Authors: Lauren Kate
Estaba leyendo la historia del ángel caído Abbadon, que se arrepentía de haber apoyado a Satán y se lamentaba todo el tiempo de su decisión —bostezo—, cuando oyó un sonido estridente sobre su cabeza. Luce vio el parpadeo rojo de la alarma de incendios.
—Alerta. Alerta —anunciaba una voz monótona por el altavoz—. Se ha activado la alarma de incendios. Evacuen el edificio.
Luce dejó el libro en la estantería y se puso de pie. En Dover también hacían cosas así cada dos por tres. Cuando ya lo habían repetido un montón de veces, se llegó al extremo de que ni siquiera los profesores prestaban atención a las simulaciones de incendio mensuales, de modo que el departamento de bomberos empezó a activar alarmas reales para que la gente reaccionara. Luce comprendió que los administradores de Espada & Cruz utilizaban el mismo truco. Pero cuando empezó a caminar hacia la salida, para su sorpresa comenzó a toser. En esta ocasión había humo de verdad en la biblioteca.
—¿Penn? —gritó; su propia voz le retumbaba en los oídos, era consciente de que el sonido punzante de la alarma no iba a permitir que la oyera.
El olor acre del humo le recordó de inmediato la noche del incendio con Trevor. Empezaron a inundarle la mente imágenes y sonidos, detalles que había sepultado tan profundamente en su memoria que casi se habían borrado. Hasta ese instante.
Trevor, con los ojos en blanco, en medio del resplandor naranja. Las lenguas de fuego que se propagaban por cada uno de sus dedos. El grito ensordecedor e interminable que resonó en su cabeza como una sirena después de que Trevor cayera abatido. Y durante todo el tiempo, ella había permanecido de pie, mirando, no podía dejar de mirar, helada en medio de aquel calor. No pudo moverse, no había podido hacer nada para ayudarlo; y él murió.
Notó que una mano la sujetaba por la muñeca y se volvió pensando que era Penn. Pero era Todd. Tenía los ojos como platos y también estaba tosiendo.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo jadeando—. Creo que hay una salida en la parte de atrás.
—¿Y qué hay de Penn, y de la señorita Sophia? —preguntó Luce. Se sentía débil y mareada. Se frotó los ojos—. Estaban por allí.
Al señalar el pasillo que daba a la entrada, Luce descubrió que el humo en esa dirección era mucho más denso.
Todd pareció dudar por un instante, pero al final asintió con 1a cabeza.
—Vale —concluyó, sujetándola de la muñeca al tiempo que se agachaban y corrían hacia las puertas principales de la biblioteca.
Doblaron a la derecha al ver que uno de los pasillos estaba especialmente lleno de humo, y entonces se encontraron ante un muro lleno de libros y no supieran hacia dónde ir. Se detuvieron para recuperar el aliento. El humo que solo un momento antes flotaba sobre sus cabezas se acercaba ya a la altura de sus hombros.
Incluso agachados, estaban empezando a asfixiarse. No podían ver más allá de unos pocos metros. Luce se aferró a Todd y giró sobre sí misma, de repente no distinguió por dónde habían venido. Estiró los brazos y sintió el metal caliente de una de las estanterías. Ni siquiera podía ver las letras de los lomos. ¿Estaban en la sección D o en la O?
No había forma de saber dónde se hallaba Penn o la señorita Sophia, ni dónde se hallaba la salida. Luce sintió que una oleada de pánico recorría todo su cuerpo dificultándole aún más la respiración.
—¡Ya deben de haber salido por las puertas principales! —gritó Todd sin mucho convencimiento—. ¡Tenemos que volver!
Luce se mordió el labio. Si le ocurría algo a Penn...
Apenas podía ver a Todd, que estaba justo delante de ella. De acuerdo, tenía razón, pero... ¿cómo iban a volver? Luce asintió sin decir una palabra, y notó que Todd le tiraba de la mano.
Estuvieron un largo rato caminando deprisa, sin saber hacia dónde, y entonces el humo empezó a dispersarse poco a poco, hasta que al final apareció el resplandor rojo de una señal de salida de emergencia. Luce respiró aliviada cuando Todd tanteó la puerta en busca de la barra y la abrió de un empujón.
Daba a un pasillo que Luce no había visto nunca. Todd cerró de un portazo en cuanto hubieron salido y por fin se llenaron los pulmones de aire limpio. Era tan bueno que Luce quería hincarle el diente, tragárselo todo, beber litros y litros, bañarse en él. Ambos tosieron para expulsar el humo de los pulmones y se echaron a reír, pero era una risa incómoda que no acababa de aliviarlos. Rieron hasta que Luce se echó a llorar, e incluso cuando ya había acabado de llorar y de toser, aún seguían cayendo lágrimas de sus ojos.
¿Cómo podía estar respirando aquel aire tan limpio cuando aún no sabía si Penn estaba a salvo? Si no había logrado salir —si se había desmayado en algún lugar allí dentro— entonces Luce le habría fallado otra vez a alguien que le importaba. Solo que esta vez iba a ser mucho peor. Se secó los ojos y observó una nube de humo ascendiendo en remolinos desde el resquicio que había en la parte baja de la puerta. Todavía no se encontraban a salvo. Al final del pasillo había otra puerta, a través de cuyo cristal podía verse una rama agitándose en la noche. Luce exhaló. Estarían fuera enseguida, lejos de aquel humo asfixiante.
Si iban lo bastante rápido podrían llegar a la entrada principal para asegurarse de que Penn y la señorita Sophia habían salido sin problemas.
—Vamos. —Luce animó a Todd, que estaba doblado y jadeando—. Tenemos que seguir.
Todo se irguió, pero Luce vio que estaba desbordado: tenía la cara roja, y los ojos llorosos y desorbitados. Prácticamente tuvo que arrastrarlo hacia la puerta. Estaba tan concentrada en salir que tardó demasiado tiempo en procesar aquel otro sonido grave y susurrante que se había cernido sobre ellos y que en esos momentos estaba ahogando el ruido de las alarmas.
Alzó la vista y descubrió una vorágine de sombras. Abarcaban todas las tonalidades, desde el gris al negro más profundo. En principio, Luce solo debería haber podido ver hasta el techo, pero de alguna manera las sombras parecían extenderse más allá, hacia un cielo extraño y oculto. Formaban un amasijo y, sin embargo, se distinguían unas de las otras.
Entre ellas se encontraba la sombra grisácea y más ligera que había visto antes. Su forma ya no recordaba una aguja, ahora parecía la llama de una cerilla. Se balanceaba por encima de ellos. ¿Cómo había podido esquivarla cuando amenazó con tocar la cabeza de Penn? Solo con recordarlo sentía una comezón en las manos y se le agarrotaban los dedos de los pies.
Todd empezó a golpear furiosamente las paredes, como si el pasillo se estuviera estrechando. Luce supo que estaban muy alejados de la puerta. Cogió a Todd de la mano, pero sus palmas sudorosas resbalaron, así que le sujetó con fuerza por la muñeca. Todd estaba lívido, hecho un ovillo en el suelo. De pronto dejó escapar un grito aterrador.
¿Porque el humo estaba llenando el pasillo?
¿O porque él también percibía las sombras?
Imposible.
Pero había una mueca de horror en su cara, que se había crispado aún más ahora que las sombras flotaban por encima de sus cabezas.
—¿Luce? —Le temblaba la voz.
Otra horda de sombras apareció justo enfrente de ellos. Un manto de completa oscuridad se esparció por las paredes, impidiendo que Luce viera la puerta. Miró a Todd... ¿podía verlo?
—¡Corre! —le gritó.
¿Podría correr siquiera? Tenía la cara tiznada y los ojos cerrados. Estaba a punto de desmayarse. Pero, de repente, Luce tuvo la sensación de que era él quien la estaba llevando.
O de que algo los estaba llevando a los dos...
—Pero ¿qué diablos...? —gritó Todd.
Sus pies rozaron el suelo por un minuto, como si estuvieran surfeando sobre una ola, era como si deslizaran sobre su suave cresta, que a su vez los elevaba progresivamente y llenaba sus cuerpos de aire.
Luce no sabía adónde se dirigía, ni siquiera podía ver la puerta, solo podía distinguir una maraña de sombras negras que flotaban a su alrededor sin tocarla. Debería haberse sentido aterrorizada, pero de algún modo se sentía protegida de las sombras,
como si algo la estuviera escudando... una textura fluida pero impenetrable, algo extrañamente familiar, algo fuerte pero delicado, algo... Casi sin darse cuenta, Todd y ella se encontraron en la puerta. Sus pies tocaron de nuevo el suelo y Luce consiguió abrir la puerta de emergencia de un empujón.
Y entonces respiró. Y tosió. Y jadeó. Y le dieron arcadas.
Se oía otra alarma, pero a lo lejos.
El viento le azotó el cuello. ¡Estaban fuera! Solo tenían que bajar las escaleras que llevaban al patio, y aunque en su cabeza todo seguía estando nublado y lleno de humo, a Luce le pareció oír voces en algún lugar cercano.
Se dio la vuelta para intentar comprender lo que acababa de ocurrir. ¿Cómo habían conseguido atravesar aquella sombra, negra, densa e impenetrable? ¿Y
qué
era lo que les había salvado? Luce podía sentir su ausencia.
Casi deseó volver a buscarla.
Pero el pasillo estaba oscuro, todavía le lloraban los ojos, y ya no quedaba rastro de aquellas formas oscuras. Quizá se habían ido.
Entonces surgió una columna de luz irregular, algo parecido al tronco de un árbol, con ramas... no, más bien se asemejaba a un torso con las extremidades largas y anchas. Una columna de luz casi violeta se sostenía en el aire sobre ellos. No tenía sentido, pero a Luce le hizo pensar en Daniel. Estaba viendo cosas. Respiró profundamente e intentó parpadear para librarse de las lágrimas que aún enturbiaban sus ojos, pero la luz seguía allí. Más que oírla, sintió su llamada, tranquilizadora, una canción de cuna en medio del campo de batalla.
No vio venir la sombra.
Los embistió a ambos con tanta fuerza que sus manos se separaron y Luce salió disparada por los aires.
Cayó desplomada al pie de la escalera. Un quejido desesperado escapó de sus labios. Durante un larguísimo instante pareció que la cabeza iba a estallarle. Nunca había experimentado un dolor tan intenso y abrasador. Profirió un grito desgarrador en medio de la noche, gritó a la luz y a las sombras en lo alto.
Aquello fue demasiado para ella: cerró los ojos y se dejó vencer.
Brusco despertar
—¿
T
ienes miedo? —le preguntó Daniel. Tenía la cabeza ladeada y la suave brisa le había alborotado el cabello. La tenía cogida de la cintura, sosteniéndola con firmeza pero, al mismo tiempo, con el tacto de la seda. Luce tenía las manos entrelazadas alrededor de su cuello.
¿Tenía miedo? Por supuesto que no. Estaba con Daniel. Al fin. En sus brazos. Pero la verdadera pregunta que resonaba en su cabeza era: ¿debería tener miedo? No podía estar segura. Ni siquiera sabía dónde estaba.
Podía oler a lluvia en el aire, no muy lejos, pero tanto Daniel como ella, que llevaba un largo vestido blanco hasta los tobillos, estaban secos. Las últimas luces del día se extinguían, y sintió una punzada de remordimiento por el derroche de la puesta del sol, como si estuviera en sus manos detenerla. De algún modo sabía que aquellos postreros rayos de luz eran tan preciosos como las últimas gotas de un tarro de miel.
—¿Te quedarás conmigo? —le preguntó a Daniel.
Su voz fue apenas un susurro casi ahogado por el estruendo de un trueno. Una ráfaga de viento sopló a su alrededor y el pelo se le metió en los ojos. Daniel la estrechó aún más entre sus brazos, hasta que ella pudo acompasar su respiración a la de él y oler su piel en la suya.
—Siempre —le susurró a modo de respuesta. El suave sonido de su voz la colmó de felicidad.
Tenía un pequeño rasguño en la parte izquierda de la frente, pero lo olvidó cuando Daniel le cogió el mentón y lo acercó a su rostro. Ella inclinó la cabeza hacia atrás y sintió cómo todo su cuerpo se destensaba expectante.
Al final, por fin, la besó con tal ímpetu que la dejó sin aliento. La besó como si ella le perteneciese, de forma completamente natural, como si ella fuera una parte que él hubiera perdido y que por fin pudiera recuperar.
Entonces empezó a llover. El agua les empapó el cabello y se deslizó por sus rostros hasta su boca. La lluvia era cálida y embriagadora, como sus besos.
Luce le pasó los brazos por la espalda para atraerlo hacia sí y sus manos se deslizaron por algo aterciopelado. Lo palpó con una mano, luego con la otra, para ver dónde acababa, y entonces miró más allá del rostro resplandeciente de Daniel.
Algo se estaba desplegando a su espalda.
Unas alas. Lustrosas e iridiscentes, batiendo con lentitud, sin esfuerzo, relucientes bajo la lluvia. Quizá ya las había visto antes, o algo parecido en alguna parte.
—Daniel —dijo con voz entrecortada. Las alas acaparaban toda su visión y su mente. Parecían irradiar miles de colores, Luce no podía asimilarlos. Intentó mirar hacia otro lado, a cualquier parte, pero mirase donde mirase lo único que podía ver, además de a Daniel, eran los azules y rosas interminables del cielo del atardecer. Y entonces miró hacia abajo y reparó en un último detalle.
El suelo.
Se encontraba miles de metros por debajo.
Cuando abrió los ojos había demasiada luz, tenía la piel demasiado seca y un dolor terrible en la parte de atrás de la cabeza. El cielo había desaparecido, igual que Daniel.
Otro sueño.
Solo que este le había dejado una sensación casi irreprimible de deseo.
Estaba en una habitación de paredes blancas, tendida en una cama de hospital. A su izquierda, una cortina finísima la separaba del otro lado de la habitación, donde parecía que alguien andaba de aquí para allá.
Luce se llevó la mano con cuidado al cuello y gimoteó.
Trató de orientarse. No sabía dónde estaba, pero tenía la clara sensación de que ya no se encontraba en Espada & Cruz. Su ondeante vestido blanco se había convertido —se palpó los costados— en un camisón holgado de hospital. Podía sentir cómo se iba desvaneciendo cada fragmento de aquel sueño... todo excepto las alas. Habían sido tan reales, tenían un tacto tan aterciopelado y suave. Se le hizo un nudo en el estómago. Abrió y cerró los puños, demasiado consciente de que no había nada a lo que asirse.
Alguien le cogió la mano derecha y le dio un apretón. Luce volvió la cabeza con rapidez e hizo una mueca de dolor. Pensaba que estaba sola. Gabbe se hallaba sentada al borde de una silla giratoria de color azul ajado que parecía realzar de un modo irritante el color de sus ojos.