el lago con un salto sobrio y perfecto.
Era una de las cosas más bellas que Luce había visto. Había sido de una elegancia inigualable. Incluso el chapuzón le dejó una musiquilla maravillosa en los oídos.
Quería estar con él allí abajo.
Se quitó los zapatos, los dejó bajo un magnolio, junto a los de Daniel, y se quedó al borde del peñasco. Había una caída de unos siete metros, el tipo de salto que le daba un vuelco al corazón. Pero un buen vuelco.
Un segundo después, la cabeza de Daniel salió a la superficie. Sonreía, abriéndose paso en el agua.
—¡No hagas que cambie de opinión sobre lo de dejarte ganar! —gritó.
Luce inspiró hondo, apuntó con los dedos por encima de la cabeza de Daniel e hizo el salto del ángel. La caída duró una fracción de segundo, pero descender y descender por el aire le pareció la sensación más deliciosa de cuantas había experimentado.
Chofff. Al principio la impactó el agua fría, pero un instante después la temperatura ya le resultaba ideal. Salió a la superficie para coger aire, miró a Daniel y empezó a nadar en estilo mariposa.
Puso tanto ahínco en sus brazadas que dejó de prestar atención a Daniel. Sabía que estaba dando lo mejor de sí y esperaba que él estuviera mirándola. Cada vez le fue ganando más terreno, hasta que tocó la roca con la mano, un segundo antes que Daniel. Ambos estaban jadeando cuando a duras penas subieron hasta la roca plana, que el sol había calentado. Los bordes eran resbaladizos a causa del musgo, y a Luce le resultó difícil encontrar dónde agarrarse; Daniel, sin embargo, subió sin problemas. Luego le tendió la mano y la ayudó a ella, hasta que pudo subir una pierna. Cuando Luce consiguió salir completamente del agua, él estaba tendido boca arriba, casi seco. Solo las bermudas delataban que acababa de estar en el lago. A Luce, por el contrario, la ropa mojada se le pegaba al cuerpo, y su cabello goteaba por todas partes. La mayoría de los chicos no habrían perdido la oportunidad de comerse con los ojos a una chica empapada, pero Daniel siguió tendido y cerró los ojos, como si le dejara tiempo para escurrir su ropa, ya fuera por amabilidad o por indiferencia.