Authors: Lauren Kate
—Ah, espera. —Cam le puso la mano sobre el brazo—. No puedes beber hasta que brindemos por algo. —Levantó su copa y la miró a los ojos—. ¿Por qué brindamos? Decídelo tú.
La puerta metálica se abrió de golpe y los tipos que habían estado en el porche entraron. El más alto, de cabello negro y aceitoso, nariz respingona y uñas muy sucias, dio un repaso a Luce y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué estamos celebrando? —La miró con lascivia, y chocó su vaso con la copa alzada de Luce. Se acercó a ella, y a través de la camisa de franela Luce pudo sentir la carne de sus caderas—. ¿La primera noche de juerga de esta monada? ¿Cuándo es el toque de queda?
—Estamos celebrando que vas a sacar fuera tu apestoso culo ahora mismo —respondió Cam en tono cortés, como si acabara de decirle que era el cumpleaños de Luce. Clavó sus ojos verdes en aquel hombre, que a su vez le mostró unos dientes pequeños y afilados, y unas encías inflamadas.
—Fuera, ¿no? Solo si me la llevo conmigo.
Fue a cogerle la mano a Luce. A juzgar por cómo había empezado la pelea ayer con Daniel, Luce supuso que Cam no necesitaría muchas excusas para perder los estribos de nuevo. Sobre todo si había estado bebiendo allí todo el día. Sin embargo, Cam permaneció muy tranquilo.
Se limitó a apartar la mano del tipo de un golpe, con la rapidez, la gracia y la fuerza brutal de un león aplastando un ratoncillo.
Cam observó cómo el hombre retrocedía varios pasos, tambaleándose, y se sacudía la mano con una expresión de hastío en el rostro. Acarició la muñeca que aquel tipo había intentado sujetar.
—Disculpa. ¿Qué estabas diciendo de anoche?
—Te decía que...
Entonces Luce palideció. Justo sobre la cabeza de Cam se había abierto un enorme fragmento de oscuridad, se extendía y se desplegaba hasta convertirse en la sombra más grande y más negra que Luce había visto nunca. De su centro surgió un chorro de aire ártico, y Luce también sintió la escarcha de la sombra en los dedos de Cam, que estaban resiguiendo su piel.
—Oh Dios Mío —susurró Luce.
Se oyó un estrépito de cristales cuando el tipo reventó el vaso en la cabeza de Cam.
Lentamente, Cam se levantó del taburete y se sacudió algunos fragmentos de cristal del pelo. Se volvió para encararse a aquel hombre, que le doblaba la edad y era mucho más alto.
Luce se encogió de miedo en el taburete, e intentó mantenerse a distancia de lo que presentía que iba a ocurrir entre Cam y ese otro tipo, y de lo que temía que pudiera pasar con aquella sombra negra como la noche que se extendía sobre sus cabezas.
—Dejad eso —dijo taxativo el enorme camarero, pero sin molestarse siquiera en levantar los ojos del ejemplar de Fight que estaba leyendo.
Al instante el tipo empezó a golpear a Cam sin ton ni son, pero este encajó los puñetazos con indiferencia, como si fueran los manotazos de un niño.
Luce no era la única atónita ante la serenidad de Cam: el bailarín de los pantalones de piel se había escondido detrás de la máquina de discos. Y después de haber descargado algunos golpes inútiles sobre Cam, incluso el tipo del cabello grasiento retrocedió unos pasos, confundido.
Mientras tanto, la sombra se estaba arremolinando en el techo, formando lenguas oscuras que crecían como malas hierbas y que se aproximaban cada vez más a sus cabezas. Luce hizo una mueca y se agachó justo cuando Cam esquivaba un último golpe de aquel indeseable.
Y entonces decidió devolvérselo.
Fue apenas un chasquido, como si estuviera apartando una hoja muerta: el hombre estaba frente a Cam, pero cuando el dedo de Cam le tocó el pecho, salió volando completamente noqueado, destrozando a su paso varias botellas de cerveza vacías, hasta que golpeó con la espalda la pared del fondo, junto a la máquina de discos.
Se frotó la cabeza, gimiendo, y se puso en cuclillas.
—¿Cómo has hecho eso? —Luce tenía los ojos como platos.
Cam la ignoró, se volvió hacia el amigo más bajo y gordo del tipo, y le preguntó:
—¿Eres tú el siguiente?
—Yo en esto no me meto, tío —respondió retrocediendo.
Cam se encogió de hombros, caminó hacia el primer hombre y lo levantó del suelo sujetándolo por la parte de atrás de la camiseta. Sus extremidades quedaron colgando inertes como las de una marioneta. Entonces con un simple movimiento de muñeca lo arrojó contra la pared. Permaneció como si estuviera pegado allí mientras Cam se ensañaba con él golpeándolo mientras le decía una y otra vez:
—¡Te he dicho que te largaras!
—¡Ya basta! —gritó Luce, pero ninguno de ellos la oía ni le prestaba atención. Luce empezó a marearse. Quería apartar los ojos de la nariz y la boca ensangrentadas de aquel tipo que permanecía inmóvil en la pared, impotente ante la fuerza casi sobrehumana que exhibía Cam. Quería decirle que lo olvidara, que ya encontraría la forma de volver al reformatorio. Sobre todo, quería alejarse de la sombra horripilante que ya cubría todo el techo y empezaba a descender por las paredes. Cogió su bolso y echó a correr hacia la noche...
Y hacia los brazos de alguien.
—¿Estás bien?
Era Daniel.
—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó hundiendo sin disimulo la cabeza en su hombro. Las lágrimas pugnaban por salir.
—Vamos —dijo—. Salgamos de aquí.
Sin mirar atrás, lo cogió de la mano y sintió que el calor se extendía por su brazo y todo su cuerpo. Y entonces rompió a llorar. No parecía razonable sentirse a salvo cuando las sombras seguían estando tan cerca.
Incluso Daniel parecía tener los nervios de punta, pues la arrastraba con tanta rapidez que Luce casi tuvo que correr para poder seguir su ritmo.
No quiso mirar atrás cuando sintió que las sombras desbordaban la puerta del bar y empezaban a contaminar el aire; pero no fue necesario. Pero entonces, no tuvo que hacerlo: una espesa corriente de sombras se alzó sobre sus cabezas y oscureció todo a su alrededor, como si el mundo entero se estuviera desmoronado frente a sus ojos. Sintió un intenso hedor a azufre, el peor olor que había percibido en su vida.
Daniel también alzó la vista y frunció el ceño, aunque parecía que lo único que le preocupara fuera recordar dónde había aparcado. Y entonces ocurrió algo muy curioso: las sombras se retiraron, se esfumaron en forma de manchas negras que se unían y se disolvían.
Luce entrecerró los ojos con incredulidad. ¿Cómo lo había logrado Daniel? No lo había hecho él, ¿verdad?
—¿Qué? —preguntó Daniel distraído. Abrió la puerta del copiloto de una ranchera Taurus blanca—. ¿Ocurre algo?
—No hay tiempo para hacer una lista de las muchas, muchas cosas que han ocurrido —le dijo Luce mientras se acomodaba en el asiento—. Mira. —Señaló la entrada del bar; Cam estaba saliendo por la puerta mosquitera. Debía de haber noqueado al otro tipo, pero no parecía haber tenido suficiente pues aún tenía los puños cerrados.
Daniel sonrió con satisfacción y sacudió la cabeza. Luce intentó abrocharse el cinturón una y otra vez sin conseguirlo, hasta que él le apartó la mano. Luce contuvo la respiración mientras sus dedos le rozaban el estómago.
—Tiene truco —susurró, ajustando la hebilla a la base.
Arrancó el coche, luego dio marcha atrás con lentitud, tomándose su tiempo mientras pasaban frente a la puerta del bar. A Luce no se le ocurrió ni una sola palabra que dedicarle a Cam, pero le pareció perfecto que Daniel bajara la ventanilla y le dijera simplemente:
—Buenas noches, Cam.
—Luce —dijo Cam acercándose al coche—, no hagas esto, no te vayas con él. Si no, todo acabará mal—. Ella no podía mirarlo a los ojos, sabía que le estaban suplicando que volviera—. Lo siento.
Daniel ignoró a Cam por completo y se limitó a conducir. El pantano adquiría un color turbio con el crepúsculo, y los bosques que tenían enfrente parecían incluso más turbios.
—Todavía no me has dicho cómo me has encontrado —dijo Luce—. O cómo sabías que estaba con Cam. O de dónde has sacado esta ranchera.
—Es de la señorita Sophia —le explicó Daniel, al tiempo que ponía las luces largas porque los árboles a ambos lados de la carretera oscurecían el camino.
—¿La señorita Sophia te ha prestado el coche?
—Después de vivir durante años en las calles de Los Ángeles —dijo con indiferencia— se podría decir que tengo un toque mágico en lo que se refiere a «tomar coches prestados».
—¿Le has robado el coche a la señora Sophia? —se burló Luce, mientras se preguntaba cómo explicaría ese incidente la bibliotecaria en sus fichas.
—Se lo devolveremos —dijo Daniel—. Además, estaba bastante ocupada con la reconstrucción de la Guerra Civil de esta noche. Algo me dice que ni siquiera se dará cuenta de que ha desaparecido.
Fue entonces cuando Luce se dio cuenta de cómo iba vestido Daniel. Llevaba el uniforme azul de los soldados de la Unión con la ridícula banda de piel marrón en diagonal sobre el pecho. La habían aterrorizado tanto las sombras, Cam y toda la espeluznante experiencia, que ni siquiera se había detenido a mirar bien a Daniel.
—No te rías —le replicó Daniel, aguantándose la risa—. Esta noche te has librado del que seguramente será el peor evento social del año.
Luce no pudo evitarlo, se acercó a Daniel y tocó uno de sus botones.
—Es una lástima —susurró con acento sureño—. Había mandado que me plancharan el vestido de reina de la fiesta.
Los labios de Daniel esbozaron una sonrisa, pero inmediatamente dejó escapar un suspiro.
—Luce, lo que has hecho esta noche... las cosas podían haberse puesto muy feas, ¿lo sabes?
Luce miró a la carretera, molesta porque el ambiente se hubiera vuelto sombrío de repente. Una lechuza le devolvió la mirada desde un árbol.
—No tenía intención de venir aquí —dijo, lo cual era verdad. Era como si Cam le hubiera hecho una jugada—. Ojalá no hubiera venido —añadió con tranquilidad, preguntándose dónde estaría la sombra en ese momento.
Daniel dio de pronto un puñetazo al volante, lo cual sobresaltó a Luce. Estaba apretando los dientes, y Luce detestaba ser el motivo de su enfado.
—Es que no me puedo creer que tengas algo con él —espetó al final.
—No hay nada entre nosotros —insistió ella—. La única razón por la que he venido ha sido para decirle que...
No tenía sentido. ¡Que tenía algo con Cam! Si Daniel supiera que Penn y ella se pasaban la mayor parte de su tiempo libre investigando su pasado familiar... Bueno, es posible que estuviera igual de molesto.
—No tienes por qué darme explicaciones —la interrumpió Daniel haciendo un gesto con la mano—. En cualquier caso es culpa mía.
—¿Culpa tuya?
Para entonces, Daniel había salido de la carretera y había llevado el coche hasta el final de un camino de arena. Apagó las luces y se quedaron observando el océano. El cielo había adquirido un color violáceo oscuro, y las crestas de las olas parecían casi plateadas, centelleantes. El viento azotaba la hierba de la playa produciendo un sonido sibilante, agudo y desolador. Una bandada de gaviotas reposaba en la barandilla del paseo, picoteándose las plumas.
—¿Estamos perdidos? —preguntó ella.
Daniel la ignoró. Salió del coche, cerró la puerta y echó a andar hacia la orilla. Luce esperó diez angustiosos segundos viendo cómo la silueta de Daniel se empequeñecía en el crepúsculo púrpura, antes de salir del coche para seguirlo.
El viento azotaba el cabello de Luce contra su cara. Las olas golpeaban la orilla llevándose conchas y algas con la resaca. Cerca del agua el aire era más frío. Todo tenía un aroma salado muy penetrante.
—¿Qué ocurre, Daniel? —preguntó mientras corría por la duna. Le costaba moverse por la arena—. ¿Dónde estamos? ¿Qué quieres decir con que es culpa tuya?
Daniel se volvió hacia ella. Parecía derrotado, con el uniforme arremangado y aquellos ojos grises cansados. El rugido de las olas casi se imponía sobre su voz.
—Solo necesito algo de tiempo para pensar.
Luce sintió de nuevo un nudo en el estómago. Al fin había dejado de llorar, pero Daniel le estaba poniendo las cosas muy difíciles.
—¿Por qué has venido a rescatarme, entonces? ¿Por qué has hecho todo este camino para venir a buscarme, si acabas gritándome, ignorándome? —Se secó los ojos con la manga de la camiseta negra, y la sal marina que se había impregnado en la camiseta hizo que le escocieran—. Claro que, tampoco es que me hayas tratado de un modo distinto al habitual, pero...
Daniel se giró y se llevó las manos a la frente.
—No lo entiendes, Luce. —Negó con la cabeza—. Esa es la cuestión… que nunca lo entiendes.
No había nada malicioso en su voz. De hecho, era casi demasiado dulce. Como si ella fuera demasiado tonta para entender algo que para él resultaba tan obvio, lo cual hizo que ella se enfureciera.
—¿Que no lo entiendo? —preguntó— ¿Que no lo entiendo? Déjame que te diga algo sobre lo que entiendo. ¿Te piensas que eres muy listo? Me pasé tres años becada en el mejor instituto del país. Y cuando me echaron, tuve que presentar una demanda —¡una demanda!— para que no tiraran a la basura mi expediente con una media de excelente.
Daniel se apartó pero Luce lo siguió, dando un paso al frente por cada paso atrás que daba él. Con toda probabilidad lo estaba asustando, pero ¿y qué? Parecía pedírselo cada vez que le hablaba con condescendencia.
—Sé latín y francés, y en secundaria gané el concurso de ciencias tres años seguidos.
Le había acorralado contra la barandilla del paseo, y trató de contener las ganas de golpearle con el dedo en el pecho. No había acabado.
—También hago el crucigrama de los domingos, a veces en menos de una hora. Tengo un sentido de la orientación infalible... aunque no siempre en lo que se refiere a los tíos.
Tragó saliva e hizo una pausa para respirar.
—Y algún día seré psiquiatra, una que escuche de verdad a sus pacientes y les ayude. ¿Vale? Así que deja de hablarme como si fuera estúpida y deja de decirme que no entiendo nada solo porque yo no puedo descifrar tu imprevisible, excéntrica y terriblemente –lo miró y liberó el aire— dolorosa actitud de ahora-quiero-esto-y-ahora-quiero-lo-otro.
Se secó una lágrima solitaria, enfadada consigo misma por haberse acelerado tanto.
—Calla —dijo Daniel, pero lo dijo de un modo tan suave y tan tierno que Luce se sorprendió a sí misma y a Daniel cuando obedeció—. No creo que seas estúpida. —Cerró los ojos—. Creo que eres la persona más inteligente que conozco, y la más amable. Y –tragó saliva y abrió los ojos para mirarla directamente a los de Luce— la más hermosa.