Authors: Lauren Kate
Luce sacudió la cabeza y caminó chapoteando en dirección al gimnasio. Sin lugar a dudas, tenía más temas que aclarar aparte del de Daniel.
Cabía la posibilidad de que resultara agradable, e incluso divertido, pasar un rato con Cam esa noche. Si dejaba de llover, quizá la llevara a algún lugar secreto, y estaría carismático y guapísimo, de ese modo desconcertante y sosegado tan característico de él. La hacía sentir especial. Luce sonrió.
Desde la última vez que había puesto los pies en Nuestra Señora del Fitness (como Arriane había bautizado el gimnasio), el personal de mantenimiento del reformatorio había empezado a combatir el kudzu. Ya habían quitado gran parte del manto verde que cubría la fachada, pero se habían quedado a medias, y algunas cepas colgaban como tentáculos alrededor de las puertas. Luce tuvo que atravesar algunos zarcillos para poder entrar.
El gimnasio estaba vacío: comparado con la tormenta de fuera, allí dentro se podía oír el vuelo de una mosca. La mayoría de las luces estaban apagadas. No había preguntado si se podía usar el gimnasio durante las horas en que no había clase, pero la puerta estaba abierta y, bueno, allí no había nadie para impedírselo.
Al atravesar el pasillo en penumbra, pasó frente a los antiguos pergaminos latinos que había en las vitrinas, y por delante de la reproducción de mármol en miniatura de la
Pietà
. Se detuvo ante la puerta de la sala de pesas, donde había visto a Daniel saltar a la comba. Suspiró. Aquella sería otra entrada magnífica para su catálogo.
18 de septiembre: D me acusa de acosarlo.
Dos días después:
20 de septiembre: Penn me convence de empezar a acosarlo de verdad.
Acepto.
Arrrggg. Se encontraba sumida en un agujero negro de autodesprecio, y aun así no podía evitarlo. De repente, en medio del pasillo, se quedó helada... había comprendido por qué durante todo el día se había sentido aún más obsesionada con Daniel de lo que solía estarlo, y por qué se sentía incluso más confundida con respecto a lo que sentía por Cam: la noche anterior había soñado con ambos.
Estaba caminando por una niebla espesa, cogida de la mano de alguien. Se volvió hacia esa persona, pensando que se trataba de Daniel. Pero, a pesar de que los labios que acababa de besar eran suaves y delicados, no eran los suyos. Eran los de Cam. Este le dio a Luce un montón de delicados besos, y cada vez que Luce miraba sus ojos verdes, él los tenía abiertos, unos ojos que se introducían en su ser y le preguntaban algo para lo que ella no tenía respuesta.
Entonces Cam desaparecía, y también la niebla, y Luce estaba entre los brazos de Daniel, justo donde quería estar. Él se inclinaba la besaba con ferocidad, como si estuviera enfadado, y cada vez que separaba sus labios de los de ella, aunque solo fuera durante medio segundo, la sed más virulenta se apoderaba de ella y la hacía gritar. Esta vez sabía que se trataba de alas, y dejó que la envolvieran como si fueran una manta. Quería tocarlas, que la abrieran y les rodearan a ella y a Daniel por completo, pero al momento el roce del terciopelo iba retrayéndose y las alas se replegaban. Él dejó de besarla, la miró a la cara y esperó una reacción. Ella no entendía aquel miedo extraño y candente que crecía en la boca de su estómago; pero allí estaba, transmitiéndole primero un calor incómodo que a continuación pasaba a ser abrasador... hasta que ya no pudo aguantarlo. Entonces se despertó de un salto: en el último momento del sueño, Luce había sentido las quemaduras y ampollas, y luego había quedado reducida a meras cenizas.
Se había levantado empapada en sudor: el cabello, la almohada, el pijama... todo estaba mojado y de repente sintió mucho, mucho frío. Se quedó allí acostada, temblando, hasta que apareció la primera luz del día.
Se frotó las mangas mojadas para calentarse un poco. El sueño la había dejado fuego en el corazón y helor en los huesos, que no había sido capaz de conciliar en todo el día, por eso había ido a nadar, para intentar librarse de aquella sensación.
Esta vez, el Speedo negro le iba a la perfección y se había acordado de coger unas gafas. Abrió la puerta que daba a la piscina y se quedó de pie bajo el gran trampolín respirando el aire húmedo con su penetrante olor a cloro. Sin la distracción de los demás estudiantes, ni el pitido del silbato de la entrenadora Diante, Luce pudo sentir otra presencia en la iglesia. Algo casi sagrado. Quizá solo se debía a que la piscina se encontraba en un lugar tan impresionante, aunque la lluvia golpeara los vitrales agrietados, aunque todas las velas estuvieran apagadas en los altares. Luce intentó imaginarse cómo debía de ser el lugar antes de que la piscina reemplazara los bancos para los feligreses, y sonrió. Le gustó la idea de nadar debajo de todas aquellas cabezas que rezaban.
Se puso las gafas y se zambulló de un salto. El agua estaba caliente, mucho más caliente que la lluvia de fuera, y el estruendo de los truenos sonaba inofensivo y lejano cuando sumergió la cabeza en el agua.
Salió a la superficie y empezó a calentar al estilo crol.
Enseguida se le relajó el cuerpo, y unas vueltas después, Luce aceleró la marcha y empezó con el estilo mariposa. Podía sentir cómo le quemaban los brazos y las piernas, como si estuviera atravesando las llamas. Esa era exactamente la sensación que buscaba, la máxima concentración.
Si pudiera hablar con Daniel, hablar de verdad, sin que la interrumpiera o le dijera que cambiara de colegio, sin que se esfumara antes de que ella le dijera lo que le tenía que decir... Eso tal vez la ayudaría. Quizá sería necesario maniatarlo y amordazarlo para que la escuchara.
Pero ¿qué iba a decirle? En lo único en lo que podía basarse era en esa sensación que él le producía, y que, si lo pensaba bien, no provenía de nada que hubieran vivido juntos.
¿Y si pudiera llevarlo de nuevo al lago? Fue él quien dejó entrever que se había convertido en su lugar. Esta vez podría llevarlo ella, y tendría muchísimo cuidado de no decir nada que pudiera espantarlo...
No estaba funcionando.
Mierda, lo estaba haciendo otra vez. Se suponía que estaba nadando. Solo nadando. Iba a nadar hasta que estuviese lo bastante cansada para no poder pensar en nada más, sobre todo para no pensar en Daniel. Iba a nadar hasta que...
—¡Luce!
Hasta que la interrumpieron. Era Penn, que estaba de pie al borde de la piscina.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Luce escupiendo agua.
—¿Qué haces tú aquí? —le replicó Penn—. ¿Desde cuándo haces ejercicio por voluntad propia? No me gusta esta nueva faceta tuya.
—¿Cómo me has encontrado? —Luce no se dio cuenta de que sus palabras podían haber sonado un poco groseras hasta que las hubo pronunciado, como si estuviera intentando evitar a Penn.
—Me lo ha dicho Cam —contestó—. Hemos tenido toda una conversación. Ha sido un poco raro. Quería saber si estabas bien.
—Eso es raro —asintió Luce.
—No —repuso Penn—, lo que ha sido raro es que se haya acercado a mí y hayamos mantenido una conversación normal. El señor Popularidad... y yo. ¿Tengo que hacerte un mapa de por qué estoy sorprendida? La cuestión es que realmente ha estado muy agradable.
—Bueno, es simpático —Luce se sacó la gafas.
—Contigo —siguió diciendo Penn—. Es tan simpático contigo que salió del reformatorio para comprarte aquel collar... que, por cierto, no te pones nunca.
—Me lo puse una vez —dijo Luce, lo cual era verdad. Cinco noches antes, después de que Daniel la abandonara en el lago por segunda vez y se fuera dejando una estela luminosa en el bosque. No había podido sacarse aquella imagen de la mente, y se quedó insomne. Así que se probó el collar. Se quedó dormida sujetándolo con fuerza junto a su clavícula y cuando se despertó estaba caliente en su mano.
Penn estaba agitando tres dedos delante de Luce, como diciendo: «¿Hola? ¿Y a qué viene todo esto...?»
—Lo que quiero decir —dijo Luce al final— es que no soy tan superficial como para querer a un tío solo para que me compre cosas.
—No eres tan superficial, ¿verdad? —le replicó Penn—. Entonces te reto a que hagas una lista no superficial de por qué te gusta tanto Daniel, y no vale responder: «Tiene los ojitos grises más encantadores del mundo», «Oooh, cómo se le marcan los músculos a la luz del sol».
Luce no tuvo más remedio que partirse de risa ante la voz de falsete de Penn y la forma en que se llevaba las manos al corazón.
—Es inevitable, me chifla —dijo Luce, evitando la mirada de Penn—, y no puedo explicarlo.
—¿Y estás tan chiflada que mereces que te ignore? —Penn negó con la cabeza.
Luce nunca le había hablado a Penn de las veces que había estado a solas con Daniel, de las veces que había vislumbrado que se preocupaba por ella. De modo que Penn no podía entender sus sentimientos. Y eran demasiado íntimos y complicados para explicarlos.
Penn se agachó frente a Luce.
—Mira, la razón por la que te buscaba, en primer lugar, era para arrastrarte a la biblioteca en una misión relacionada con Daniel.
—¿Has encontrado el libro?
—No exactamente —contestó Penn, alargándole una mano para ayudarla a salir de la piscina—. La obra maestra del señor Grigori todavía se encuentra en paradero desconocido, pero quizá—tal—vez—es—posible que haya crackeado el buscador literario solo apto para subscriptores de la señorita Sophia, y han salido un par de cosas a la luz. Pensé que quizá te podría interesar.
—Gracias —dijo Luce saliendo de la piscina con la ayuda de Penn—. Intentaré no ponerme pesada con lo de Daniel.
—Lo que tú digas —dijo Penn—, pero date prisa y sécate. Ha dejado de llover un momento y no llevo paraguas.
Prácticamente seca y de nuevo con su uniforme, Luce siguió a Penn a la biblioteca. Parte de la entrada principal estaba bloqueada con la cinta amarilla de la policía, de modo que tuvieron que deslizarse por el estrecho paso existente entre los ficheros y la sección de referencia. Aún olía a hoguera, y ahora, además, gracias al sistema contra incendios y a la lluvia, cabía añadir un olor a rocío.
Luce miró el lugar donde estaba el mostrador de la señorita Sophia, que había dejado en el viejo suelo de baldosas del centro de la biblioteca un círculo carbonizado y casi perfecto. En un radio de cuatro metros y medio todo había desaparecido, pero el resto permanecía asombrosamente intacto.
La bibliotecaria no estaba, pero le habían colocado una mesa plegable justo al lado del lugar quemado. Sobre la mesa solo había una lámpara nueva, un bote para los lápices y un bloc con hojas de papel autoadhesivo, todo un poco deprimente.
Luce y Penn intercambiaron una mueca de aversión antes de continuar hacia la sección informática, que estaba en la parte trasera. Cuando pasaron por la sección de estudio, donde habían visto a Todd por última vez, Luce miró a su amiga. Penn mantuvo la mirada al frente, pero cuando Luce le cogió la mano y la apretó, Penn le devolvió el apretón con fuerza.
Pusieron dos sillas frente a un ordenador y Penn tecleó su nombre de usuario. Luce dio un vistazo alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca.
En la pantalla apareció una advertencia de error en rojo.
Penn gruñó.
—¿Qué? —preguntó Luce.
—Después de las cuatro necesitas un permiso especial para entrar en la web.
—Por eso esto está tan vacío por las noches.
Penn hurgaba en su mochila.
—¿Dónde puse esa contraseña codificada? —murmuraba.
—Ahí viene la señorita Sophia —dijo Luce mientras le hacía señas a la bibliotecaria para que se acercara. Estaba cruzando el pasillo y vestía una blusa negra ajustada y unos pantalones cortos de un verde llamativo. Unos pendientes relucientes le rozaban los hombros, y llevaba un lápiz anudado a un lado del cabello— ¡Aquí! —susurró Luce en voz alta.
La señorita Sophia entornó los ojos para enfocar hacia donde ellas se encontraban, pues se le habían escurrido las gafas y, como llevaba una pila de libros debajo de ambos brazos, no podía liberar una mano para subírselas.
—¿Quién es? —gritó mientras se acercaba—. Oh, Lucinda, Pennyweather —dijo con voz cansada—. Hola.
—Nos preguntábamos si nos podría dar la contraseña para usar los ordenadores —le explicó Luce mientras señalaba el mensaje de error en la pantalla.
—No estaréis metidas en una de esas redes sociales, ¿verdad? Son cosa del demonio.
—No, no; se trata de algo serio —dijo Penn—, a usted le parecería bien.
La señorita Sophia se inclinó por encima de las chicas para desbloquear el ordenador. Tecleó la contraseña más larga que Luce había visto nunca a toda velocidad.
—Tenéis veinte minutos —dijo tajante, y se fue.
—Eso nos debería bastar —musitó Penn—. Encontré un ensayo sobre los Vigilantes, así que hasta que lo consigamos, al menos podemos leer de qué trata.
Luce sintió que había alguien a sus espaldas y al volverse descubrió que la señorita Sophia había vuelto. Luce dio un respingo.
—Lo siento —dijo—. No sé por qué me he asustado.
—No, soy yo la que lo siente —repuso la señorita Sophia. Tenía una sonrisa que casi hacía desaparecer sus ojos—. Ha sido tan duro últimamente, desde el incendio. Pero no hay ninguna razón para que desahogue mi tristeza con dos de mis alumnas más prometedoras.
Ni Penn ni Luce sabían qué decir. Una cosa era consolarse la una a la otra después del incendio; otra muy distinta, y fuera de su alcance, era confortar a la bibliotecaria del colegio.
—He intentado mantenerme ocupada, pero... —dijo la señorita Sophia dejando la frase en el aire.
Penn le dirigió una mirada inquieta a Luce.
—Bueno, quizá necesitemos un poco de ayuda con nuestra búsqueda, es decir, si usted...
—¡Yo os ayudo! —La señorita Sophia cogió de inmediato una tercera silla—. Veo que buscáis algo sobre los Vigilantes —dijo mientras leía por encima de sus hombros—. Los Grigori eran un clan muy influyente. Y justo ahora acabo de enterarme de que existe una nueva base de datos papal. A ver qué podemos sacar de todo ello.
Luce casi se atraganta con el lápiz que estaba mordiendo.
—Perdone, ¿ha dicho los Grigori?
—Ah, sí, los historiadores, su existencia se remonta a la Edad Media. Eran... —Se interrumpió, buscando las palabras—. Una especie de grupo de investigación, por decirlo con palabras de ahora. Estaban especializados en un tipo de folclore relacionado con los ángeles caídos.