Authors: Lauren Kate
Al oír la voz de la guarda, Arriane y Penn se encogieron y se apresuraron a esconder los cocos debajo de la cama. Penn metió las sombrillitas en su estuche y Arriane roció un poco de perfume de vainilla y le pasó a Luce un trozo de chicle de menta.
La nube de perfume hizo que a Penn le entraran arcadas, luego se inclinó sobre Luce y le susurró:
—Cuando te pongas bien, encontraremos el libro. Será bueno que tengamos algo en qué ocuparnos, algo que nos distraiga.
Luce apretó la mano en señal de agradecimiento y sonrió a Arriane, que parecía demasiado ocupada atándose los cordones de los patines para haber escuchado algo.
Entonces Randy entró de golpe por la puerta.
—¡Todavía seguís aquí! —gritó—. Increíble.
—Solo estábamos... —empezó a decir Penn.
—Saliendo—acabó Randy por ella. Llevaba un ramo de peonias salvajes en la mano. Eso era raro. Eran las flores preferidas de Luce y muy difíciles de encontrar por los alrededores.
Randy abrió un armario que había bajo el lavamanos, rebuscó un momento en su interior y sacó un jarrón pequeño y polvoriento. Lo llenó con agua turbia del grifo, metió las peonias dentro toscamente y lo puso sobre la mesa, al lado de Luce.
—Son de parte de tus amigos —dijo—, que ahora mismo tendrán que irse.
La puerta estaba abierta de par en par, y Luce vio a Daniel apoyado en el marco. Tenía la barbilla levantada y sus ojos grises parecían ensombrecidos por la preocupación. Sus miradas se encontraron y él le dirigió una leve sonrisa. Cuando se apartó el pelo de los ojos, Luce vio que tenía un corte, pequeño pero profundo, en la frente.
Randy se llevó a Penn, a Arriane y a Gabbe afuera, pero Luce no podía apartar los ojos de Daniel. Él levantó una mano y movió los labios en lo que a ella le pareció un «Lo siento», justo antes de que Randy los echara a todos.
—Espero que no te hayan agotado —dijo Randy, que se había quedado en la puerta con el ceño fruncido.
—¡Ah, no! —Luce negó con la cabeza, consciente de lo mucho que la aliviaban la lealtad de Penn y la estrafalaria forma en que Arriane podía alegrar el momento más serio. Gabbe también había sido realmente amable con ella. Y Daniel, aunque casi no lo había visto, había hecho mucho más de lo que él podría imaginarse para devolverle la tranquilidad mental a Luce. Había ido para asegurarse de que se encontraba bien. Había estado pensando en ella.
—Bien —dijo Randy—, porque aún no se han acabado las horas de visita.
De nuevo, a Luce se le aceleró el corazón ante la expectativa de ver a sus padres. Pero entonces oyó unos pasos rápidos en el suelo y al momento apareció la figura menuda de la señorita Sophia. Llevaba una colorida pashmina otoñal sobre los hombros, y los labios pintados de un rojo intenso a juego. Detrás de ella caminaban un hombrecito calvo con traje y dos agentes de policía, uno regordete y el otro delgado, ambos con una calvicie incipiente y con los brazos cruzados.
El agente regordete era el más joven. Se sentó en la silla al lado de Luce y al momento —consciente de que nadie más hacía ademán de sentarse— se levantó de nuevo y volvió a cruzarse de brazos.
El hombre calvo dio un paso al frente y le tendió la mano a Luce.
—Soy el señor Schultz, el abogado de Espada & Cruz. —Luce le estrechó la mano con rigidez—. Estos agentes sólo van a hacerte un par de preguntas. No es nada que vaya a ser utilizado en un juicio, solo intentan corroborar los detalles del accidente...
—Y yo he insistido en estar presente durante el interrogatorio, Lucinda—añadió la señorita Sophia, al tiempo que se acercaba a ella y le pasaba la mano por el pelo—. ¿Cómo estás, cariño? —susurró— ¿En un estado de
shock
amnésico?
—Estoy bien...
Luce se interrumpió al ver dos figuras más en la puerta. Casi rompió a llorar cuando reconoció el cabello rizado y oscuro de su madre y las enormes gafas de carey de su padre.
—Mamá —musitó, tan bajo que nadie pudo oírlo—. Papá.
Fueron corriendo hasta la cama, la abrazaron y le cogieron las manos. Tenía unas ganas locas de abrazarlos pero se sentía demasiado débil, así que se quedó quieta y se conformó con su tacto familiar y reconfortante. La miraban asustados, tan asustados como ella misma.
—Mi amor, ¿qué ha pasado? —le preguntó su madre.
Ella no podía articular ninguna palabra.
—Les he dicho que eras inocente —interrumpió la señorita Sophia, devolviendo la atención a los policías—. Al carajo con las extrañas coincidencias.
Por descontado, tenían el informe del accidente de Trevor, y por descontado los policías lo encontrarían... extraordinario, a la luz de la muerte de Todd. Luce ya tenía suficiente experiencia con la policía para saber que saldrían de allí frustrados y enfadados.
El agente más delgado tenía unas patillas largas en las que empezaban a asomar canas. El informe abierto que sostenía entre las manos parecía absorber toda su atención, puesto que no alzó la vista ni una sola vez para mirarla.
—Señorita Price —le dijo con acento sureño—. ¿Por qué estaban usted y el señor Hammond solos en la biblioteca tan tarde cuando todos los demás estudiantes se encontraban en una fiesta?
Luce miró a sus padres. Su madre se mordía tanto el labio que estaba haciendo desaparecer el pintalabios, y su padre estaba lívido.
—No estaba con Todd —dijo, sin entender qué pretendían con aquella pregunta—, sino con Penn, mi amiga; y la señorita Sophia también estaba allí. Todd leía por su cuenta y cuando empezó el incendio, perdí de vista a Penn, y Todd fue la única persona que encontré.
—La única persona que encontraste... ¿para hacer qué?
—Espere un momento. —El señor Schultz dio un paso adelante para interrumpir al policía—. Lo ocurrido fue un accidente, ¿me permite que se lo recuerde? Usted no está interrogando a una sospechosa.
—No, no, quiero responder—interrumpió Luce. Había tanta gente en aquella habitación tan pequeña que no sabía adónde mirar. Miró fijamente al policía—. ¿Qué quiere decir?
—¿Es usted una persona agresiva? —Cogió el archivo—. ¿Se describiría a sí misma como una persona solitaria?
—Ya es suficiente —cortó su padre.
—Sí, Lucinda es una estudiante ejemplar —añadió la señorita Sophia—. No tenía ninguna mala intención respecto a Todd Hammond. Lo que ocurrió fue sencillamente n accidente.
El agente miró hacia la puerta abierta, como si deseara que la señorita Sophia pudiera volver fuera.
—Claro, señora, pero en los casos de reformatorio, otorgar el beneficio de la duda no siempre es lo más responsable...
—Les voy a contar todo lo que sé —dijo Luce sujetándose a sábana—. No tengo nada que ocultar.
Les explicó lo mejor que pudo todo lo que había pasado, hablando poco a poco y con claridad, de forma que a sus padres no les asaltaran nuevas dudas y los policías pudieran tomar todas las notas que quisieran. No se dejó llevar por la emoción, que era lo que al parecer todos estaban esperando. Por lo demás —dejando a un lado la aparición de las sombras— la historia que expuso tenía bastante sentido.
Corrieron hacia la puerta de atrás. Encontraron la salida al final del largo pasillo. La escalera era muy empinada y de difícil acceso, y ambos habían corrido con tanto ímpetu que no pudieron evitar abalanzarse y caerse por ella. Luego no supo nada más de él, se había dado un golpe en la cabeza lo bastante fuerte para despertarse doce horas después en el hospital. Eso era todo lo que ella recordaba.
Les dejó pocas cosas que cuestionar. Solo ella podía lidiar con lo que recordaba realmente.
Cuando acabaron, el señor Schultz hizo un gesto con la cabeza a los agentes, como diciéndoles «¿ya estáis satisfechos?», y la señorita Sophia sonrió a Luce con complicidad, como si juntas hubieran superado una prueba muy difícil. Su madre dejó escapar un largo inspiro.
—Reflexionaremos sobre todo esto en la comisaría —dijo el policía delgado mientras cerraba el informe de Luce con tal resignación que parecía querer que le agradecieran sus servicios.
Luego los cuatro se fueron de la habitación, y Luce se quedó a solas con sus padres.
Les imploró con la mirada que la llevaran a casa. Los labios de su madre temblaban, su padre tragó saliva.
—Randy te llevará de vuelta a Espada & Cruz esta tarde —dijo—. No pongas esa cara, cariño, el doctor ha dicho que estás bien.
—Más que bien —añadió su madre, pero sonaba insegura.
Su padre le palmeó el brazo.
—Nos veremos el sábado, dentro de muy pocos días.
Sábado. Cerró los ojos. El Día de los Padres. Lo había estado esperando desde que llegó a Espada & Cruz, pero ahora, con la muerte de Todd, todo había cambiado. Sus padres parecían tener prisa por irse, como si no quisieran enfrentarse a la realidad de tener a una hija que estaba en un reformatorio. Eran tan convencionales. No podía reprochárselo.
—Ahora descansa, Luce —le dijo su padre, inclinándose para besarle la frente—. Has tenido una noche larga y complicada.
—Pero...
Estaba exhausta. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió sus padres ya se estaban despidiendo desde la puerta.
Cogió una flor blanca del jarrón y se la acercó lentamente a la cara, admiró las hojas lobuladas, los frágiles pétalos y las gotas de néctar aún húmedo que conservaban en su interior. Inhaló el perfume suave y un poco picante de la flor.
Intentó imaginarse qué aspecto habría tenido en las manos de Daniel, dónde las habría conseguido y por qué lo había hecho.
Era una elección muy inusual. Las peonias salvajes no crecían en los pantanos de Georgia. Ni siquiera podrían llegar a plantarse en el jardín de su padre en Thunderbolt. Lo más sorprendente era que aquellas peonias no se parecían a ninguna de las que Luce había visto antes: los capullos eran tan grandes que no podía abarcarlos con las dos manos, y el olor le recordaba algo que era incapaz de determinar.
«Lo siento», había dicho Daniel. Solo que Luce no podía imaginarse a qué se refería.
Y en polvo te convertirás
A
l anochecer, un buitre sobrevolaba en círculos el cementerio neblinoso. Ya habían pasado dos días desde la muerte de Todd, y Luce no había sido capaz de comer o dormir. Estaba de pie con un vestido negro sin mangas en el cementerio, donde todo Espada & Cruz se había reunido para presentar sus respetos a Todd. Como si una apática ceremonia de una hora fuera suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que la única capilla del reformatorio se había convertido en una piscina cubierta, y la ceremonia debía llevarse a cabo en la lúgubre ciénaga del cementerio.
Desde el accidente, el reformatorio había cerrado las puertas y ningún profesor había abierto la boca. Luce había pasado los últimos dos días esquivando las miradas de los demás estudiantes, que se fijaban en ella y sospechaban en mayor o menor medida. Aquellos a los que no conocía muy bien parecían mirarla con un leve matiz de miedo. Otros, como Roland y Molly, se la comían con los ojos sin reparos, como si hubiera algo fascinante y oscuro en el hecho de que hubiera sobrevivido. Durante las clases, sobrellevaba todas aquellas miradas reprobadoras como podía y por la noche se alegraba cuando Penn se pasaba por su habitación para llevarle una taza humeante de té de jengibre, o cuando Arriane deslizaba bajo la puerta algún chiste picante.
Buscaba con desesperación cualquier cosa que le sacara de la cabeza aquella sensación de incomodidad, de expectación ante la siguiente tormenta. Porque sabía que estaba por llegar, ya fuera bajo la forma de una segunda visita de la policía, o de las sombras... o de ambas.
Aquella mañana les informaron de que el evento social de la tarde se había cancelado por respeto a la defunción de Todd, y que las clases acabarían una hora antes para que los alumnos tuvieran tiempo de cambiarse y llegar al cementerio a las tres en punto. Como si toda la escuela no fuera ya vestida para un funeral.
Luce nunca había visto a tanta gente congregada en un lugar del reformatorio. Randy estaba en el centro del grupo y llevaba una falda gris plisada que le llegaba por debajo de la rodilla y unos zapatos negros con la suela de goma. La señorita Sophia, con los ojos llorosos, y el señor Cole con un pañuelo en la mano, se encontraban detrás de ella, vestidos de luto. La señorita Toss y la entrenadora Diante, también denegro, estaban junto con otros profesores y empleados a los que Luce no había visto nunca.
Los alumnos estaban sentados en filas por orden alfabético. Delante, Luce vio a Joel Bland, el chico que había ganado la carrera de natación la semana anterior, sonándose la nariz con un pañuelo sucio. Luce estaba en la tierra de nadie de las pes, pero podía ver a Daniel, que por desgracia se encontraba dos filas por delante, en la zona de las ges, justo al lado de Gabbe. Vestía impecablemente, llevaba un blazer negro de raya diplomática, pero su cabeza parecía más baja que todas las que había a su alrededor. Incluso desde atrás, Daniel se las arreglaba para parecer abrumadoramente sombrío.
Luce pensó en las peonias blancas que le había regalado. Randy no le había dejado coger el jarrón cuando se fue del hospital, pero Luce sí se había llevado las flores a su habitación y, con bastante imaginación, había cortado la parte superior de una botella de plástico con unas tijeras de manicura.
Las flores eran aromáticas y relajantes, pero no estaba muy claro qué significaban. Por regla general, cuando un chico te regalaba flores no te costaba saber lo que sentía.
Pero, con Daniel, tales suposiciones nunca eran buena idea. Resultaba mucho más seguro pensar que se las había llevado porque eso era lo que se hacía cuando alguien había sufrido un trauma.
Pero, aun así: ¡le había llevado flores! Si se inclinaba un poco hacia delante en la silla plegable y alzaba la vista hacia la residencia, a través de las barras metálicas de la tercera ventana a la izquierda, casi podía verlas.
—Te ganarás el pan con el sudor de tu frente —decía un párroco que cobraba por horas frente a la congregación—, hasta que vuelvas a la misma tierra de la que fuiste sacado. Pues polvo eres y en polvo te convertirás.
Era un hombre delgado de unos setenta años, perdido en una enorme chaqueta negra. Llevaba unas zapatillas viejas con los cordones deshilachados. Tenía el rostro irregular y quemado por el sol. Hablaba por un micrófono enchufado a un altavoz que parecía de los años ochenta. El sonido llegaba distorsionado y se acoplaba, de forma que los oyentes apenas le oían.