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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio

BOOK: La maldición del demonio
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El viaje comienza...

Desde su nacimiento, Malus Darkblade ha aprendido la lección más importante de la sociedad de los elfos oscuros: acabar con los demás antes de que ellos acaben contigo. Incluso en la traicionera tierra de Naggaroth, Malus se hizo pronto infame por su naturaleza despiadada y malvada. Poco sabe el elfo oscuro que está a punto de encontrarse con una criatura tan malvada como él, incluso más, tal vez.

Las leyendas que hablan de un poderoso artefacto mágico que se encuentra oculto en las profundidades de los horrendos desiertos del Caos son irresistibles para Malus, que se pone en marcha con su séquito para conseguir más poder e influencia. En las profundidades de los desiertos, el demonio Tz'arkan tiene unos planes muy diferentes para el elfo oscuro...

Dan Abnett, Mike Lee

La maldición del demonio

Crónicas de Malus Darkblade 1

ePUB v1.2

Bercebus
03.11.11

1. Sangre o dinero

El
Espada Espectral
surcaba el Mar Maligno con un vendaval invernal a popa, las velas de piel humana teñidas de color añil extendidas al límite y el agua gris pizarra susurrando a lo largo del casco, muy ladeado. Los tripulantes druchii conocían bien el oficio y, a las órdenes del capitán, se deslizaban sin esfuerzo como sombras hambrientas por la inclinada cubierta.

Vestían pesados ropones y kheitans de grueso cuero para protegerse del gélido viento, y sus ojos oscuros destellaban como el ónice entre los pliegues de oscuras bufandas de lana. Corrían por delante de la tormenta con un gran cargamento encadenado en las bodegas, aunque la peñascosa costa meridional y la desembocadura del río que llevaba a Clar Karond se encontraban a apenas unas pocas millas a proa. El viento aullaba con furia entre los negros aparejos, entonando un inquietante contrapunto para los sordos gritos procedentes de la bodega, y los marineros reían con quedas voces sepulcrales al rememorar la jarana de la noche anterior.

Con una mano enfundada en un guantelete posada sobre la borda, Malus Darkblade se hallaba de pie en la proa de la nave corsaria y contemplaba las puntiagudas torres de la puerta marítima, que se alzaban ante él. Una pesada capa de piel de nauglir pendía de sus estrechos hombros, y mechones de cabello negro que escapaban de los confines de la voluminosa capucha se retorcían y danzaban al viento. Enseñaba los dientes en una mueca de sufrimiento que denotaba el intenso frío que sentía sobre el rostro. El elfo noble sacó del cinturón una prenda cuidadosamente envuelta, se la acercó a los labios y aspiró el embriagador perfume que emanaba de ella. Olía a sangre y agua salada, cosa que aguzó sus sentidos.

«Éste es el aroma de la victoria», pensó al mismo tiempo que a sus labios afloraba una sonrisa carente de alegría.

El crucero de incursión había sido una apuesta arriesgada desde el principio, y él había tentado a la suerte a cada paso. Con un barco pequeño, una tripulación igualmente reducida y una partida tardía que entorpecía la iniciativa, no bastaba con el mero éxito; nada inferior a un emocionante triunfo impresionaría a sus reacios aliados de Hag Graef. Así pues, se habían demorado a lo largo de la costa occidental de Bretonia durante varias semanas después de que sus pares hubiesen puesto rumbo a casa.

El capitán había protestado amargamente por el cambiante tiempo atmosférico y la detestable guardia marítima de Ulthuan, hasta que Malus le había puesto un cuchillo contra la garganta y lo había amenazado con tomar él mismo el mando del
Espada Espectral
. Entonces, un vendaval había comenzado a soplar desde las orillas de Couronne en medio de la noche, haciendo que todo pareciese perdido. Seis marineros habían desaparecido en las negras olas mientras luchaban por impedir que el viento y el mar estrellaran el barco corsario contra las rocas. Pero al amanecer habían cambiado la suerte y el viento; las patrullas costeras bretonianas habían salido mucho peor paradas que ellos, ya que habían sido lanzadas contra las rocas o arrastradas por el viento al interior del profundo entrante que conducía hasta la ciudad libre de Marienburgo.

En rápida sucesión, los incursores habían atacado tres poblados de la costa y, en cuatro días de pillaje y asesinato, habían saqueado el maltrecho fuerte de Montblanc, antes de escapar mar adentro con la bodega llena de esclavos y dos cofres rebosantes de monedas de oro y plata.

Se aseguraría de que sus partidarios fuesen bien remunerados por el esfuerzo que habían realizado; había sido una maniobra peligrosa arriesgarse a provocar la ira de su familia al tomar prestados de otras fuentes los fondos que necesitaba para el viaje. Tras haber permanecido paralizado durante tanto tiempo, resultaba tentador dejar que el dinero corriera por sus manos como sangre derramada para contratar asesinos, torturadores y vauvalkas para vengarse de sus hermanos y hermanas. Una parte de él anhelaba una orgía de venganza, de tortura, muerte y agonías que perduraran allende la muerte. La necesidad era tan aguda como el acero sobre la lengua, e hizo que un escalofrío de expectación le recorriera la espalda.

«La oscuridad espera, hermanos y hermanas —pensó con los ojos encendidos de ira—. Me lo habéis negado durante demasiado tiempo.»

La cubierta oscura crujió ligeramente y se escoró a estribor cuando la nave corsaria viró en dirección a la estrecha desembocadura del río que conducía a la Ciudad de los Barcos. Estando ya más cerca, Malus distinguía las altas, escarpadas torres de la puerta marítima, que se alzaban a ambos lados de la estrecha entrada; una pesada cadena de hierro se extendía entre ellas, justo por debajo de la superficie de las aguas de corriente rápida. Nieblas frías que cambiaban y formaban remolinos en el viento se adherían a la rocosa orilla y a los flancos de las torres.

En lo alto de la jarcia del barco corsario, un marinero hizo sonar un cuerno de caza, cuyo largo y horripilante gemido resonó sobre la superficie del agua. No les llegó respuesta alguna, pero a Malus se le puso la carne de gallina mientras estudiaba las estrechas troneras de las fortificaciones, sabedor de que, a su vez, unos ojos depredadores lo observaban a él.

Los oídos del noble captaron un sutil cambio de tono en el susurro de la estela de la nave, y un débil murmullo, como un coro de espíritus dolientes, se alzó desde el agua, cerca del casco. Se asomó por la borda y sus agudos ojos atisbaron bruñidas formas oscuras que nadaban velozmente justo por debajo de la superficie. Aparecían y desaparecían de la vista, desvaneciéndose en las gélidas profundidades, tan silenciosas como fantasmas, para reaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Mientras observaba, una de las figuras rodó de espaldas y lo contempló con grandes ojos de forma almendrada.

Malus captó un atisbo de piel pálida, casi luminosa, un vientre suave y pequeños pechos redondos. Una horripilante cara de druchii salió a la superficie sin provocar más que unas ligeras ondas; el agua brillaba sobre altos pómulos prominentes y labios teñidos de azul. «¡Aaaahhh!», pareció cantar; fue un sonido leve y vacilante, y luego el esbelto cuerpo rodeado de sinuosos mechones de cabello color añil volvió a sumergirse en las profundidades.

—¿Queréis que os pesque un pez, mi señor?

El noble se volvió y vio cuatro figuras ataviadas con capas que se encontraban justo fuera del alcance de la espada,
hithuan
adecuado para tenientes y guardias de confianza. Las empuñaduras de espadas de noble idénticas pendían junto a sus caderas, y el fino acero plateado de las mallas brillaba a la débil luz de la tarde sobre kheitans negros, grises o añiles. Iodos los druchii llevaban puesta la capucha para protegerse del gélido viento que los castigaba, menos uno.

Era más alta que sus compañeros y llevaba el largo cabello negro recogido en una multitud de largas trenzas finas sujetas en un nudo alto, al estilo corsario. Finas cicatrices blancas se entrecruzaban en su rostro ovalado, desde los altos pómulos a la barbilla aguzada, y la punta de la oreja derecha había sido cortada en una batalla, hacía mucho tiempo. Tres lívidos cortes rojos frescos, de la jarana de la noche anterior, bajaban en líneas paralelas por el largo cuello pálido y desaparecían bajo la brillante curva de un
hadrilkar
de acero plateado que llevaba grabado el sigilo en forma de nauglir de la casa de Malus. Como siempre, había un destello de burla en la mirada calculadora de Lhunara Ithil.

—¿La querrás para tu plato, tu potro de tormento o tu lecho? —preguntó.

—¿Tengo que escoger?

Los guardias rieron, y sus risas sonaron como huesos que entrechocaran dentro de una cripta. Uno de los nobles encapuchados, un druchii de afilados rasgos y con la cabeza afeitada salvo por el nudo de estilo corsario, alzó una ceja.

—¿Acaso los gustos de mi señor se orientan ahora hacia las bestias? —siseó, y la pregunta provocó más frías risas solapadas de sus compañeros.

La mujer druchii le lanzó a su compañero una mirada sarcástica.

—Escucha a Dolthaic. Parece celoso, o esperanzado.

Dolthaic gruñó y, con la mano enfundada en un guantelete, intentó darle a la alta mujer un revés que ésta desvió a un lado con soltura.

Malus se unió a la cruel alegría de los otros. Los años de inactividad habían agriado el humor de su pequeña partida de guerra, hasta tal punto que había comenzado a preguntarse quién intentaría asesinarlo en primer lugar. Una temporada de sangre y pillaje, sin embargo, había cambiado la situación, al saciar el apetito de todos durante un tiempo y alimentar la esperanza de obtener más.

—Arleth Vann, ¿qué tal va la carga? —preguntó.

—Realmente bien, mi señor —respondió el tercer guardia con un susurro sibilante que apenas podía oírse por encima del aullido del viento.

La cabeza del druchii era calva como un huevo y tenía la cara y el cuello flacos como un cadáver, igual que un hombre reducido a fibroso músculo y hueso por una larga y despiadada fiebre. Los ojos eran de un amarillo dorado pálido, como los de un lobo.

—Una pequeña parte se echó a perder en el viaje de regreso, pero no más de lo previsible; lo bastante para tener ocupado al cocinero y darles a los supervivientes un poco de carne guisada que los mantenga vivos durante la marcha hasta Hag Graef.

El cuarto guardia se echó atrás la capucha y escupió un delgado chorro de jugo verde por la borda. Era la imagen misma de un noble druchii, con rasgos finos, una melena de lustroso cabello negro y un rostro de expresión despiadada, incluso cuando estaba en reposo. Al igual que Malus, llevaba una capa hecha con piel de nauglir, y el kheitan que vestía era de costosa piel de enano, dura pero flexible. El
hadrilkaráz
acero plateado que le rodeaba el cuello tenía un aspecto deslustrado y barato comparado con la fina artesanía de los atavíos del noble.

—A pesar de todo, es un buen dinero perdido innecesariamente —dijo Vanhir, cuya voz melodiosa y profunda contrastaba con el severo semblante—. Si hubiéramos recalado en Clar Karond, tus inversionistas ya habrían recuperado el capital, y nosotros también —dijo enseñando unos dientes limados en elegantes puntas—. Los señores de esclavos no se sentirán complacidos ante esa violación de la costumbre.

—Faltan sólo dos días para el Hanil Khar. No tengo tiempo que perder regateando con comerciantes y adulando a los señores del látigo en la Torre de los Esclavos —dijo Malus—. Mi intención es presentarme ante la Corte de las Espinas, en Hag Graef, en presencia de mis muy ilustres hermanos y hermanas —dijo con una voz que destilaba veneno—, y ofrecerle al drachau un digno tributo. —«Y demostrarle a la corte que, después de todo, soy un poder digno de tenerse en cuenta», pensó—. Nos pondremos en marcha hacia Hag Graef en cuanto el cargamento esté preparado para viajar.

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