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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio (11 page)

BOOK: La maldición del demonio
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Justo cuando tendía una mano hacia el aro de hierro, alguien abrió la puerta desde el otro lado.

Un esclavo humano, cuyo enflaquecido rostro estaba cubierto de cicatrices y llagas abiertas, vio a Malus y abrió la boca para gritar. El noble actuó sin pensar; alzó la ballesta y disparó una saeta de lleno a través de los costrosos labios que formaban un «¡oh!» de sorpresa.

Se oyó un crujido cuando la punta de acero de la flecha atravesó la columna vertebral y parte del cráneo del hombre, que se desplomó sin emitir sonido alguno. Detrás del esclavo muerto se oyó una exclamación ahogada, y Malus atisbo a una sirvienta que se llevaba una mano a las salpicaduras de sangre y cerebro que le cubrían la cara. Sin vacilar, el noble accionó la palanca de acero que echaba atrás la potente cuerda de la ballesta y colocaba otra flecha en la ranura. Justo cuando la esclava se recobraba de la conmoción, giraba sobre sí misma para huir y a sus labios afloraba un borboteante grito, Malus apuntó y disparó una saeta de negras plumas, que se clavó entre los omóplatos de la mujer. Al saltar más allá del cadáver de la esclava caída hacia el espacio que se abría al otro lado de la puerta, ya preparaba el disparo siguiente.

Se encontró en una cámara pequeña y tenuemente iluminada, con un suelo de piedra tallado con cráneos e intrincadas runas de nítidos contornos. La iluminación parecía provenir de las propias paredes, un resplandor rojo oscuro, como de brasas cubiertas de cenizas, que le tironeaba de los rabillos de los ojos y subía y bajaba como una marea de sangre dentro de un corazón enorme. Silueteados por la luz sanguinolenta había rostros de suaves facciones hechos con algún metal plateado e incrustados en las paredes. Unos gruñían, otros sonreían lascivamente, incluso algunos exudaban una desalmada calma. Los ojos no eran más que pozos negros, y sin embargo, Malus sentía el peso de su mirada sobre la piel. La sensación hizo que un escalofrío le bajara por la espalda y que los dientes entrechocaran.

Había tres puertas dobles, todas cerradas, y otra escalera que continuaba ascendiendo por la torre. Malus sospechaba que se encontraban en la planta baja, pero se sintió trastornado al descubrir que había perdido el sentido de la dirección. No podía determinar en qué punto de la fortaleza estaba, algo que nunca antes le había sucedido.

Nagaira pasó por encima de los cadáveres de los esclavos y atravesó velozmente la estancia.

—¿Te han visto?

Malus frunció el entrecejo.

—¿Quiénes?

—¡Las caras! ¿Te vieron matar a los esclavos?

—¿Que si me vieron? ¿Cómo voy a saberlo, mujer? —¡Maldita brujería! Ya estaba harto de aquel lugar.

Nagaira contempló con precaución las caras plateadas. Sus ojos iban de una a otra casi como si estuviera siguiendo algo que se movía por detrás de la pared y los espiara a través de las cuencas vacías de los rostros.

—Tenemos que ser muy cuidadosos con el modo en que derramemos sangre en este lugar —susurró Nagaira—. Las protecciones que hay aquí son muy potentes. Si atraemos la atención, los guardianes de la torre podrían ver a través de mis talismanes protectores.

Malus siseó de irritación. Dos de los miembros de la partida de incursión estaban haciendo rodar los cuerpos de los esclavos escalera abajo, pero no había modo de saber cuánto tiempo pasaría antes de que los echaran en falta. La alarma podía darse en cualquier momento. «Me pregunto si Urial puede percibir algo así desde el templo.» Reprimió una maldición. Entonces no había tiempo para preocuparse por eso. Malus volvió a cargar la ballesta y avanzó rápidamente hacia la otra escalera.

La escalera ascendía en espiral hacia la oscuridad. Malus apoyó la espalda contra la pared y avanzó sigilosamente, aguzando el oído para percibir indicios de movimiento. La piedra que tenía contra la espalda era tibia como un cuerpo vivo. Lo notaba a través de la capa y el espaldar de la armadura. El noble continuó el ascenso y pasó ante dos descansillos con oscuras puertas reforzadas con bandas de hierro.

Entre el segundo y el tercer descansillo, oyó que se abría una puerta y el sonido de unos pasos que descendían. Cambió la ballesta a la mano izquierda y se quedó inmóvil al mismo tiempo que alzaba la mano derecha para advertir a la columna. Momentos más tarde, por la siguiente curva de la escalera, apareció un esclavo que iba apresuradamente a hacer un recado. Con la rapidez de una serpiente, Malus aferró la manga derecha del esclavo, tiró de ella y derribó al humano. El cuerpo cayó y pasó dando tumbos ante Malus, rebotando en la piedra. El noble oyó los sonidos del acero contra la carne y luego se hizo el silencio. Pasado un momento, continuó adelante.

La escalera acababa en el tercer descansillo. Malus vio que la entrada era más ornamentada que las anteriores, estaba tallada con numerosos sigilos y había tres caras plateadas incrustadas a lo largo de la arcada. Sintió la vacua mirada sobre sí cuando cogió el aro de hierro de la puerta con una mano y tiró de él para abrirla. El espacio que había al otro lado estaba aún más débilmente iluminado que el propio descansillo. Con la ballesta preparada, se deslizó a través de la puerta y de otra protección mágica.

Esa vez, la membrana mágica era más dura de atravesar. Cuando cedió, la transición fue tan brusca que avanzó varios pasos dando traspiés y sintió que la superficie del suelo se hundía ligeramente bajo su peso. El aire estaba viciado y húmedo, pero la humedad no se le adhería a la piel. El hedor a sangre putrefacta flotaba en la penumbra. Le pareció oír gritos distantes, pero cuando intentó concentrarse en ellos no pudo determinar de dónde procedían. Las paredes de un corredor estrecho se cerraban en torno a él, y sin embargo, se sentía como si estuviese al borde de una enorme planicie. Su mente luchaba con esas sensaciones contradictorias y su cuerpo se mecía sobre los pies.

Nagaira fue la siguiente en entrar. Malus advirtió que los pequeños pasos de ella hacían un ruido espeso y chapoteante, como si caminara por un terreno empapado por la lluvia. Parecía no verse afectada por las fuerzas que obraban en torno a fila. La linterna estaba apagada, pero Malus podía verle la cara muy claramente en la oscuridad, como si estuviese separada de las tinieblas que los rodeaban. Los otros druchii entraron dando traspiés, y el noble descubrió que también a ellos los veía con claridad.

—¡Ahora, daos prisa! —les ordenó Nagaira a los aturdidos guardias—. Ya casi hemos llegado.

Nagaira volvió a encabezar la marcha al avanzar por el pasadizo, y Malus descubrió que no tenía la presencia de ánimo para protestar. Experimentó una punzada de enojo y, sorprendentemente, su mente se aclaró un poco. «Muy bien —pensó—. Que el odio sea mi guía.»

Malus se concentró en la espalda de Nagaira, que los guiaba a través de la oscuridad. Percibía paredes y entradas, recodos y escaleras que ascendían, pero eran sólo sensaciones vagas. Con cada paso que daba se abstraía aún más, inmerso en sus ancestrales odios, en todos los sufrimientos diferentes que había soñado para la familia por los insultos de que había sido objeto.

Con cada paso soñaba en la gloria a la que tenía derecho. Él sería el vaulkhar, no Bruglir ni Isilvar. «¡Los destruiré a todos y arrancaré el azote de los dedos tiesos de mi padre, y entonces, esta ciudad aprenderá a temerme como no ha temido nunca a nadie!»

Vio que Nagaira pasaba flotando a través de una arcada hecha de desteñidos cráneos manchados de sangre. Malus la siguió al interior de una pequeña habitación octogonal formada por enormes bloques de basalto. Al otro lado de la estancia, había otra puerta doble, cuyo arco ojival encerraba un trío de cruentes caras plateadas. Allí los gritos eran más fuertes, salpicados por un coro de tintineos, como el sonido de acero golpeando hueso. El suelo estaba cubierto de sangre que se coagulaba y se pegaba a las suelas de las botas.

Nagaira atravesó la estancia y cogió la anilla de hierro de la puerta. Se volvió para decirle algo a Malus. De repente, el aire se estremeció con ululantes bramidos, y tres figuras contrahechas emergieron de las negras profundidades de las paredes.

7. Huida de la torre

Los monstruos eran seres costrosos y ensangrentados, con colas segmentadas y largas como látigos, y un número excesivo de patas dislocadas y provistas de garras. Se lanzaron contra los invasores mientras en sus bulbosas cabezas ciegas se abrían enormes bocas que dejaban a la vista hileras de puntiagudos dientes serrados.

Los druchii lanzaron un grito colectivo, y en ese momento, la habitación pareció enfocarse de repente. Las ballestas restallaron y saetas de negras plumas se clavaron en el pecho de dos de las deformes criaturas. Malus alzó la ballesta, que disparó con una sola mano, y clavó una saeta en el contrahecho cráneo del tercer monstruo antes de que las bestias llegaran hasta ellos. El noble dejó caer la ballesta y desenvainó la espada justo cuando la criatura contra la que había disparado saltaba hacia él.

Colmillos en punta y brillantes de baba venenosa se cerraron a pocos centímetros de la cabeza de Malus en el momento en que él se agachaba y apartaba a un lado, para luego clavar la punta de la espada en un flanco del monstruo. Un icor negro manó a borbotones de la herida, y la bestia lanzó un aullido discordante al pasar de largo a toda velocidad. La cola rematada por un aguijón le golpeó la espaldera izquierda y lo hizo rotar a medias. Sobre la armadura le cayó un goterón de veneno que comenzó a sisear y le llenó la nariz de un hedor acre.

La criatura aterrizó, se rehízo y dio un brinco, pero Malus saltó hacia ella con la espada dirigida a la cabeza. La bestia se apartó a un lado y la afilada espada le cortó una de las patas delanteras. La cola volvió a salir disparada hacia él, pero la criatura calculó mal; el negro aguijón, largo como una daga, pasó como un borrón ante la cara del noble.

Aullando, el monstruo comenzó a describir un círculo hacia la derecha de Malus, arrastrando el muñón de la pata cortada por el suelo sucio de sangre. Malus se armó de valor y lanzó una estocada a la cabeza de la bestia. La cola salió disparada otra vez, y el noble pivotó para dejarla pasar; luego la cercenó con un golpe de retorno de la espada. De la enorme herida manó icor a borbotones, y la criatura rugió y farfulló de furia.

Aprovechando la ventaja, Malus acometió a la bestia y, en un abrir y cerrar de ojos, la ciega cabeza descendió y cerró las fauces sobre una acorazada pantorrilla de Malus. Las curvas placas metálicas resistieron por el momento. Malus lanzó una terrible maldición y descargó la espada sobre el grueso cuello del monstruo. El tajo cortó hasta la mitad el pescuezo de densos músculos, y el noble sintió que las mandíbulas se aflojaban.

Tras un tajo más, el cuerpo decapitado de la criatura quedó debatiéndose en un charco de negro icor. Otro golpe partió las mandíbulas del monstruo, y él se quitó la cabeza de la pierna con una patada salvaje.

Un poco mareado, Malus observó el entorno. Uno de los incursores había inmovilizado a un monstruo contra el suelo con una de las lanzas cortas que llevaba, y otros dos druchii lo cortaban metódicamente en pedazos. Lhunara estaba de pie junto a la segunda bestia y limpiaba la espada sucia de icor en la piel del monstruo. Uno de los hombres de Nagaira se encontraba apoyado contra una pared y presionaba con la palma de una mano una herida que tenía en un costado.

El noble se volvió a mirar a Nagaira.

—Y ahora, ¿qué?

—El sanctasanctórum de Urial está justo al otro lado —replicó ella sin soltar la anilla de hierro de la puerta.

Con un sobresalto, Malus se dio cuenta de que su hermana no se había movido ni un milímetro durante la lucha y que, de algún modo, las criaturas mágicas no le habían hecho caso.

—Hay una última protección —continuó ella—. Las cosas que haya al otro lado serán... sobrenaturales. Tal vez lo mejor sea que yo entre sola.

—No —dijo él, sorprendido al descubrir que su voz había enronquecido. ¿Había estado gritando?—. Si tú entras, querida hermana, también lo haré yo. Los demás pueden quedarse aquí.

En la cara de Nagaira se vio un momentáneo destello de enojo, pero se compuso rápidamente. Con una floritura burlona, abrió la puerta doble. Al otro lado no había más que oscuridad.

—Después de ti —dijo con frialdad—. A fin de cuentas, no podemos permitirnos que me hagan daño.

La sensación de desorientación regresaba a medida que amainaba el enojo del druchii. La mano de Malus se cerró con más fuerza sobre la empuñadura de la espada.

—No tardes, hermana —dijo con los dientes apretados, y atravesó rápidamente la puerta.

El dolor no se parecía a nada que hubiera sentido antes.

No hubo sensación de resistencia; atravesó el umbral y sintió como si lo desgarraran desde dentro. Malus cayó de rodillas al mismo tiempo que lanzaba un grito de furia, y la sangre manó del esponjoso suelo y formó un charco en torno a las grebas.

El dolor continuó y continuó. Temblando, apretó los puños, se concentró en ellos... y vio una gota roja que caía sobre los nudillos de la mano derecha. Se llevó la mano a la cara y la retiró mojada y roja. A través de la piel le manaba sangre que le empapaba la ropa que llevaba debajo del kheitan.

La estancia estaba bañada en una luz rojiza. Columnas de cráneos ensangrentados que iban del suelo al techo enmarcaban más de media docena de nichos que había en torno a la habitación de forma irregular. Justo delante, Malus veía un altar formado por varias cabezas. Al observarlo vio bocas que se abrían y mascullaban en un intento de formar palabras de miedo o exaltación. Sobre el altar descansaba un enorme libro encuadernado en cuero pálido. Las páginas hechas con piel humana se curvaban y susurraban, movidas por un viento inexistente.

No podía ver las paredes de la estancia. Malus sabía, aunque su mente se rebelaba contra la idea, que el espacio no tenía significado alguno en el sitio donde entonces estaba. Se le contrajeron las entrañas y vomitó sangre y bilis.

Una mano se enredó en su cabello, y Nagaira lo puso brutalmente de pie.

—Te lo advertí, hermano —dijo con una voz que reverberó en los oídos del noble como un toque de platillos—. Nos encontramos al borde de un vórtice que tiene hambre de vivos. Sólo los ungidos por el dios de la matanza pueden salir de aquí ilesos. —Mientras hablaba, una sola lágrima roja descendió por su mejilla—. No toques el libro que hay sobre el altar. Ni siquiera lo mires. Debemos pasar más allá, hasta los nichos que hay al otro lado. Lo que buscamos se encuentra allí.

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