Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Lhunara asintió mientras tejía mentalmente una red de estrategias y contingencias.
—¿Cuántos hombres llevará ella?
—Seis, incluido el degollador Dalvar. Yo también llevaré seis, incluidos tú y Vanhir. Silar, Dolthaic y Arleth Vann permanecerán aquí con el resto de la partida de guerra para custodiar las pocas pertenencias que me quedan. No dudo de que Urial se vengue de algún modo cuando se entere del robo.
—No te lleves a Vanhir —gruñó Silar—. Te traicionará si puede.
—Estoy de acuerdo —intervino Lhunara—, especialmente después del castigo que le infligiste en el camino de Ciar Karond. Te odia más que nunca.
—Precisamente por eso quiero tenerlo donde pueda vigilarlo —replicó Malus—. Mantendrá su juramento al pie de la letra hasta el último minuto del último día. Para eso falta más de un mes. Si para entonces aún estamos en los Desiertos del Caos, tal vez será más fácil matarlo, pero hasta entonces es una espada más que puedo usar para lograr mi meta.
Lhunara cruzó los brazos y se volvió otra vez hacia la ventana, claramente descontenta con la idea.
—¿Nos llevaremos los nauglirs, entonces?
—Sí —replicó Malus—. Siempre prefiero los dientes y las garras a los caballos. Además, pueden llevar más pertrechos y recorrer más distancia al día que una caravana de caballos de carga.
—También hay que tener en cuenta que necesitan comer muchísimo más —señaló Lhunara.
Malus rió entre dientes.
—No creo que allí donde vamos carezcamos de cuerpos para alimentar a los gélidos. Dolthaic los tendrá ensillados y dispuestos en los establos para cuando salgamos de la torre de Urial. No pienso quedarme aquí ni un minuto más de lo necesario cuando hayamos culminado el robo.
—Estoy más interesado en saber cómo vas a entrar y salir de la torre de Urial —dijo Silar.
Malus se sirvió una segunda copa de vino.
—Nadie sabe con seguridad cuántos servidores tiene Urial, ni cuántos guardias. Muchos provienen del templo, y todos llevan puestos esos pesados ropones y esas máscaras. Podría tener veinte o doscientos. Peor aún, Nagaira está segura de que su cubil estará muy protegido por hechizos y espíritus esclavizados; tal vez, incluso monstruos.
El noble desplazó la vista hacia Arleth Vann. Los dos se miraron a los ojos durante un momento, y luego el guardia se encogió de hombros.
—Es posible —dijo Arleth Vann—. Nadie más que las sacerdotisas saben hasta dónde ha avanzado Urial en los misterios de Khaine. Podría ser capaz de muchas cosas terribles. Incluso es posible que su cubil ya no sea... enteramente de este mundo.
Lhunara avanzó un paso hacia el guardia encapuchado.
—¿Qué quiere decir eso?
Arleth Vann bajó la cabeza. Malus vio la tensión que se evidenciaba en la línea de los musculosos hombros del guardia y la inmovilidad del cuerpo.
—Continúa, Arleth —insistió el noble.
—No puedo afirmarlo con seguridad, ni siquiera yo lo entiendo del todo, pero... hay lugares en los grandes templos, lugares profundos en los que sólo los más santos pueden entrar, que son testigos de rituales y observancias antiguos. Allí se hacen únicamente los sacrificios más selectos; en ese lugar no se pronuncia una sola palabra que no sea una ofrenda al Señor del Asesinato. Es un lugar al que acuden los sumos sacerdotes para contemplar el rostro de Khaine y su reino de matanza. Debilitan el tejido que separa ambos mundos hasta el punto de que a veces resulta difícil saber qué pertenece a este mundo y qué no.
Lhunara frunció el ceño.
—Ahora estás hablando con enigmas.
«No, Lhunara, no lo hace —pensó Malus—, pero es mejor que tú no lo entiendas, o podría encontrarme con un motín entre manos.» Considerar la trascendencia de lo que acababa de oír era como tener un cuchillo clavado y retorciéndose en las entrañas.
—¿Estás diciendo que su sanctasanctórum podría ser un lugar así?
Arleth Vann alzó la mirada al oír la voz del noble. La cara que había bajo la capucha expresaba reserva, salvo los ojos, que tenían una mirada terrible.
—Es posible —dijo—. Nada es seguro con alguien como él. No lo limita ley alguna, ni en este mundo ni en el otro.
—Por la descripción que hacéis, ésta parece una misión estúpida —gruñó Lhunara.
—Para nada —dijo Malus—. Nagaira conoce un camino secreto para entrar en la torre desde las madrigueras...
—¡¿Las madrigueras?!
—¡Ya basta, mujer! Ella nos conducirá al interior de las madrigueras a través de una entrada situada en otra parte de la fortaleza, y luego ascenderemos hasta los almacenes de Urial. Dice que tiene talismanes que nos permitirán pasar sin ser detectados por las protecciones y calmarán a sus centinelas sobrenaturales. Dado que ella nos acompañará durante todo el tiempo, no dudo de que está segura de los poderes de esos talismanes.
—¿Y si se equivoca, mi señor?
—Una vez dentro —prosiguió él sin hacer caso de la pregunta de Lhunara—, mataremos a cualquier sirviente o guardia con quien nos encontremos de camino al sanctasanctórum de Urial. Si la Madre Oscura nos sonríe, eso no será necesario. Lo ideal sería que pudiéramos entrar y salir sin que nadie se diera cuenta. De todas formas, una vez que entremos en el sanctasanctórum tendremos que movernos muy deprisa. Ahora bien, Nagaira no sabe exactamente qué aspecto tiene la reliquia...
Lhunara hizo un intento de hablar al mismo tiempo que sus ojos se abrían cada vez más, pero Malus la silenció con una penetrante mirada.
—Pero está segura de que la reconocerá en cuanto la vea. Registraremos el sanctasanctórum, localizaremos la reliquia y nos marcharemos por donde entramos. Con suerte, no estaremos dentro de la torre más de media hora a lo sumo. Una vez que volvamos al interior de las madrigueras, deberíamos llegar a los establos en cuestión de minutos y estar fuera de Hag Graef y en el Camino de la Lanza al cabo de una hora. Para cuando regrese Urial y descubra que la reliquia ha desaparecido, nos hallaremos a leguas de distancia.
—Y nos dejarás a nosotros para que soportemos la acometida de su ira —dijo Silar con una voz cargada de terror.
Lhunara sacudió la cabeza.
—Esto no me gusta, mi señor. Huele demasiado a desventura. Si una sola cosa sale mal, todo el plan podría desmoronarse, y entonces, ¿dónde estaríamos?
—No estaríamos mucho peor que ahora, Lhunara —replicó Malus con frialdad—. Al templo le han prometido mi cabeza, y si mis sospechas son correctas, Urial es el responsable de la emboscada que nos tendieron en el Camino de los Esclavistas. No, no me quedaré sentado aquí esperando el beso del hacha. Urial ha contraído conmigo una deuda por mi ruina, y tengo intención de cobrarla esta noche. ¡Si muero en el intento, lo haré con una espada en la mano y sangre en los dientes! Ahora, marchaos. Descansad. Nos reuniremos en la torre de Nagaira esta noche, cuando haya caído la niebla.
Como un solo hombre, los guardias se inclinaron y se encaminaron hacia la puerta. Silar fue el último en partir.
—No te demores mucho en los Desiertos del Caos, mi señor —dijo con una sonrisa triste—. Podría no quedar nada de nosotros cuando regreses.
—Lo sé, noble Silar —respondió Malus—. Pero no temas. Tengo una memoria muy, muy larga, y un corazón despiadado. Cualquiera que sea el mal que Urial os inflija, se lo devolveré multiplicado por cien.
Al llegar a la puerta, Silar hizo una pausa para considerar las palabras del noble. Luego, más tranquilo, se marchó a atender sus obligaciones.
La noche trajo espesas nubes y un viento frío que silbaba al pasar entre las agujas de las torres de Hag Graef. A más de treinta metros por encima de los patios del castillo, una figura cubierta por una capa se inclinó ligeramente fuera del hueco de una puerta y estudió las dos brillantes lunas que relumbraban en el horizonte oriental.
Pasado un momento, una nube gris hierro cubrió las caras de las lunas y sumió la fortaleza en una oscuridad abismal. Sin hacer ruido alguno, la figura salió de un salto de la entrada y se deslizó como un espectro por el estrecho puente de piedra. La siguieron siete figuras similares, también envueltas en capas, aparentemente indiferentes ante el vasto abismo que se abría debajo de ellas. Para cuando la nube volvió a dejar a las lunas al descubierto, la procesión había desaparecido en la torre situada al otro lado del puente.
Una vez dentro de la torre de Nagaira, Malus se echó atrás la capucha de lana y escrutó al pequeño grupo que lo aguardaba en el pasillo que había al otro lado de la entrada. Esa noche, él y sus guardias iban vestidos para la guerra: debajo de las pesadas capas oscuras, cada druchii llevaba un peto articulado y un camisote sobre un kheitan de cuero oscuro. Las espalderas les protegían los hombros y les conferían una silueta voluminosa e impresionante, mientras que llevaban los brazos y las piernas enfundados en avambrazos y grebas articuladas. Cada pieza de la armadura descansaba sobre una capa de fieltro para impedir que tintinearan las junturas y las placas, y para aislar el cuerpo del frío acero. Malus y dos de sus guardias llevaban ballestas de repetición bajo la capa, junto con las espadas habituales.
Los guerreros de Nagaira iban equipados de modo similar y rodeaban a su señora como funestos cuervos. Varios llevaban cortas lanzas arrojadizas de un tipo que Malus no había visto nunca antes, mientras que otros iban armados con pequeñas ballestas de repetición. Observaron con clara suspicacia a los intrusos fuertemente armados, todos menos Dalvar, que hizo rotar uno de sus estiletes sobre la punta de un dedo acorazado y sonrió burlonamente a los recién llegados.
Al igual que Malus, Nagaira llevaba coraza sobre el kheitan y el ropón, e iba armada con dos espadas que pendían a la altura de la cadera. Había desaparecido de ella la timidez de estudiosa, y a Malus le sorprendió ver cuánto se parecía a su temible padre. Le tendió una mano enfundada en un guantelete de la que pendían siete correas de cuero; de cada una colgaba un destellante objeto de plata y cristal del tamaño del pulgar de un druchii.
—Poneos esto de modo que os quede en contacto con la piel —dijo Nagaira con voz seca e imperiosa—. Cuando estemos dentro de la torre, no toquéis nada a menos que yo os lo digan.
Malus cogió los talismanes sin pronunciar palabra, escogió uno para él y pasó el resto a sus compañeros. Al inspeccionarlos de cerca se veía que cada talismán era un pequeño puño de plata que aferraba una bola de cristal. El cristal irregular había sido tallado de tal forma que daba lugar a una compleja espiral en el centro de la piedra. En la plata había grabadas docenas de diminutas runas que impedían una fácil identificación. Cuando Malus intentó enfocar una de ellas, los ojos empezaron a parpadearle y llorarle como si alguien le hubiese arrojado un puñado de arena. Pasado un momento, dejó de intentarlo; se colocó la correa alrededor del cuello y luego lo metió cuidadosamente por el borde del peto. El talismán se hundió contra su pecho, bajo la armadura, y tuvo la sensación de que era un trozo de hielo.
Nagaira observó con detenimiento para asegurarse de que lodos los druchii seguían sus instrucciones.
—La entrada a las madrigueras está cerca de aquí —dijo una vez que quedó satisfecha—. Cuando estemos dentro de los túneles, manteneos unos cerca de otros y tened las armas |«reparadas. Por ahí abajo deambulan nauglirs salvajes y cosas peores. No tardaremos mucho en llegar a los túneles situados debajo de la torre de Urial, pero una vez allí tal vez tengamos que cavar un poco.
La última frase detuvo a Malus en seco.
—¿Podríamos tener que cavar un poco? ¿No conoces a nadie que haya usado antes este acceso?
Nagaira se encogió de hombros.
—Ni siquiera sé con seguridad que la entrada exista. En teoría, debería existir.
—¿En teoría?
—¿Prefieres irrumpir por la entrada de la planta baja, o escalar la torre a la vista de la mitad de la fortaleza?
La burlona sonrisa de Dalvar se ensanchó. Malus soñaba con arrancarle la piel de la cara mientras el guardia chillaba.
—Abre la marcha —susurró.
Con una media reverencia presumida, Nagaira giró sobre los talones y condujo a la partida de incursión por la larga escalera que descendía hasta la planta baja de la torre. Como sucedía con todas las torres de la fortaleza del drachau, a ésta sólo podía accederse a través de una puerta doble reforzada que daba a un corto corredor que se adentraba más en el complejo del castillo. Cuando llegaron a la puerta, Malus se sorprendió al encontrar a cuatro guardias de Nagaira ataviados con la armadura completa y con la espada desnuda en la mano. Nagaira captó la expresión del rostro del noble y le dedicó una sonrisa lobuna.
—No puedo garantizar que Urial no cuente con agentes infiltrados entre mis servidores —dijo al mismo tiempo que se echaba la capucha sobre la cabeza—; así que Kaltyr y sus hombres van a asegurarse de que nadie salga de la torre hasta el amanecer. —Dicho eso, condujo al grupo al exterior.
A lo largo de centenares de años, la fortaleza del drachau —también llamada Hag por los residentes de la ciudad— había crecido casi como un ser vivo. Los esclavos enanos eran costosos y relativamente escasos, así que podían pasar muchos años antes de que se presentara la oportunidad de hacer las reparaciones y añadidos necesarios.
Cuando una parte del castillo caía en ruinas, se construían otras secciones encima y alrededor de ella, cosa que había originado un laberinto demente de caóticos corredores, torres abandonadas y patios tapiados. Lo que había comenzado como ciudadela relativamente pequeña con una sola muralla octogonal, entonces cubría más de dos kilómetros cuadrados y tenía cuatro murallas defensivas concéntricas, cada una construida para rodear una nueva etapa de expansión. Se decía que nadie conocía la fortaleza en su totalidad; a menudo se enviaban sirvientes nuevos a hacer recados dentro de la extensa ciudadela, y no volvían a ser encontrados hasta pasados varios días, si se los encontraba.
Nagaira condujo a la encapuchada procesión con rapidez y seguridad a través de una serie de patios y terrenos de ejecución, y pronto dejaron atrás las zonas más pobladas de la fortaleza para adentrarse en un área que presentaba signos de abandono progresivo. Cuanto más avanzaban, más desolado y decrépito parecía el entorno. Pasaron por lugares en que las losas del suelo estaban rajadas y cubiertas de enredaderas, y bajo inclinadas pilas de rocas que habían sido muros o torres. En un momento se vieron obligados a trepar por encima de un montón de piedras partidas que eran cuanto quedaba de un puente que había conectado dos antiguas torres. Entre las sombras que los rodeaban huían pequeñas criaturas. En un punto determinado, cuando atravesaban un patio cubierto de maleza, una cosa grande les siseó una advertencia desde un montón de escombros cubierto de enredaderas. Los druchii apuntaron con las ballestas hacia el lugar, pero Nagaira les hizo un impaciente gesto para que continuaran. Pasado un rato, los incursores llegaron a una zona de la fortaleza que claramente había sido abandonada hacía muchas décadas. Al atravesar una entrada manchada de moho, Malus se encontró en un amplio espacio rectangular dominado por lo que parecía ser un hogar enorme. Al cabo de un momento, se dio cuenta de que estaba en una antigua forja, cuyos fuelles y otras herramientas de madera se habían podrido hasta desaparecer hacía ya mucho.