Authors: Lauren Kate
—¿Ocra en vinagre? —preguntó Luce con un tono que se parecía mucho al que empleaba cuando era una niña. No se podía decir que sus padres no se estuvieran esforzando.
Su padre asintió.
—Y té dulce, y panecillos con salsa, y gachas con cheddar y jalapeños extra, como a ti te gustan. Ah —se interrumpió—, y una cosa más.
La madre de Luce sacó del bolso un sobre cerrado rojo y grueso, y se lo entregó a Luce. Por un instante, Luce sintió una punzada de dolor en el estómago al recordar las cartas que solía recibir. «Psicópata. Asesina.»
Pero cuando vio la letra en el sobre, su cara se transformó en una enorme sonrisa.
Callie.
Rompió el sobre y sacó una postal con una foto en blanco y negro de dos señoras mayores en la peluquería; en el dorso, no había ni un solo centímetro que Callie no hubiera garabateado con su letra grande y redonda. Además, había varias hojas sueltas en las que Callie había continuado escribiendo porque se había quedado sin espacio en la postal.
Querida Luce,
Ya que el tiempo que nos dejan para hablar por teléfono es ridículamente insuficiente (¿Es que no puedes pedir, por favor, un poco más? Es una injusticia absoluta), he decidido comunicarme contigo a la antigua y escribirte una de esas cartas épicas, en la que vas a encontrar hasta el más mínimo detalle de lo que me ha pasado en las últimas dos semanas. Te guste o no...
Luce apretó el sobre contra su pecho, aún sonriente y con unas ganas locas de devorar la carta en cuanto sus padres se fueran a casa.
Su amiga Callie no la había abandonado, y tenía a sus padres sentados justo al lado. Había pasado mucho tiempo desde que Luce se había sentido querida. Extendió el brazo y le apretó la mano a su padre.
Un pitido estridente hizo que sus padres dieran un respingo.
—Solo es la sirena de la comida —explicó Luce lo cual pareció tranquilizarlos—. Venga, venid, hay alguien a quien quiero que conozcáis.
Mientras caminaban por el caluroso aparcamiento hacia el patio donde iban a desarrollarse todas las actividades del Día de los Padres, Luce empezó a ver el reformatorio a través de los ojos de sus padres. Advirtió el techo combado de la oficina principal, y el olor putrefacto y repugnante de los melocotones podridos al pie de los árboles que había junto al gimnasio; también el óxido naranja que cubría las puertas de hierro forjado del cementerio. Se dio cuenta de que solo en dos semanas se había acostumbrado por completo a los numerosos horrores de Espada & Cruz.
Sus padres, por el contrario, parecían horrorizados. Su padre señaló una vid agonizante que se enredaba en la cerca del patio.
—Esas cepas son de chardonnay —dijo con un gesto de dolor, porque cuando una planta sufría también sufría él.
Su madre sostenía el bolso contra el pecho con las dos manos, con los dos codos hacia fuera, en la postura que solía adoptar cuando se encontraba en un barrio peligroso. Y todavía no había visto las rojas. Sus padres, que estaban en contra de que Luce tuviera una webcam, se horrorizarían ante la vigilancia continua del reformatorio.
Luce quería evitar que vieran todas aquellas atrocidades, pues aún estaba buscando el modo de desenvolverse en aquel sistema... y a veces incluso de derrotarlo. Precisamente el otro día, Arriane la había guiado a través de lo que parecía una carrera de obstáculos por el reformatorio para mostrarle todas las «rojas muertas» cuyas baterías se habían gastado o habían sido «reemplazadas» furtivamente para crear los puntos ciegos de Espada & Cruz. No era necesario que sus padres supieran nada de todo eso. Lo que tenían que hacer era pasar un buen día con ella. Penn estaba en las gradas con las piernas colgando, habían acordado encontrarse allí por la tarde.
Sostenía una maceta con flores.
—Penn, mira, te presento a mis padres, Harry y Doreen Price —anunció Luce con un gesto—. Mamá, Papá, esta es...
—Pennyweather van Syckle-Lockwood —interrumpió Penn con gesto grave, al tiempo que les ofrecía la maceta—. Gracias por permitirme almorzar con ustedes.
Siempre educados, los padres de Luce sonrieron y no preguntaron nada sobre dónde estaba la familia de Penn, lo cual Luce aún no había tenido tiempo de explicarles.
Era otro de esos días cálidos y despejados. Los sauces verdes que había frente a la biblioteca se mecían suavemente con la brisa, y Luce llevó a sus padres hacia un lugar desde el que los sauces ocultaban las marcas de hollín y la ventana rota por el incendio. Mientras ellos extendía el mantel sobre una zona de hierba seca, Luce se llevó a Penn aparte.
—¿Cómo estás, Penn? —le preguntó, pues era consciente de que si ella tuviera que pasarse un día entero recibiendo y saludando a los padres de todo el mundo menos a los suyos, sin duda acabaría necesitando ayuda.
Pero, por el contrario, Penn balanceó la cabeza alegremente.
—¡Esto ya es mucho mejor que el año pasado! —dijo—. Y todo gracias a ti, hoy estaría sola si no hubieses aparecido tú.
El cumplido cogió a Luce por sorpresa, y la impulsó a mirar a su alrededor para ver cómo estaban pasando aquel día el resto de los alumnos. Aunque el aparcamiento aún estaba medio vacío, el Día de los Padres parecía estar animándose poco a poco.
Molly, sentada cerca de ellos, sobre una manta, entre un hombre y una mujer con cara 263 de dogo, roía con avidez un muslo de pavo. Arriane, en cuclillas, en una grada, le susurraba algo a un chica punki con el pelo teñido de un hipnótico tono fucsia. Tenía toda la pinta de ser su hermana mayor. Ambas cruzaron una mirada con Luce, Arriane le sonrió y la saludó, y luego se volvió hacia la otra chica y le dijo algo.
Roland estaba rodeado por un montón de gente que celebraba un picnic sobre una colcha enorme. Estaban riendo y bromeando, y algunos chicos más jóvenes se tiraban comida entre ellos. Parecían estar pasándoselo en grande hasta que una mazorca volante casi le acierta a Gabbe, que pasaba por allí. Miró con cara de pocos amigos a Roland mientras guiaba a un hombre lo bastante mayor para ser su abuelo a través de una hilera de sillas de jardín dispuestas en la hierba.
A los que no veía era a Daniel y a Cam, y Luce no podía imaginar cómo serían sus familias.
Aunque estaba enfadada y avergonzada porque Daniel la había dejado plantada por segunda vez en el lago, se moría por ver, aunque fuera de refilón, a cualquier miembro de su familia. Y entonces, al recordar la escueta ficha de Daniel que vio en el sótano, Luce se preguntó si aún mantendría contacto con algún familiar.
La madre de Luce sirvió gachas con cheddar en cuatro platos, y su padre pinchó los jalapeños cortados en pedacitos con unos palillos. Un mordisco y la boca de Luce fue puro fuego, lo cual le encantaba. Daba la impresión de que Penn no desconocía por completo la comida típica de Georgia con la que Luce había crecido, y parecía tener muchos reparos respecto a la ocra en vinagre, pero tras darle un bocado le dirigió a Luce una sonrisa que era medio de sorpresa y aprobación.
Los padres de Luce habían llevado todos sus platos preferidos, incluso las nueces con praliné del colmado que había debajo de su casa. Cada uno a un lado de la chica, sus padres masticaban con satisfacción, aparentemente felices de poder llenarse la boca con algo que no fuese una conversación sobre la muerte.
Luce tendría que haber disfrutado del tiempo que estaba pasando con ellos, regado con el adorado té dulce de Georgia, pero se sentía como una hija impostora al fingir que aquel idílico almuerzo formaba parte de la normalidad de Espada & Cruz. El día entero fue una farsa.
Al oír un breve y tímido aplauso, Luce miró hacia las gradas, donde Randy estaba de pie junto al director Udell, a quien Luce todavía no había visto en carne y hueso. Lo reconoció por un retrato muy oscuro que colgaba en la pared del vestíbulo principal, y ahora se daba cuenta de que el artista había sido benévolo. Penn ya le había contado que el director solo se dejaba ver un día al año —el Día de los Padres—, sin excepciones. Era un recluso que nunca salía de su mansión en Tybee Island, ni siquiera cuando fallecía un estudiante. La papada de aquel hombre parecía tragarse su barbilla, y sus ojos bovinos miraban a la gente sin detenerse en nada en concreto.
A su lado estaba Randy, con las piernas separadas y enfundadas en unas medias blancas. Forzaba una enorme sonrisa, mientras el director se secaba el sudor de la frente con una servilleta. Ambos mostraban su cara más alegre, pero aquello parecía suponerles un gran esfuerzo.
—Bienvenidos a la edición anual n.° 159 del Día de los Padres de Espada & Cruz —dijo el director Udell por el micrófono.
—¿Está de broma? —le susurró Luce a Penn. Resultaba difícil imaginar un Día de los Padres en la época de antes de la guerra.
Penn puso los ojos en blanco.
—Seguro que se ha equivocado. Ya les he dicho que necesita unas gafas nuevas.
—Hemos organizado para vosotros un día repleto de actividades familiares, empezando por este picnic relajado...
—Normalmente, solo nos dan diecinueve minutos —les comentó Penn a los padres de Luce, que se pusieron tensos de golpe.
Luce sonrió por encima de la cabeza de Penn y articuló un silencioso «Es broma».
—A continuación, les ofrecemos una selección de actividades. Nuestra querida bióloga, la señorita Yolanda Tross, dará una charla fascinante en la biblioteca sobre la flora local de Savannah que se puede encontrar en nuestros jardines. Por su parte, la entrenadora Diante supervisará una serie de carreras familiares en el césped. Y el señor Stanley Cole les ofrecerá un recorrido histórico por el cementerio, donde están enterrados los héroes de guerra. Vamos a estar muy ocupados. Y, sí —añadió el director Udell con una sonrisa de oreja a oreja—, luego os haremos un control sobre todo esto.
Era la típica broma insulsa y manida para ganarse algunas risas enlatadas de los familiares que visitaban el reformatorio. Luce miró a Penn y puso los ojos en blanco. Aquel deprimente intento de reírse con naturalidad mostraba a las claras que todo el mundo estaba allí para sentirse mejor por haber dejado a sus hijos en manos del profesorado de Espada & Cruz. Los Price también rieron, pero miraban a Luce para averiguar cómo debían comportarse.
Después del almuerzo, las familias que estaban en el patio recogieron sus cosas y se dispersaron. Luce tuvo la sensación de que en verdad muy poca gente iba a participar en las actividades que habían organizado. Nadie subió con la señorita Tross a la biblioteca y, por el momento, solo Gabbe y su abuelo se habían metido en un saco de patatas al otro lado del campo.
Luce no sabía adónde se habían escaqueado Molly, Arriane y Roland con sus familias, y aún no había visto a Daniel. Pero sabía que sus padres se decepcionarían si no les enseñaba las instalaciones y si no participaban en alguna actividad. Y, puesto que la visita guiada del señor Cole parecía el menor de los males, Luce sugirió que guardaran los restos de la comida y se reunieran con él en las puertas del cementerio.
De camino hacia allí, Arriane, que estaba balanceándose en una de las gradas más altas, cayó frente a los padres de Luce como si fuera una gimnasta saltando de las paralelas.
—Holaaa —canturreó, ofreciendo su mejor imagen de desquiciada. —Mamá y Papá —dijo Luce al tiempo que les daba un apretón en los hombros—, esta es mi buena amiga Arriane.
—Y esta —contestó Arriane señalando a la chica alta con el pelo color fucsia que bajaba poco a poco de las gradas— es mi hermana Annabelle.
Annabelle ignoró por completo la mano que le extendía Luce y le dio un abrazo largo e íntimo. Luce sintió cómo los huesos de ambas crujían. El intenso abrazo duró lo suficiente para que Luce se preguntara a qué se debía, pero justo cuando empezaba a sentirse incómoda, Annabelle la soltó.
—Me alegro tanto de conocerte —le dijo cogiéndole la mano.
—Igualmente —respondió Luce, mirando a Arriane de reojo—. ¿Vais a hacer la ruta con el señor Cole? —le preguntó a Arriane, que también estaba mirando a Annabelle como si estuviera loca.
Annabelle abrió la boca pero Arriane la cortó enseguida.
—Por Dios, no —repuso—. Estas actividades son para completos tarados. —Miró a los padres de Luce—. Sin ánimo de ofender.
Annabelle se encogió de hombros.
—¡Quizá tengamos oportunidad de vernos después! —le gritó a Luce antes de que Arriane se la llevara a rastras.
—Parecían simpáticas —dijo la madre de Luce con el tono intrigado que usaba cuando quería que Luce le explicara algo.
—Hummm, y esa chica, ¿por qué se ha puesto así contigo? —inquirió Penn.
Luce la miró, y luego miró a sus padres. ¿De verdad tenía que argumentar el hecho de que pudiera gustarle a alguien?
—¡Lucinda! —gritó el señor Cole, saludándoles desde el punto de encuentro (en el que por otra parte no había nadie más) a las puertas del cementerio—. ¡Por aquí!
El señor Cole les dio un cálido apretón de manos a los padres de Luce e incluso cogió a Penn del hombro un momento. Luce intentaba decidir si estaba molesta por que el señor Cole participara en el Día de los Padres o, más bien impresionada por aquella muestra exagerada de entusiasmo. Pero entonces el profesor empezó a hablar y Luce se sorprendió aún más.
—Me preparo para este día durante todo el año —susurró—. Es una oportunidad de llevar a los estudiantes al aire libre y explicarles las maravillas que esconde este lugar... oh, de verdad que me encanta. Es lo más cercano a una excursión en el campo que se puede conseguir siendo profesor de un reformatorio. Por supuesto, hasta hoy nadie ha participado en mis visitas guiadas, de modo que con ustedes haremos la visita inaugural...
—Vaya, es todo un honor —le respondió el padre de Luce dirigiéndole una gran sonrisa. Al instante, Luce se dio cuenta de que no se trataba solo de la afición de su padre por los cañones de la Guerra Civil, sino que de verdad sentía que el señor Cole era legal. Y para Luce, su padre era quien mejor juzgaba a las personas.
Los dos hombres empezaron a bajar por la pendiente empinada que conducía al cementerio. La madre de Luce dejó la cesta del picnic al lado de las cancelas y les dirigió una de sus manidas sonrisas a Luce y a Penn.
El señor Cole agitó la mano para reclamar su atención.
—En primer lugar, algunas trivialidades. ¿Cuál —enarcó las cejas— creéis que es el elemento más antiguo de este cementerio?